Sus labios seguían son-riendo misteriosamente; sus ojos me miraban un poco ladeados, interrogantes, pensativos y cariñosos... como en el instante en queme despedí de ella.
Por fin me levanté, me acerqué de puntillas a mi cama y puse con cuidado mi cabeza sobre la almohada, sin desnudarme, como si tuviese miedo de ahuyentar con algún movimiento brusco el sentimiento que me embargaba...
Me acosté, pero ni siquiera cerré los ojos.
Pronto noté que empezaban a entrar en mi habitación unos débiles destellos. Me incorporé y miré a la ventana. El marco se distinguía ya claramente de los cristales, que emitían una tibia y misteriosa luz blan- ca. «Hay tormenta», pensé, y, en efecto, había tormenta, pero sonaba muy lejos. Apenas los truenos se oían: sólo se veían en el cielo unos rayos opacos, largos y ramificados. Mas que brillar se sacudían convulsivamente, como el ala de un pájaro mori-bundo. Me levanté, me acerqué a la ventana y estuve allí hasta la mañana del día siguiente. Los rayos no cesaban ni un solo momento. Era lo que en el pueblo llaman una noche de gorrión. Miraba ab-sorto el descampado de arena, la masa oscura del jardín Nescuchnoye, las fachadas amarillentas de los edificios lejanos, que también parecían estremecerse a cada destello... Miraba y no podía dejar de mirar: esos rayos mudos, esos destellos contenidos parecían armonizar con los estremecimientos mudos que destellaban en mi interior. Empezó a amanecer.
Manchas de color carmín anunciaban la aurora.
Conforme amanecía, los relámpagos palidecían y se hacían más cortos. Ya iban perdiendo intensidad y al fin desaparecieron ahogados por la luz del nuevo día.
También desaparecieron los destellos luminosos en mi interior. Sentí un gran cansancio y el peso del silencio... pero la imagen de Zenaida seguía volando triunfante sobre mi alma. Sólo que esta imagen pa- recía que estaba ya apaciguada. Como un cisne blanco se sacude las hierbas del pantano, así se separó ella de otras figuras prosaicas que la circunda-ban, y yo, durmiéndome ya, le rendí con mi recuerdo un culto confiado de despedida...
¡Oh, sentimientos humildes, sonidos blandos, bondad y tranquilidad de un alma conmovida, alegría diluida de las primeras devociones del amor!
¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis...?
Capítulo VIII
Al día siguiente por la mañana, cuando bajé para tomar el té, mi madre me riñó, pero menos de lo que esperaba, y me obligó a contar cómo había pasado la tarde del día anterior. Le contesté en pocas palabras, omitiendo muchos detalles y tratando de presentarlo de la forma más inocente.
-A pesar de todo, no son gente comme il faut- dijo mi madre-. No tienes por qué meter la nariz en esa casa, en lugar de preparar tu examen y estudiar.
Como sabía que las preocupaciones de mi madre por mis estudios no iban más allá de estas palabras, no creí necesario contradecirle, pero, después de tomar el té, mi padre me cogió del brazo y, sa-liendo conmigo al jardín, me hizo contarle todo lo que había visto en casa de los Zasequin.
Era extraña la influencia que tenía mi padre sobre mí, y extrañas eran nuestras relaciones. No se ocupaba en absoluto de mi educación, pero jamás me insultaba. Respetaba mi libertad hasta tal punto, que era, si se puede decir así, cortés conmigo..., sólo que no accedía a que me acercase a él. Le quería, le admiraba, me parecía un modelo de hombre, y, ¡Dios mío, con qué pasión me hubiese acercado a él, si no hubiese sentido la mano que nos separaba! En cambio, cuando quería, sabía casi instantáneamente, con una sola palabra, con un solo movimiento, inspirar en mí una confianza sin límites. En esos momentos mi alma se abría, hablaba con él sin trabas, como si fuese un amigo comprensivo, un mentor benevolente... Después me dejaba de una manera igualmente inesperada y su indiferencia volvía a se-pararme de él de un modo suave y cariñoso, pero decidido.
