Zasequin, ya fallecido, hombre de una educación esmerada, pero poco inteligente y capricho- so. Era conocido en sociedad por el apodo de « le Parisien», porque había vivido largo tiempo en París. Había sido muy rico, pero perdió toda su fortuna en el juego, y no se sabe por qué, probablemente por dinero, aunque podía haber elegido mejor- añadió mi padre y sonrió fríamente-, se casó con la hija de un oficinista y, después de casarse, se metió en ne-gocios y se arruinó definitivamente.
-Seguramente pedirá dinero prestado- dijo mi madre.
-Es muy posible- dijo fríamente mi padre-.
¿Habla francés?
-Muy mal.
-Hum... Es igual. Me parece que te he oído decir que has invitado también a la hija. Alguien me ha dicho que es una chica simpática y bien educada.
-¡Ah!, entonces no ha salido a su madre.
-Ni a su padre- contestó mi padre-. Era también una persona bien educada, pero poco inteligente.
Mi madre suspiró y se quedó pensativa. Mi padre calló. Yo me sentí muy azorado durante esta conversación.
Después de comer me fui al jardín, pero sin la escopeta. Me prometí no acercarme al «jardín de los Zasequin», pero algo más fuerte que mi voluntad me empujaba hacia aquel lugar y no sin causa. Apenas me había acercado a la valla, cuando vi a Zenaida. Esta vez estaba sola. Tenía en las manos un libro pequeño y andaba lentamente por el camino.
No advirtió mi presencia.
Casi me la dejé escapar, pero me di cuenta a tiempo y tosí, mas no se detuvo, sino que se echó hacia atrás con la mano una cinta ancha de color, azul que colgaba de su sombrero redondo de paja, me miró, sonrió apenas y otra vez volvió la vista hacia el libro.
Me quité la gorra y, demorándome un poco, me marché muy pesaroso. « Que suis-je pour elle», pensé (Dios sabe por qué) en francés.
Oí detrás de mí un sonido de pasos que conocía. Me volví, y vi que mi padre, con su rápida y li-gera manera de andar, se acercaba a mí.
-¿Es la princesa?- me preguntó.
-Sí, es ella.
-¿Es que la conoces?
-La he visto hoy en casa de su madre.
Mi padre se detuvo y girando súbitamente sobre sus talones se fue en la dirección que había venido.
Al alcanzar a Zenaida le hizo una reverencia cortés.
Ella también le contestó con una reverencia, no sin expresar cierto asombro. Vi cómo lo seguía con la vista. Mi padre siempre se vestía elegantemente, con originalidad y sencillez. Pero nunca su figura me pareció esbelta, nunca llevó con tanta distinción el sombrero sobre su cabello encrespado, que ya empezaba a caer.
Quise acercarme a ella, pero ni me miró. Levantó su libro a la altura de los ojos y se marchó.
Capítulo VI
Pasé la tarde y la mañana del día siguiente en un estado de triste somnolencia. Recuerdo que quise trabajar y abrí el manual de Kaidanov, pero en vano miraba las líneas del libro y pasaba las páginas del famoso manual. Por lo menos diez veces leí que «Julio César se distinguió por su valor militar», pero no comprendía nada y cerré el libro. Antes de la comida otra vez me di crema y me puse la chaqueta y la corbata.
-¿Para qué te vistes así?- preguntó mi madre-. No eres todavía estudiante y sólo Dios sabe si aprobarás. ¿Es que hace tanto que te han hecho el blusón? ¿O quieres que lo tiremos ya?
-Es que tenemos invitados- dije en voz baja, casi al borde de la desesperación.
-¡Vaya tontería! ¿Qué invitados son ésos?
