día me enteré de que habían llevado un ahogado a una de las aldeas de la costa. Me encaminé allí sin pérdida de tiempo, pero cuando llegué lo habían sepultado. Además, a juzgar por sus señas personales, no podía ser el barón.
Logré averiguar en qué nave se había embarca-do el barón para América. Suponíase que dicho barco había naufragado durante la tempestad; no obstante, parece que se supo algunos meses después que había fondeado en Nueva York.
No sabiendo ya a quién acudir para conseguir informes, me puse en busca del negro. Le ofrecí, por medio de anuncios en los periódicos, una suma importante si venía a verme. En efecto, un día, durante mi ausencia se presentó en casa un negro de gran estatura, envuelto en un poncho. Interrogó a nuestra doncella, se marchó en seguida y nadie volvió a verlo más.
Así se desvanecieron en sordas tinieblas todos los rastros de mi padre.
No hablábamos nunca de él. Una sola vez mi madre expresó su asombro de que no le hubiese referido más pronto mi terrible ensueño, y añadió:
-Era muy duro...
No concluyó su pensamiento.
Mi madre estuvo enferma largo tiempo; y cuando se hubo restablecido, no fueron ya nuestras relaciones lo que eran antes.
Sentía ella en mi presencia cierta contrariedad que subsistió hasta su muerte. Sí; una especie de desapego pesó en nosotros y aquella desgracia era irreparable.
Todo se olvida; el recuerdo de los hechos más trágicos se va disipando poco a poco; pero si entre dos personas que viven en gran intimidad se desliza un sentimiento de malestar, nada hay en el mundo que pueda desvanecerlo.
No he vuelto a ver más el fantasma que me vi-sitaba con frecuencia en otros tiempos; ya no busco a mi padre. No obstante, en sueños aún me parece, a veces, oír gemidos lejanos, quejas dolientes e incesantes; llegan desde atrás de una pared alta, tan alta que no puedo escalarla, siento su peso en el corazón y lloro con los ojos cerrados.
-No puedo comprender si es que gime un ser vivo, o si oigo el rugir loco y salvaje del mar embra-vecido. Ese rugir se transforma y oigo de nuevo un gruñido de oso, ese masculleo de palabras ininteligibles que conozco tan bien... Y me despierto embar-gado por el terror y la angustia.
Primer Amor
Contenido
PROEMIO
Los invitados ya se habían ido. El reloj dio las doce y media. Sólo quedaban el anfitrión, Serguey Nicolayevich y VIadimir Petrovich.
El anfitrión tocó la campanilla y ordenó retirar lo que quedaba de la cena.
-Entonces, está decidido- dijo, sentándose có-
modamente en la butaca y encendiendo su cigarri-llo-. Cada uno tiene que contar la historia de su primer amor. Le toca a usted, Serguey Nicolayevich.
Serguey Nicolayevich, rechoncho, de pelo castaño, cara fofa y redonda, miró a su anfitrión y luego levantó la vista hacia el techo.
-No tuve un primer amor. Empecé directa-mente con el segundo.
-¿Y cómo fue eso?
-Muy fácil. Tenía dieciocho años cuando por primera vez empecé a cortejar a una señorita en-cantadora. Pero lo hacia como si no fuese una no-vedad para mí. Así cortejé después a todas las demás. A decir verdad, a los seis años me enamoré por primera y última vez, precisamente de mi niñe-ra. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Los detalles de nuestra relación se han borrado de mi memoria. Y aunque me acordase, ¿a quién podría interesarle?
-Entonces, ¿qué hacemos?- dijo el anfitrión-. En mi primer amor tampoco hay nada extraordinario.
Antes de conocer a Ana Ivanovna, mi mujer, no estuve enamorado. Todo marchó a mil maravillas.
Nuestros padres concertaron la boda, inmediatamente iniciamos el noviazgo y nos casamos sin dila-ción. Mi historia se cuenta en dos palabras. Yo, señores, tengo que confesar que, cuando propuse el tema del primer amor, lo hice pensando en ustedes, hombres no diría viejos, pero tampoco jóvenes solteros. Bueno, usted, VIadimir Petrovich, ¿no podría amenizar un poco la velada?
-Mi primer amor, en efecto, fue poco corriente-contestó después de una pausa Vladimir Petrovich,
hombre de unos cuarenta años, de pelo negro, ya canoso.
-¡Ah!- exclamaron simultáneamente el anfitrión y Serguey Nicolayevich-. Mucho mejor. Cuénte-noslo.
-Bien... O mejor dicho, no voy a contarlo. No soy un buen narrador. Cuando narro, o soy lacónico y seco, o prolijo y amanerado. Si me permiten, voy a apuntar todos