Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev


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      Me vería en una situación muy difícil si me pi-dieran que contase lo que me sucedió la semana que siguió a mi expedición frustrada. Fue una temporada extraña, llena de nerviosismo, un verdadero caos en el que sentimientos opuestos, pensamientos, sospechas, esperanzas, alegrías y sufrimientos se arremolinaban en un torbellino. Me daba miedo verme por dentro, si es que un niño de dieciséis años puede mirar en su interior. Me daba miedo tomar conciencia de cualquier cosa. Simplemente procuraba vivir el día desde la mañana hasta la tarde. Pero de noche dormía, ya que la irresponsabili-dad infantil me ayudaba a ello. No quería saber si yo era amado, y no quería confesarme a mí mismo que no me querían. Trataba de no ver a mi padre, pero a Zenaida no podía dejar de verla... En su presencia sentía como si un fuego me quemase. Pero, ¿para qué necesitaba saber qué fuego era ese que me hacía arder y derretirme, si era tan dulce arder y derretir-se? Me dejaba llevar por todas las emociones y me engañaba a mí mismo. No permitía que los recuerdos me invadiesen y cerraba los ojos a lo que presentía habría de suceder en el futuro... Esta languidez no podía durar mucho... Un suceso ines-perado hizo que todo cesase y que las cosas toma-sen otro rumbo.

      Cuando un día volví para comer después de un paseo bastante largo, me enteré con asombro de que comería solo, que mi padre se había marchado y que mi madre estaba indispuesta. No quería comer y se había encerrado en su dormitorio. Por la cara de la servidumbre intuí que algo extraordinario ha-bía sucedido. No me atrevía a preguntar, pero tenía un amigo, el joven cocinero Felipe- muy aficionado a los versos y que tocaba muy bien la guitarra-, a quien me dirigí. Por él supe que se había producido una disputa terrible entre mis padres (en la habitación de la servidumbre femenina se oía todo, hasta la última palabra; gran parte de la conversación fue en francés, pero Masha, la doncella de mi madre, había vivido cinco años con una modista en París y lo comprendía todo); que mi madre había acusado a mi padre de infidelidad, de relacionarse con la señorita vecina, y que mi padre intentó primero justifi-carse y luego no se pudo contener y a su vez pronunció no sé qué palabras muy crueles (parece que sobre su edad), por lo que mi madre se puso a llorar. Supe que mi madre habló de una letra de cambio extendida a favor de la vieja princesa, según decía, y que habló muy mal de ella y también de la joven señorita, y que entonces mi padre hasta la amenazó.

      -Y toda esta situación- seguía Felipe- ha sido ocasionada por una carta anónima. No se sabe quién la ha escrito. Si no es así, ¿cómo hubiesen podido salir a la luz del sol cosas como éstas, si no hay razón para ello?

      - Pero, ¿es que ha habido algo?- dije con dificultad, sintiendo que las manos y los pies se me he-laban y que algo en mi pecho empezaba a temblar.

      Felipe hizo un guiño significativo.

      Sí. Eso no hay manera de ocultarlo. ¡Cuidado que ha sido su padre cauteloso esta vez, pero siempre hay que encargar un coche o lo que sea...! No se puede prescindir en estos casos de la gente.

      Dije a Felipe que se marchara y me tiré en la cama. No prorrumpí en sollozos, no me dejé llevar por la desesperación, no me pregunté cómo y cuán-do pudo ocurrir eso, no me sorprendí, como lo hubiese hecho antes, de no haber sido capaz de adivinarlo hace tiempo... Ni siquiera murmuré de mi padre. Lo que supe era superior a mis fuerzas. Esta súbita revelación me aplastó... Todo había terminado. Todas mis flores habían sido arrancadas de un tirón y yacían a mi alrededor, tiradas por el suelo y pisoteadas.