Había que obedecer. Me cambié la chaqueta por el blusón, pero no me quité la corbata. La princesa madre y su hija llegaron media hora antes de comer. La vieja se había puesto encima de su vestido verde, que ya conocía, un chal amarillo y se puso una cofia pasada de moda con cintas de color chillón. Enseguida empezó a hablar de sus letras de cambio. Sus-piraba, lamentaba su pobreza, «daba la murga», pero no se andaba con ceremonias, aspiraba el rapé con el ruido acostumbrado, se revolvía sobre la silla co-mo la vez anterior. Daba la sensación de que ni siquiera le pasaba por la cabeza que era princesa. En cambio, Zenaida adoptó un aire grave, casi de superioridad, como una verdadera princesa. Su cara ad-quirió una expresión de fría inmovilidad y dignidad. No la conocía, ni reconocía tampoco su manera de mirar y sonreírse, aunque esta nueva imagen suya me parecía bellísima. Llevaba un vestido ligero de gasa con dibujos de color azul claro. El pelo le caía en bucles por las mejillas, según la moda inglesa. Este peinado le iba muy bien a la expresión fría de su cara. Durante la comida mi padre estaba sentado a su lado y daba conversación a su vecina con esa cortesía elegante y reposada que le caracterizaba. De vez en cuando la miraba y ella también, pero de una manera muy extraña, casi con hostilidad. Hablaban en francés. Me acuerdo de que me sorprendió la pureza del acento de Zenaida. En el transcurso de la comida la princesa madre seguía sin arredrarse por nada, comiendo mucho y haciendo elogios de los platos. Mi madre, al parecer, estaba ya cansada de ella y le contestaba con aire de ligero y resignado desprecio. Mi padre, de vez en cuando, fruncía el ceño. Zenaida tampoco le gustó a mi madre.
-Es una soberbia- dijo al día siguiente- ¿Y por qué presume tanto? Avec sa mine de grisette!
-Me parece que no has visto nunca a las grisettes-dijo mi padre.
-¡Gracias a Dios!
-Desde luego... Pero, ¿cómo puedes opinar de ellas?
Zenaida no me hacía ningún caso. Al poco rato de terminar la comida, la princesa empezó a despedirse.
-Confío en su protección, Maria Nikolayevna y Piotr Vasilievich- dijo, como si entonase una melo-día, a mi padre y a mi madre-. ¿Qué puede uno hacer? Tuvimos buenos tiempos, pero ya se fueron. Heme aquí, con categoría de alteza- añadió riéndose desagradablemente-. Pero, ¿de qué sirve la nobleza si no da para comer?
Mi padre le hizo una reverencia cortés y la acompañó hasta la puerta de salida. Yo estaba de pie, vestido con mi blusón corto, y miraba al suelo, como si me hubieran condenado a muerte. La actitud de Zenaida hacia mí me aniquiló definitivamente. Cuál no sería mi sorpresa, cuando, al pasar a su lado, me dijo muy de prisa en voz baja, con esa expresión cariñosa en los ojos que ya conocía:
-Venga a visitarnos hoy a eso de las ocho, ¿me oye? Venga sin falta.
Yo sólo pude expresar mi sorpresa moviendo las manos, pero ella ya se había ido, echándose sobre la cabeza un chal blanco.
Capítulo VII
A las ocho en punto, vestido con la chaqueta y peinado con esmero, entraba yo en la antesala del ala de la casa donde vivía la princesa. El criado viejo me miró hoscamente y se levantó de la silla con desgano. En la sala se oían voces alegres. Abrí la puerta y, a causa del asombro, di un paso hacia atrás. En medio de la habitación, subida sobre una silla, estaba la princesa sujetando con sus manos un sombrero de caballero. La rodeaban cinco hombres. Querían meter la mano en el sombrero, pero ella lo subía y lo agitaba. Cuando me vio, dijo en voz alta:
-Un momento, un momento. Tenemos un nuevo invitado. Hay que darle también un billete- y, saltando de la silla con agilidad, me cogió por la solapa de la chaqueta-. Vamos- dijo-, ¿por qué se queda parado? Messieurs, permítanme que les presente a monsieur Voldemar, el hijo de nuestro vecino. Aquí-dijo, dirigiéndose a mí y mostrándome por turno a los invitados- el conde Malevskiy, el