hablaba con aquel.
Cubierto por el poncho que ya le había visto, parecía haber surgido de la tierra; y dándome la espalda, seguía con paso rápido por la angosta acera de la callejuela tortuosa.
Me lancé tras él, pero el negro aceleró la marcha sin volverse, y desapareció detrás de la esquina de una casa que sobresalía.
Corrí hacia aquel lugar, rodeé la casa. ¡Oh mila-gro!
Ante mí se extendía una calle estrecha y total-mente desierta. La bruma de la mañana la envolvía con un velo agrisado, pero mi vista atravesó aquella espesa oscuridad y recorrió toda la calle. Hubiera podido contar las casas una por una... Pero no vi alma viviente.
El negrazo, envuelto en el poncho, se esfumó con tan asombrosa rapidez como había surgido.
Me quedé alelado; no obstante, mi estupefac-ción no duró más que un minuto.
Otro pensamiento me asaltó: yo conocía aquella calle que tenía ante mis ojos. ¡La había visto en sue-
ños!
Me estremecí... ¡era tan fresco el aire de la ma-
ñana!... y sin dudar, con una serenidad llena de terror, seguí adelante.
Hurgué con los ojos allí está, a la derecha, sa-liente de la acera: allí está la casa que vi en sueños; allí la vieja puerta cochera, con montículos de piedras a los lados...
Cierto es que las ventanas no son redondas, si-no cuadrangulares... Pero es un detalle sin importancia.
Llamé a la puerta: toqué dos, tres golpes, más fuerte, cada vez más fuerte...
La puerta se abrió al fin muy despacio. rechinando como si bostezase, y me encontré cara a cara con una criada joven, con los cabellos enmarañados y los ojos aun medio dormidos. Era fácil ver que acabara de despertarse
-¿Vive aquí el señor barón?...- pregunté mirando a hurtadillas al patio estrecho y largo.
Era tal y como lo había visto en mí sueño; no faltaba nada, ni las vigas, ni las tablas...
-Aquí no vive ningún barón- repuso la joven.
-¡Cómo! ¿qué no vive aquí ningún barón? ¡Eso es imposible!
-Ya no está aquí, se marchó ayer.
-¿A dónde fue?
-A América.
-¡A América!- repetí involuntariamente- ¿Y
cuándo regresará?
La criada me miró con recelo.
-No sabemos nada... Quizá no regrese.
-¿Estuvo mucho tiempo aquí?
-Una semana, poco más o menos... Acaba de partir...
-¿Cuál es el nombre del barón?
-La joven abrió desmesuradamente los ojos.
-¿No conoce usted su apellido? Nosotros le llamábamos simplemente barón. ¡Eh, Pedro!- gritó
al ver que yo trataba de entrar en el patio-. Aquí hay un extraño que hace muchas preguntas.
Un robusto mocetón, mal encarado, salió de la casa.
-¿Qué sucede? ¿Qué quiere usted?- preguntó con voz bronca.
Y luego de haberme escuchado con visible im-paciencia me repitió lo que me había dicho la joven.
-Pero, ¿quién vive en esta casa?
-Nuestro amo.
-¿Quién es vuestro amo?
-Un carpintero. Hay sólo carpinteros en nuestra calle.
-¿Y podré verle?
-Todavía no se ha levantado.
-¿Me permite que entre en la casa?
-No.
-¿Podré ver más tarde a su amo?
-Seguramente... Siempre se le puede ver... Es un industrial... Ahora; puede usted retirarse... Apenas amanece.
-¿Y el negro?- pregunté de repente.
El mocetón me miró alelado, y después la criada.
-¿Qué negro?- dijo por fin- Váyase usted, caba-llero... Vuelva otra vez y podrá hablar con el amo.
Bajé a la calle. La puerta cochera se cerró a mis espaldas con estrépito, pesadamente y de prisa, pero aquella vez sin rechinar.
Tomé nota de la calle y de la casa, y me fui, pero no para regresar a mi casa.
Me embargaba una especie de desencanto. ¡To-do lo que me había ocurrido parecíame tan raro, tan extraordinario... y había terminado todo de una manera tan prosaica!
Es cierto que estaba convencido de que debía de halIar en aquella casa el cuarto que ya conocía, y en aquel cuarto a mi padre, el barón vestido con ropas de dormir y con la pipa en la boca. Pero en lugar de eso, descubrí que el ocupante de aquella casa era un carpintero, a quien se puede ver todas las horas... del día y a quien se le pueden encomen-dar muebles.
¡Y mi padre había vuelto a partir para América!
¿Qué me queda entonces por hacer? ¿Referir toda esta aventura a mi madre, o enterrar para siempre hasta el recuerdo de aquel encuentro?
No podía resignarme a que esta aventura sobrenatural y misteriosa acabase de modo tan ordinario y vulgar.
Así, pues, no pude decidirme a volver a casa, y eché a andar sin saber a dónde. Así llegue fuera de la ciudad.
XIV
Caminaba con la cabeza gacha, sin pensar, casi sin experimentar sensación alguna, ensimismado.
Un ruido igual, sordo y furioso, me arrancó de mi abstracción. Levanté la cabeza: el mar rugía y mugía a cincuenta pasos de mí. Entonces advertí que iba andando por la arena de la playa.
El mar, revuelto por la tormenta de la noche, cubríase hasta el horizonte de crestas blancas. Las agudas puntas de las altas olas rompíanse unas tras otras en la playa. Me acerqué a la orilla y me puse a seguir la línea de relieve que el flujo y el reflujo ha-bían marcado en la arena amarilla y rayada, llena de plantas marinas, dúctiles, pedazos de mariscos y matas de esparganio.
Las gaviotas, de finas alas, acudían con el viento del gran desierto aéreo y se remontaban dando gritos lastimeros, blancas como la nieve, para dejarse caer a plomo en el agua; parecía que saltaban de una ola a otra, sobrenadando como objetos de plata, o desaparecían entre montañas de brillante espuma.
Noté que muchas de aquellas aves revoloteaban alrededor de un gran peñasco, que se destacaba con vigor sobre la playa monótona.
Una planta de esparganio desplegábase en matas irregulares por un lado de aquel peñasco; y en el lugar donde sus entrelazados tallos salían de la sali-trosa arena, vi una masa negra, de forma larga y abombada. Miré con atención. Era un objeto siniestro... No se movía... A medida que me acercaba, iba adivinando lo que era.
Y cuando estuve a unos treinta pasos del peñas-co, reconocí con claridad formas humanas, y me dije:
-Es un cadáver, un ahogado devuelto por las olas. Me aproximé al peñasco.
Aquel cuerpo era el del barón, el de mi padre.
Me quedé como petrificado en mi sitio.
Comprendí que desde la mañana me conducían potencias misteriosas y que estaba en poder de ellas.
No sé cuánto tiempo transcurrió así, sin oír más que el zumbido incesante