Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev


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barón no salía.

      Entré en el café y lo recorrí todo sin ver por ninguna parte al barón ni al negro... Indudable-mente habían salido por la puerta de atrás.

      Empecé a sentir un fuerte dolor de cabeza, y pa-ra aliviarme di un paseo por la orilla del mar, cos-teando la playa, hasta un vasto parque plantado doscientos años antes.

      Volví a mi casa después de dos horas de andar a la sombra de robles y plátanos gigantescos.

      VII

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      Al cruzar el vestíbulo, me salió al encuentro la doncella con las facciones descompuestas.

      Por la expresión de su rostro supuse en seguida que había sucedido algo desagradable durante mi ausencia.

      Y así era. Me refirió que una hora antes se había oído un grito desgarrador, que partió del cuarto de mi madre; acudió y encontró a su señora tendida en el suelo, desvanecida y que no volvía en sí sino al cabo de varios minutos. Cuando mi madre recuperó el conocimiento, tenía un aspecto raro, despavorido, y se vio impelida a meterse en cama. No dijo una palabra ni respondió a las preguntas que se le hicie-ron, pero no dejaba de echar, temblando, inquietas miradas alrededor.

      La doncella hizo que el jardinero fuera buscar corriendo al médico. Vino el doctor y prescribió un calmante, pero no pudo sacar de mi madre ni una sola palabra.

      Afirmaba el jardinero que inmediatamente después de haber proferido mi madre aquel grito, vio en el jardín un hombre desconocido que saltaba apresuradamente por sobre los arriates, encaminándose a la puerta que daba a la calle.

      Vivíamos en una quinta cuyas ventanas daban a un gran jardín.

      El jardinero no consiguió ver el rostro de aquel hombre; pero tuvo tiempo para ver que llevaba un largo levitón y sombrero de paja.

      -¡Así vestía el barón!- dije para mí.

      El jardinero no pudo alcanzar a aquel hombre, porque en ese mismo momento le enviaron a buscar al médico.

      Corrí inmediatamente a la habitación de mi madre. La encontré en cama, con la cara más blanca que las almohadas donde apoyaba la cabeza.

      Me reconoció, sonrióse débilmente y me tendió la mano. Me senté a la cabecera y le pregunté qué había sucedido.

      Primero se negó a responder; pero acabó por confesarme que había visto una cosa terrible que la llenó de espanto.

      -¿Entró alguien en tu cuarto?- pregunté.

      -No, no, nadie- respondió vivamente-. Nadie ha venido... pero me creí... creí ver... un fantasma...

      Enmudeció y se tapó la cara con las manos. A punto estuve de decirle lo que acababa de saber por el jardinero y de contarle mi encuentro con el ba-rón; pero, no sé por qué, desistí de mi intento, y me limité a asegurar a mi madre que los fantasmas no aparecían en pleno día.

      -Hablemos de otra cosa, te lo ruego- murmuró-

      Deja eso... Algún día lo sabrás todo.

      Volvió a guardar silencio. Estaban frías sus manos; su pulso latía veloz e irregular. Le di una cucha-rada del calmante indicado por el médico y me alejé de la cama para no fatigarla.

      No se levantó en todo el día. Permaneció inmó-

      vil, en posición supina, exhalando con raros inter-valos profundos suspiros, abriendo con temor los ojos.

      Todos los de nuestra casa estábamos perplejos.

      VIII

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      Aquella noche, mi madre tuvo un leve acceso de fiebre y me hizo salir de su cuarto.

      Pero no fui a mi habitación, sino que me tendí en un diván, en una pieza contigua a la suya. Cada cuarto de hora me levantaba, iba con sigilo a la puerta y escuchaba...

      Todo seguía en calma; pero mi madre no pudo conciliar el sueño en toda la noche.

      Cuando a la mañana siguiente fui a verla muy temprano, advertí que tenía las mejillas encendidas y los ojos con un fulgor que no era normal. Durante el día se sintió un poco mejor; al atardecer subió la temperatura de su cuerpo.

      Hasta entonces había guardado un silencio te-naz; pero de pronto se puso a hablar con voz preci-

      pitada y anhelante. No deliraba; sus palabras tenían sentido. Sólo les faltaba ilación.

      No me alejé de su cabecera. Poco antes de media noche se incorporó de súbito en la cama con un movimiento convulsivo y comenzó a contar... con la misma voz afanosa, bebiendo sin pausa sorbitos de agua, agitando ligeramente las manos y sin mirarme ni siquiera una vez...

      Deteníase con frecuencia, hacía un esfuerzo y continuaba su narración.

      Era tan extraña aquella escena, que hubiérase dicho que hablaba entre sueños, como si le faltase conciencia de lo que hacía, y como si otro ser se expresase por boca de ella o dictase sus palabras...

      IX

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      ...”Atiende a lo que tengo que decirte- comenzó-. Ya no eres un niño, debes saberlo todo.

      “Tenía yo una íntima amiga que se casó con un hombre a quien amaba con pasión y fue muy dicho-sa con su esposo.

      “El primer año de matrimonio viajaron a la capital para pasar allí una temporada y divertirse. Se alojaron en una fonda principal y fueron a los salo-nes y los teatros.

      Mi amiga era muy bella, y atraía las miradas de todos. Los jóvenes la cortejaban con empecina-miento. Pero había, sobre todo, un... oficial que la perseguía sin cesar... Por todas partes donde iba ella estaban sus malvados ojos negros. No le fue pre-sentado y nunca le dirigió la palabra sin mirarla con desenfado y con una expresión extraña.

      “Aquella suerte de hostigamiento envenenó todos los placeres de mi amiga durante su estancia en la capital; rogó a su esposo que la llevase consigo a otra parte y comenzaron a prepararse para partir.

      “Una noche, su marido fue a su círculo, donde había sido convidado a una partida de juego por los oficiales del regimiento al cual pertenecía el galan-teador de mi amiga. Ésta se quedó por vez primera sola en la fonda. Como su marido tardara en regresar despidió a su doncella y se acostó...

      “De repente quedó yerta de espanto y comenzó a temblar. Acababa de oír un leve ruido detrás de la pared, como de un perro que arañase. Miró las paredes.

      “En un rincón llameaba una lámpara ante las sagradas imágenes; todo el dormitorio estaba tapi-zado con telas.

      “De improviso, en el lugar de donde venía el ruido, movióse un entrepaño, se levantó... y aquel hombre horrible, de ojos negros y malévolos, salió del muro sombrío y desmesuradamente alto.

      “Quiso gritar ella, pero no pudo emitir ningún sonido; sentíase desmayar de terror.

      “Se acercó el hombre con paso rápido, como una fiera; echó a la cabeza de mi amiga una cosa blanca y pesada que la sofocaba... ¿y luego?... No recuerdo lo que ocurrió después... ¡No, no lo recuerdo!...

      “Fue la muerte... ¡peor que la muerte!... Cuando por fin se rasgó aquel terrible velo, cuando yo...

      cuando mi amiga volvió en sí, ya no había nadie en la habitación.

      “De nuevo quedó por largo tiempo sin fuerzas para articular