una reina no podría mostrar con más dignidad el camino de la calle a un descomedido.
El juego de las prendas no duró mucho después de este pequeño incidente. Todos se sentían un po-co incómodos, no tanto por lo ocurrido, cuanto por un sentimiento no del todo determinado, pero que abrumaba a los presentes. Nadie hablaba de ello, pero todos lo advertían dentro de sí mismos y en el pensamiento del vecino. Maidanov nos recitó sus versos. Malevskiy, con afectado entusiasmo, los elogió. «Ahora quiere hacerse el bueno», me dijo Lushin al oído. Poco después nos fuimos. De pronto, Zenaida se puso meditativa. La vieja princesa mandó que nos dijesen que le dolía la cabeza.
Nirmatskiy empezó a quejarse de su reumatismo.
Muy pronto nos fuimos.
Durante mucho tiempo no pude cerrar los ojos ni conciliar el sueño. La historia de Zenaida excitó fuertemente mi imaginación. «¿No habrá en ella una alusión?- me preguntaba-. ¿A quién aludiría? ¿A qué? Y si verdaderamente aludía a alguien, ¿cómo pudo tener el valor de...? No, no, no puede ser»- me decía a mí mismo, cambiando de postura y con las mejillas ardiendo... Pero evocaba la expresión del rostro de Zenaida cuando contaba su historia... Recordaba la exclamación que se le escapó a Lushin en el parque Nescuchnoye y los súbitos cambios de actitud hacía mí, y me perdía en conjeturas. «¿Quién es?- Parecía que estas dos palabras las tenía ante mis ojos, escritas en la oscuridad, y que sobre mí colga-ban como una nube baja y de mal agüero. Sentía su peso y esperaba que de un momento a otro iba a estallar la tormenta. A muchas cosas me había acostumbrado durante la última temporada, muchas cosas había visto en casa de los Zasequin: desorden, restos de velas, cuchillos y tenedores rotos, el tétrico aspecto de Bonifacio, los trajes gastados de las criadas, los ademanes de la vieja princesa... Esa vida extraña ya no me sorprendía... Pero no me podía acostumbrar a lo que intuía oscuramente en Zenaida. «Aventurera» la llamó mi madre al referirse a ella en una ocasión. Mi ídolo, mi deidad, ¡una aventure-ra! Este nombre me quemaba. Quería alejarme de él, escondiéndome bajo la almohada. Me enfurecía...
y al mismo tiempo ¡qué no daría por ser el hombre feliz de la fuente!
La sangre me empezó a arder. «El jardín... la fuente...- Pensé-. Me voy al jardín» Me vestí deprisa y salí fuera. La noche era oscura, los árboles apenas susurraban. Un frío ligero bajaba del cielo, y de la huerta venía un olor a hinojo. Me paseé por todos los caminos. El sonido leve de mis pasos me atemo-rizaba y me daba fuerzas al mismo tiempo. Me detenía, esperaba y oía cómo latía mi corazón con latidos rápidos y fuertes. Al fin me acerqué a la valla y me apoyé en ella. De repente, a varios pasos de mí apareció y desapareció rápidamente la figura de una mujer... ¿Fue una ilusión?... Fijé mi vista en la oscuridad, corté la respiración... ¿Qué es esto? ¿Son pasos que oigo, o son los latidos de mi corazón?
«¿Quién está ahí?»- dije yo con voz apenas perceptible. Y esto ¿qué es? ¿Una risa reprimida?... ¿el murmullo de las hojas?... ¿o el suspiro casi al lado de mi oído? El miedo empezó a apoderarse de mí...
«¿Quién está ahí?»- repetí con una voz aún más baja.
El aire vibró por un instante. Un punto encen-dido trazó una línea de luz: era una estrella que caía.
«¿Zenaida?», quise preguntar, pero la palabra murió en mis labios. Y de repente un profundo silencio se hizo a mi alrededor, tal y como sucede a medianoche... Hasta los grillos cesaron de cantar en los árboles. Sólo se oyó el ruido de una ventana entornada. Estuve quieto durante un rato y luego volví a mi habitación, a mi cama ya fría. Sentía una extraña emoción: como si hubiese ido a una cita y hubiera quedado solo viendo pasar la dicha de otro.
