Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev


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té me fui al jardín, pero no me acerqué demasiado a la valla y no pude ver a nadie. Después del té di varios paseos por la calle delante de la dacha, lanzando desde lejos miradas a las ventanas. Creí ver su cabeza detrás de las cortinas y, atemorizado, me apresuré a escapar. «Pero hay que conocerlos», pensé, andando sin rumbo por el arenoso descampado que se extendía delante de Nescuchnoye. «Pero, ¿cómo?» Este era el problema. Recordé los más pequeños detalles de nuestro encuentro de la víspera. No sé por qué, pero con especial relieve surgía el recuerdo de cómo se había reído de mí... Pero mientras, ex-citado, andaba pensando distintos planes, el destino ya se había preocupado de mí.

      Durante mi ausencia, mi madre había recibido una carta de nuestra vecina, escrita en papel gris y sellada con lacre de color marrón, de ese que se emplea en los avisos de correo o para lacrar botellas de vino barato. En la carta, escrita en un estilo poco elegante y descuidada caligrafía, la princesa pedía a mi madre protección. Mi madre, al decir de la princesa, conocía gente importante, de la cual dependía su suerte y la de sus hijos, ya que tenía pendientes unos asuntos graves. «Me dirijo a usted- escribíacomo una dama noble a otra dama noble. Es para mí un placer aprovechar esta ocasión.» Al terminar, pedía permiso a mi madre para visitarle. Cuando llegué, encontré a mi madre de mal humor. Mi padre no estaba en casa y no tenía a nadie que le acon-sejase. No contestar a una noble dama, y más aún a una princesa, no parecía correcto. Pero mi madre ignoraba cómo contestar. Le parecía inoportuno redactar la carta en francés, pero la ortografía rusa tampoco era su punto fuerte. Ella lo sabía y por eso no quería comprometerse. Se alegró con mi llegada y me mandó que fuese a ver a la princesa y le expli-case de palabra que ayudaría a su alteza en lo que estuviera s su alcance y que le rogaba que la visitase hacia la una. El hecho de que se cumplieran mis deseos de forma tan inesperada y rápida me alegró y me asustó. Pero procuré que nadie notase el azora-miento que se apoderó de mí y, antes de marchar-me, fui a mi habitación, a ponerme una corbata nueva y una chaqueta. En casa, aunque muy a mi pesar, andaba con blusón y cuello vuelto...

      Capítulo IV

      Índice

      En la antesala, estrecha y vetusta, adonde entrétembloroso y agitado mi cuerpo-, me recibió un criado viejo y de pelo canoso, con cara de cobre oscuro, ojos porcinos, de mirada tosca y en la cara y en las sienes las arrugas más profundas que jamás haya visto. En un plato llevaba la espina roída de un arenque. Abriendo con el pie la puerta que conducía a la habitación, dijo bruscamente:

      -¿Qué desea?

      -¿Puedo ver a la princesa Zasequin?

      -¡Bonifacio!- gritó una estridente voz femenina.

      El criado me dio la espalda sin decir palabra, viéndose entonces la gastada tela de su librea, que tan solo tenía un botón amarillento con un escudo estampado. Se retiró, dejando el plato en el suelo.

      -¿Estuviste en la comisaría del barrio?- repitió la misma voz.

      El criado dijo algo inaudible.

      -¿Qué? ¿Que ha venido alguien? ¡Ah, el señorito de al lado! Dile que pase.

      -Tenga la bondad de pasar a la sala- dijo el criado, apareciendo delante de mí y levantando el plato del suelo.

      Me levanté y pasé a la sala.

      Me encontré en una habitación pequeña, bastante desordenada, con muebles baratos que parecían haber sido colocados muy deprisa. Al lado de la ventana, sentada en un sillón que tenía uno de los brazos roto, estaba una mujer de unos cuarenta años, despeinada y fea, ataviada con un vestido viejo de color verde y con un pañuelo chillón, de estam-bre, alrededor del cuello. Sus pequeños ojos de color negro se clavaron en mí.

      Me acerqué a ella y le hice una reverencia.

