Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev


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definen. Todo su ser está en estas dos palabras.

      Zenaida rió nerviosamente.

      -Sus cartas han llegado tarde, querido doctor.

      Observa usted mal, está equivocado. Es en los caprichos en lo que menos pienso ahora. Distraerme con usted, distraerme conmigo misma... ¡vaya una suerte! Y en cuanto a la independencia... monsieur Voldemar, no ponga esa cara tan triste. No aguanto que nadie se compadezca de mí- dijo y se marchó.

      -Muy viciado, muy viciado está aquí el aire para usted- me dijo otra vez Lushin.

      Capítulo XI

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      Por la tarde, en la casa de los Zasequin se reunieron los invitados de costumbre.

      La conversación giró alrededor del poema de Maidanov. Zenaida lo elogió sinceramente.

      -Pero, ¿sabe qué le digo?- le explicó a Maidanov-. Si yo fuese poeta escogería otros poemas. Puede ser que sean tonterías, pero a veces me vie-nen a la cabeza pensamientos extraños, sobre todo antes de que amanezca, cuando el cielo empieza a ponerse rosa y gris. Por ejemplo... Pero, ¿no se reirá de mí?

      -¡No!, ¡no!- gritamos a una voz.

      -Yo me imaginaria- dijo, cruzando las manos y mirando hacia un lado- un grupo de chicas jóvenes, de noche, en una gran barca, en un río tranquilo. La luna brillando y ellas vestidas de blanco y cantando un himno.

      -Comprendo, comprendo, siga- dijo Maidanov con aplomo y como soñando.

      -De repente, en la orilla se oye un alboroto: voces, risas, antorchas, panderos. Es una multitud de bacantes, que corre cantando y gritando. Ahora ya es de su incumbencia pintar el cuadro señor poeta...Sólo que yo quisiera que las antorchas fueran rojas, que echen mucho humo, y que los ojos de las bacantes brillen bajo las coronas de flores. Las coronas tienen que ser oscuras. No se olvide de las pieles de tigre y de las copas, y del oro, mucho oro.

      -¿Dónde tiene que estar el oro?– preguntó Maidanov, echando hacia atrás su cabello terso y abriendo las ventanas de su nariz.

      -¿Dónde? En los hombros, en las manos, en los pies, en todas partes. Dicen que en la antigüedad las mujeres llevaban anillos de oro en los tobillos. Las muchachas de la bacanal llaman a quienes están en la barca. Han dejado de cantar su himno y no pue-den seguir, pero no se mueven. El río las acerca a la orilla. De repente, una de ellas se levanta despacio... (Esto hay que contarlo bien: cómo se levanta despacio a la luz de la luna, cómo se asustan sus arru- gas...) Salta a la orilla y las bacanales la rodean y se la llevan impetuosamente, desapareciendo en la penumbra de la noche... Imagínese ahora el humo y cómo ya no puede distinguir nada. Sólo queda su corona en la orilla...

      Zenaida calló. («¡Oh, está enamorada!» pensé otra vez.)

      -¿Y nada más?- preguntó Maidanov.

      -Nada más- contestó.

      -Eso no puede ser un argumento para un poema- dijo él con aplomo-. Pero aprovecharé su idea para un verso lírico.

      -¿En estilo romántico?- preguntó Malevskiy.

      -Claro a la manera romántica, a imitación del poeta George Byron.

      -Creo que Hugo es mejor que Byron- dijo el conde son suficiencia-. Es más interesante.

      -Hugo es un escritor de primer orden- replicó Maidanov-. Mi amigo Toncosheyev en su novela española El Trovador...

      -¡Ah!, ¿es ése el libro con los signos de interro-gación al revés?- preguntó Zenaida.

      -Sí, así acostumbran a ponerlos los españoles.

      Quiero decir que Toncosheyev...

      -Bueno, otra vez van a discutir ustedes sobre el clasicismo y el romanticismo- le interrumpió por segunda vez Zenaida-. Mejor vamos a jugar.