A veces estaba de buen humor y entonces era capaz de jugar y hacer travesuras conmigo, como si fuese un niño (le gustaba cualquier movimiento corporal que exigiese esfuerzo.) Una vez (¡una sola vez!) me acarició con tanta ternura, que faltó poco para que llorase..., pero su buen humor, junto con su ternura, desaparecieron sin dejar rastro y lo que ocurrió entre nosotros no me dio esperanza alguna para el futuro, como si todo hubiera sido un sueño. Me ponía a veces a contemplar su rostro inteligente, diáfano, de bellas facciones... y mi corazón empezaba a temblar. Todo mi ser se dirigía hacia él... parecía que comprendía lo que estaba pasando en mí. Entonces me acariciaba la mejilla y luego se mar-chaba, o empezaba a ocuparse de otra cosa, o de repente adoptaba una actitud fría, como sólo él sa-bía hacerlo. En ese mismo instante yo me quedaba helado y me replegaba sobre mí mismo.
Estos momentos de ternura hacia mí, a los que pocas veces se entregaba, nunca estaban motivados por mis súplicas, silenciosas aunque evidentes. Siempre venían de una manera inesperada. Medi-tando más tarde sobre el carácter de mi padre llegué a la conclusión de que otras cosas le impedían pensar en mí y en la vida familiar. Amaba otra cosa y supo gozar de esa otra cosa plenamente. «Coge todo lo que puedas, pero no te dejes dominar. Ser dueño de uno mismo, ése es el truco de la vida», me dijo una vez. Otra vez, en calidad de joven demócrata, me puse en su presencia a razonar sobre la libertad (ese día tenía un momento «bueno», como yo lo llamaba. Entonces se podía hablar con él de lo que fuese).
-Libertad- repitió-. ¿Sabes tú lo que puede hacer libre a un hombre?
-¿Qué?
-Su voluntad, su propia voluntad, y le dará también poder, que es mejor que libertad. Aprende a querer y así serás libre y mandarás.
Mi padre, antes que nada y más que otra cosa, quería vivir... y vivía. Quizá presentía que no dis-frutaría durante mucho tiempo del «truco» de la vi-da: murió a los cuarenta y dos años.
Le conté a mi padre con todo detalle la visita a la casa de los Zasequin. Me escuchaba medio aten-to, medio distraído, sentado en un banco y dibujan-do algo con la punta de una vara. Se reía de vez en cuando, me miraba de una manera inocente y socarrona, y me incitaba con preguntitas y objeciones. Al principio no me atreví a pronunciar el nombre de Zenaida, pero no me pude contener y empecé luego a cantar sus alabanzas. Mi padre de vez en cuando se reía. Luego se quedó pensativo, se ende-rezó y se levantó.
Me acordé de que al salir de casa había mandado que le ensillaran un caballo. Era un buen jinete y sabía domar, mucho antes que el señor Reri, a los caballos díscolos.
-¿Voy contigo, padre?- le pregunté.
-No- contestó, y en su rostro adoptó la expresión indiferente y atenta de siempre-. Vete solo si quieres, y dile al caballerizo que esta vez no salgo.
Me dio la espalda y rápidamente se marchó. Le seguí con la vista, hasta que desapareció detrás de la puerta. Vi cómo su sombrero se movía por encima de la valla: entró en casa de los Zasequin.
No estuvo allí más de una hora, pero inmediatamente después se marchó a la ciudad y no volvió a casa hasta la tarde.
Después de la comida fui yo mismo a ver a los Zasequin. En la sala encontré a la vieja princesa so-la. Al verme, se rascó la cabeza por debajo de la cofia con el extremo de la aguja de hacer punto y, sin más, me preguntó si podría pasarle a limpio una instancia.
-Con mucho gusto- contesté y me senté en el borde de una silla.
-Sólo que cuide de poner las letras lo más grandes posible- dijo la princesa, tendiéndome una hoja llena de garabatos-. ¿Podría hacerlo hoy?
-Hoy lo hago.
La puerta de la habitación contigua se entrea-brió un poco y pude ver en el hueco de la puerta el rostro de Zenaida, pálido, pensativo, con el pelo descuidadamente echado hacia atrás. Me miró con sus ojos grandes y fríos y cerró con cuidado la puerta.
-¡ Zenaida, Zenaida!- dijo la vieja.
Zenaida