      -¿Tengo el honor de hablar con la princesa Zasequin?

      -Yo soy la princesa Zasequin. ¿Usted es el hijo del señor V.?

      -Sí, vengo con un encargo de mi madre.

      -Siéntese, por favor. Bonifacio, ¿has visto dónde están mis llaves?

      Transmití a la señora Zasequin la respuesta de mi madre a su nota. Me escuchó golpeando con sus gruesos y rojos dedos sobre la ventana. Cuando terminé, volvió a mirarme fijamente.

      -Muy bien, estaré sin falta- dijo al fin-. ¡Qué joven es usted todavía! ¿Cuántos años tiene? Permí-

      tame que se lo pregunte.

      -Dieciséis- dije, haciendo sin querer una pausa.

      La princesa sacó del bolsillo unos papeles mu-grientos que tenían algo escrito, se los acercó casi hasta la nariz y se puso a inspeccionarlos.

      -Buena edad- dijo dando una vuelta y remo-viéndose en la silla-. Por favor, considérese en su casa. Aquí no guardamos cumplidos.

      «Demasiados pocos cumplidos», pensé, observándola detenidamente y sintiendo una repulsión involuntaria al presenciar su desgarbada figura.

      En ese mismo instante la otra puerta se abrió y apareció una joven, la misma que había visto el día anterior en el jardín. Alzó la mano y una sonrisa cruzó por su cara.

      -Esta es mi hija- dijo la princesa señalándola con el codo-. Zenaida, el hijo de nuestro vecino V. ¿Cómo se llama, por favor?

      -VIadimir- contesté, levantándome y tartamu-deando de emoción.

      -¿Su patronímico?

      -Petrovich.

      -Sí. Conocí a un jefe de policía que también se llamaba VIadimir Petrovich. Bonifacio, no busque las llaves. Las tengo en el bolsillo.

      La joven seguía mirándome con la misma sonrisa, frunciendo un poco el ceño e inclinando la cabeza hacia un lado.

      -Ya he visto a monsieur Voldemar- dijo ella. (Percibí como un dulce frescor el sonido plateado de su voz.)-. ¿Me permite que le llame así?

      -¡Por Dios!- dije, balbuceando.

      -¿Dónde fue eso?- preguntó la princesa.

      La joven no contestó a su madre.

      -¿Tiene algo que hacer ahora?- dijo al fin, sin dejar de mirarme.

      -No.

      -¿Quiere ayudarme a devanar una madeja? Venga conmigo.

      Me hizo una señal con la cabeza y salió de la sala. Me fui detrás de ella.

      En la habitación donde entramos los muebles eran algo mejores y estaban distribuidos con mucho gusto, aunque tengo que confesar que en esos momentos no me pude fijar en nada. Me movía como si estuviera soñando y sentía un bienestar estúpidamente tenso.

      La princesa se sentó, sacó una madeja de lana roja y señalando una silla, que estaba enfrente de mí desató con cuidado la madeja y la puso en mis manos. Todo esto lo hacía sin decir palabra, con una lentitud burlona y con la misma sonrisa, amplia y maliciosa, de sus labios entreabiertos. Empezó a enrollar la lana en una carta de baraja doblada por la mitad y, de pronto, me sorprendió con una mirada clara y fugaz, que me hizo bajar la cabeza. Cuando abría del todo sus ojos, que tenía normalmente se-micerrados, su cara cambiaba por completo. Era como si apareciese la luz en ella.

      -¿Qué pensó de mí ayer, monsieur Voldemar?-

      preguntó después de una pausa-. ¿Le he causado mala impresión?

      -Yo, princesa... yo no pensé nada... ¿Cómo po-dría...?- contesté muy azorado.

      -Escúcheme- contestó ella-. No me conoce todavía. Soy muy rara y quiero que siempre me digan la verdad. Usted, según he oído, tiene dieciséis años y yo tengo veintiuno. Como ve, soy mucho mayor que usted y por eso tiene que decirme siempre la verdad... y obedecerme- añadió-. Míreme, ¿por qué no me mira?

      Me