      -¿A las prendas?- intervino Lushin.

      -No, a las prendas es muy aburrido. Vamos a jugar a las comparaciones.

      (Este juego lo inventó Zenaida. Se menciona cualquier objeto y cada uno procura compararlo con algo, siendo premiado el que encuentre la mejor comparación.)

      Se acercó a la ventana. El sol acababa de ponerse. En el cielo, a gran altura, se veían nubes rojas y alargadas.

      -¿A qué se parecen estas nubes?- preguntó Zenaida. A continuación, sin esperar nuestra contesta-ción, prosiguió-: Encuentro que se parecen a las velas purpúreas del barco de oro de Cleopatra, cuando iba al encuentro de Marco Antonio. ¿Se acuerda, Maidanov, de que me lo ha contado hace unos días?

      Todos nosotros, como Polonio en Hamlet, di-jimos que las nubes recordaban precisamente estas velas y que nadie podría encontrar una comparación mejor.

      -¿Cuántos años tenía entonces Marco Antonio?-

      preguntó Zenaida.

      -Debería ser joven- dijo Malevskiy.

      -Sí, joven- afirmó Maidanov muy seguro.

      -Perdón- dijo Lushin-, pero ya había pasado de los cuarenta.

      -Los cuarenta- repitió Zenaida, mirándole furtivamente.

      Me marché pronto a casa. «Está enamorada, pe-ro ¿de quién?», decían involuntariamente mis labios.

      Capítulo XII

      Índice

      Pasaban los días. Zenaida se volvía cada vez más extraña, más incomprensible. Una vez entré a verla y la encontré sentada en una silla de paja con la cabeza apoyada en el borde afilado de la mesa. Se levantó... Toda su cara estaba bañada en lágrimas.

      -¡Ah, es usted!- dijo con una sonrisa cruel-. Venga aquí.

      Me acerqué. Me puso la mano en la cabeza y cogiéndome de repente del pelo empezó a tirar de él.

      -Me hace daño- dije al fin.

      -¡Ah, le hace daño! ¿Y es que a mí no me hace daño? ¿No me hace daño?- repitió.

      -¡Ay!- exclamó de repente, al ver que me había arrancado un pequeño mechón de pelo- ¿Qué es lo que he hecho? ¡Pobre monsieur Voldemar!

      Estiró con cuidado los pelos que me había arrancado, se los enrolló en el dedo e hizo un anillo con ellos.

      -Los voy a meter en mi medallón y los llevaré conmigo- dijo, mientras las lágrimas brillaban todavía en sus ojos-. Esto probablemente le consolará un poco... Y ahora, adiós.

      Volví a casa, donde me esperaba un contratiempo desagradable. Mi madre tenía una disputa con mi padre. Le reprochaba algo. Él, según su costumbre, callaba fría y cortésmente y enseguida se marchó.

      No pude oír lo que dijo mi madre, ni estaba pa-ra eso, pero sólo recuerdo que, después de haber hablado con mi padre, me mandó llamar a su cuarto y muy disgustada habló de mis frecuentes visitas a la casa de la princesa, que, según sus palabras, era une femme capable de tout, me acerqué para besarle la mano (hacía esto siempre que quería acabar la conversación) y me fui a mi habitación.

      Las lágrimas de Zenaida me habían dejado desconcertado. No sabía qué explicación darle al suce- so. Me encontraba a punto de comenzar a llorar, pues a pesar de mis dieciséis años era un niño.

      Ya no pensaba en Malevskiy, aunque Belovsorov cada día se hacía más amenazante y miraba al mañoso conde como un lobo puede acechar a un cordero. Me perdía en mis pensamientos y buscaba lugares apartados. Sentía predilección por las ruinas del invernadero. Me subía al alto muro, me sentaba y permanecía sentado tan desconsolado, tan solo y tan triste en