Capítulo XVII
Al día siguiente pude ver a Zenaida sólo durante unos instantes. Se fue a no sé dónde con la vieja princesa. Pero vi a Lushin, que por cierto apenas se dignó saludarme, y también a Malevskiy. El joven conde movió los labios en una sonrisa y empezó a hablar conmigo amistosamente. De los visitantes de Zenaida era el único que había podido introducirse en nuestra casa y conquistar la confianza de mi madre. Mi padre no lo soportaba y le hablaba con una cortesía insultante.
-¡Ah!, Monsieur le page empezó Malevskiy-. Encantado de verle. ¿Qué hace su bella reina?
Su rostro de color lozano y de bellas facciones me era tan antipático y me miraba con un aire tan despectivo, que no le contesté.
-¿Todavía está usted enfadado?- prosiguió-. No tiene usted razón. No he sido yo el que os ha nom-brado paje, y son las reinas las que tienen pajes por lo general. Pero permítame que le diga que cumple mal con su obligación.
-¿Por qué?
-Los pajes no tienen que dejar a sus señoras ni a sol ni a sombra. Los pajes tienen que saber todo lo que hacen. Hasta tienen que observarlas- dijo él, bajando la voz- de día y de noche.
-¿Qué quiere usted decir?
-¿Qué quiero decir? Pues creo que hablo claro.
De día y de noche. De día todavía puede pasar. De día hay luz y pasa mucha gente. Pero de noche es cuando nos acecha el peligro. Le aconsejo no dormir por las noches y observar, observar sin descan-so. Acuérdese: en el parque, de noche, al lado de la fuente..., ahí es donde hay que estar al acecho. Me dará las gracias.
Malevskiy rió y se volvió de espaldas. Al principio no di mucha importancia a lo que me dijo. Te-nía la reputación de un buen mistificador y era conocido por su habilidad en hacer juegos de misti-ficación en los bailes de máscaras, a lo que ayudaba mucho esa falsedad, casi inconsciente, que impreg- naba todo su ser... Quiso burlarse un poco de mí, pero cada palabra suya se infiltraba como veneno en todos mis poros. La sangre se me subió a la cabeza.
«¡Ah, de modo que esas tenemos!- me dije a mí mismo-. Maravilloso, Esto quiere decir que no en balde sentía la necesidad de ir al jardín. ¡No lo permitiré!- dije, dándome un golpe en el pecho con el puño, aunque a decir verdad no sabía qué era lo que no iba a permitir- Ya sea Malevskiy el que venga de visita (puede haberse ido de la lengua, pues es lo suficientemente descarado) o cualquier otra persona (la valla de nuestro jardín es baja y no hay dificultad en saltarla), se acordará muy bien de mí el que lo haga. No le aconsejo a nadie verse conmigo cara a cara... Demostraré a todo el mundo y a ella la traidora (al fin la llamé traidora) que sé tomarme la venganza por mi mano.»
Me fui a mi habitación, saqué del cajón de mi escritorio una pequeña navaja de fabricación inglesa, que acababa de comprar, y frunciendo el ceño me la metí en el bolsillo con cara de fría y concentrada decisión, como si no se tratase de nada nuevo ni extraño para mí.
Un impulso malicioso me levantó el corazón y me lo petrificó en el pecho. Hasta que cayó la tarde no desapareció el fruncimiento de ceño, ni tampoco despegué los labios. Iba de una lado para otro, con la navaja oculta en el bolsillo, apretándola en la ma-no y preparándome de antemano para algo terrible.
Estos desconocidos sentimientos llamaron tanto mi atención, que puede decirse que casi no pensaba en Zenaida. Me venía a la imaginación Aleco, el joven gitano. «¿A dónde vas, bello joven? Yace ... » y luego: «Estás cubierto de sangre... ¿Qué has hecho?...
Nada...» ¡Con qué cruel sonrisa repetía este «nada»!
Mi padre no estaba en casa, pero mi madre, que desde hacía algún tiempo estaba en un estado per-manente de sorda irritabilidad, que no la dejaba casi ni un momento, se fijó en mi semblante fatal y me dijo a la hora de la cena:
-¿Por qué refunfuñas como un ratón ante un montón de grano?
Yo me limité a sonreír condescendientemente y pensé: «¡Si lo supieran!» Dieron las once. Me marché a mi habitación, pero no me desvestí. Esperaba la llegada de la medianoche. Por fin dieron las doce.
«¡Ya es hora!»,