me impresionó.
Estoy en una calle angosta y mal empedrada de una ciudad antigua, entre altas casas de techos cónicos.
Voy deambulando al azar y mientras tanto busco a mi padre, el cual no ha muerto, sino que se es-conde de nosotros y vive en una de aquellas casas.
Paso por una puerta cochera, baja y oscura; atravieso un largo patio y al fin entro en un pequeño cuarto al cual llega la luz por dos ventanas redondas.
En medio de aquella estancia, veo a mi padre con ropas de entre casa; está fumando la pipa. No se parece a mi verdadero padre. Es de elevada estatura, delgado, moreno; su nariz es aguileña, los ojos sin brillo y penetrantes; representa unos cuarenta años.
Le disgusta que haya descubierto su retiro, a mí tampoco me satisface aquel encuentro y permanez-co perplejo, de pie frente a él. Se da media vuelta, murmura algo y anda por la habitación con paso breve... Luego se aleja de mí, sin dejar de mascullar frases que no comprendo, y me echa miradas por encima del hombro... El aposento se agranda y se pierde entre tinieblas.
Me da un miedo terrible al pensar que acabo de perder a mi padre otra vez; me lanzo en pos de él, pero ya no lo veo; sólo oigo su gruñido de oso.
Mi corazón desmaya... despierto, y demoro mucho tiempo en volver a dormirme.
Pasé todo el día siguiente recordando los detalles de ese ensueño, que no atinaba explicarme.
IV
Corría el mes de junio. La ciudad donde vivíamos, se animaba en aquella época del año. Gran cantidad de barcos anclaban en su puerto, y una muchedumbre de extranjeros recorrían sus calles.
Me agradaba pasear por los muelles y por delante de los cafés y de las fondas, pera presenciar las variadas fisonomías de los marineros reunidos en los establecimientos, en torno de mesitas blancas, sobre las cuales había jarros de estaño llenos de cer-veza.
Un día, al pasar por frente a uno de esos cafés, advertí un hombre que pronto concentró toda mi atención.
Vestía un largo levitón negro y un sombrero de paja encasquetado hasta los ojos. Estaba sentado, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Los pocos rizos de su oscuro cabello le caían sobre la frente; sus labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta.
¿A quién era parecido ese hombre? Cada rasgo de su semblante amarillo y quemado por el sol, toda su persona, se habían impreso de tal manera en mi mente, que, sin querer, me detuve delante de él, pensando: ¿Quién es ese hombre? ¿Dónde le he visto antes?”.
Evidentemente, sintió mi mirada clavada en él y levantó hacia mí sus ojos negros y penetrantes.
-¡Ah!- exclamé sin poder evitarlo.
Ese hombre era el padre que se me había aparecido en sueños. Mi primer reacción fue comprobar si aún estaba yo durmiendo.
Pero, no... Era de día, alrededor de mí iba y ve-nía la muchedumbre, brillaba el sol alegremente en lo alto del cielo y no era lo que había delante de mí un fantasma sino un hombre de carne y hueso.
Fui hacia una mesa vacía, pedí un bock de cer-veza y un periódico, y me senté muy cerca de aquel ser enigmático.
V
Abrí el periódico ante mis ojos, para observar a mi antojo al desconocido valido de aquel resguardo.
Continuaba quieto; de cuando en cuando levantaba la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho. Se advertía claramente que esperaba a alguien.
Le observé con obstinación.
Por momentos me parecía ser presa de un espe-jismo, que no existía aquel parecido, y que me dejaba arrastrar por un extravío de mí imaginación...
Pero, apenas se movía aquel hombre en el asiento o movía ligeramente la mano, me costaba trabajo re-primir una exclamación, y volvía a reconocer con certeza a mi padre; tal como se me había aparecido en sueños.
Por fin, el desconocido notó la insistencia con que lo miraba; al principio expresó extrañeza y lue-
go fastidio; y echando una mirada hacia donde yo estaba; pareció a punto de levantarse. Su movimiento hizo caer un bastoncillo que estaba apoyado en la mesa.
Salté de mi asiento, tomé el bastón y se lo en-tregue El corazón me palpitaba como si fuera a sal-tar del pecho.
Me dio las gracias; pero su sonrisa no era franca.
Aproximó su rostro al mío, enarcó las cejas y en-treabrió los labios, como si alguna cosa lo hubiera contrariado.
-Es usted muy gentil, joven- dijo de pronto con voz firme, aguda y gangosa-; lo que es muy raro en nuestros días... Le felicito por ello: le han dado a usted excelente educación.
No recuerdo lo que le respondí, pero nos pusi-mos a conversar.
Me enteré de que era compatriota mío; que acababa de regresar de América, donde había vivido algunos años y adonde estaba a punto de volver.
Dijo ser el barón de... (no entendí bien el título).
Igual que “el padre de mis ensueños”, termina-ba las frases mascullando entre dientes palabras ininteligibles.
Quiso saber cómo me llamaba, y cuando le dije mi nombre y apellido pareció pensar por un instante; después me preguntó desde cuándo vivía en aquella ciudad y si estaba solo.
Respondía que me acompañaba mi madre.
-¿Y su padre de usted?
-Mi padre falleció hace varios años.
Quiso saber entonces cuál era el nombre de pila de mi madre, y en cuanto lo supo lanzó una risotada que contuvo en seguida y se excusó diciéndome que era un apodo americano, y que por otra parte era muy original.
Volvió a interrogarme para saber dónde estaba nuestra casa, y se lo indiqué.
VI
La emoción que me embargó al principio de nuestra charla iba calmándose poca a poco; sólo me extrañaba aquel insólito encuentro.
Me disputaba la sonrisa con que el barón me hacía preguntas, y no me gustaba tampoco la expresión de sus ojos, que parecían querer atravesarme...
Sus miradas tenían algo feroz y protector, que es-trujaba el corazón. Nunca había visto esos ojos en mis sueños.
El rostro del barón era muy extraño, un rostro mustio, cansado, y que aún tenía un aire de juventud que causaba desagradable impresión.
“El padre de mis ensueños”, tampoco lucía la cicatriz que marcaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido; vi esa cicatriz sólo cuando me aproximé mucho al barón.
Acababa de decirle el nombre de la calle donde vivíamos y el número de nuestra casa, cuando un negro de gran estatura, con un poncho que casi le cubría la cara, se aproximó al barón y le tocó levemente el hombro.
Volvióse mí interlocutor y dijo:
-¡Ah! ¡Por fin!
Y saludándome con un ligero movimiento de cabeza, entró en el café, seguido por el negro.
Permanecí en mi puesto, con la intención de es-perar la salida del barón para hablar otra vez con él.
En