      Capítulo XX

      Índice

      Al día siguiente mi madre anunció que volvía a la ciudad. Por la mañana mi padre entró en su dormitorio y estuvo mucho tiempo encerrado con ella. Nadie pudo oír lo que le dijo, pero después de la entrevista mi madre ya no seguía llorando. Se tranquilizó y pidió que le trajesen de comer, pero no apareció en la sala y no revocó la orden. Me acuerdo de que estuve vagando toda la tarde, pero no entré en el jardín y no miré ni una sola vez hacia el ala de los Zasequin. Por la tarde fui testigo de un aconte-cimiento extraordinario. Mi padre llevó a Malevskiy, cogiéndolo del brazo, hasta la puerta de salida, atravesando la sala. En presencia del lacayo le dijo fríamente:

      -Hace unos días que a su alteza, en una casa, le enseñaron la puerta de salida. Ahora no voy a entrar en explicaciones con usted, pero tengo el honor de comunicarle que, si me honra con su visita otra vez, lo tiraré por la ventana. No me gusta su letra. El conde se inclinó, hizo crujir los dientes, y agaza-pado desapareció.

      Empezaron los preparativos del viaje a Moscú, a Arbat, donde teníamos la casa. Mi padre, por lo visto, tampoco quería permanecer más tiempo en la dacha. Pero, al parecer, supo convencer a mi madre para que no armase un escándalo. Todo se hacía con sigilo, sin prisas incluso mi madre envió a un criado para que saludase a la princesa y le comuni-case que por su estado de salud no podía verla antes de marchar. Yo vagaba como un enajenado y sólo quería una cosa: que terminase todo cuanto antes. Una cosa no lograba comprender. ¿Cómo ella, una chica joven, buena y princesa después de todo, ha-bía podido decidirse a eso, sabiendo que mi padre no era un hombre libre, y pudiendo casarse, si hubiese querido, con Belovsorov? ¿Qué era lo que ella esperaba? ¿Cómo no temió sacrificar su futuro? Sí, pensaba, eso sí que es amor, eso sí que es pasión, eso sí que es fidelidad. Y recordaba las palabras de Lushin: «¡Qué dulce es sacrificarse! ¡Dulce... para otros!» Una vez pude ver en la ventana del ala de la casa una mancha pálida. «¿Será posible que eso sea el rostro de Zenaida?», pensé... Efectivamente, era su rostro... No pude resistir más. No podía dejarla sin decirle el último adiós. Busqué una oportunidad y me fui a verla.

      En la sala me recibió la vieja princesa con su saludo de siempre, indiferente y descortés.

      -¿Por qué se marchan tan, precipitadamente?-dijo metiéndose rape en ambos agujeros de la nariz.

      La miré y me tranquilicé. La palabra «letra de cambio» que dijo Felipe me martirizaba. No sospe-chaba nada, por lo menos así me parecía. Zenaida apareció por la habitación de al lado, vestida de negro, pálida, con el cabello suelto. Me cogió de la mano y me invitó a seguirla.

      -Oí su voz- empezó- y salí inmediatamente.

      ¿Tan fácil era para usted abandonarnos niño malo?

      -Vine a despedirme de usted, princesa- contesté-. Probablemente, para siempre. Ya habrá oído que nos vamos.

      Zenaida me miró fijamente.

      -Sí, lo sé. Gracias por haber venido. Pensaba que ya no lo vería jamás. No me guarde rencor. A veces lo he hecho sufrir, pero no soy como usted se imagina.

      Se dio la vuelta y se apoyó en la ventana.

      -De verdad que no soy así. Sé que no tiene buen concepto de mí.

      -¿Yo?

      -Sí, sí, usted.

      -¿Yo?- repetí tristemente y mi corazón empezó a vibrar otra vez bajo la acción de su encanto irresistible e inexpresable-¿Yo? Créame, Zenaida Alexandrovna, que haga usted lo que haga, me martirice como me martirice, la querré y la adoraré hasta el fin de mis días.

      Ella se volvió hacia mí rápidamente y, extendiendo las manos, abrazó mi cabeza y me dio un beso fuerte y apasionado. Sólo Dios sabe a quién buscaba ese beso largo de despedida, pero participé ávido de su dulzura, porque sabía que no se volvería a repetir: «¡Adiós, adiós!», repetía.

      Me apartó y salió de la habitación. También yo me fui. No soy capaz de expresar el sentimiento con que me marché. No quisiera que se repitiese, pero me consideraría infeliz, si no lo hubiese experimen-tado nunca.

      Nos fuimos a vivir a la ciudad. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que pude olvidarme del pasado y ponerme a trabajar. Lentamente mi herida se iba curando. Pero contra mi padre no tenía ningún resentimiento. Al contrario, había crecido mi estima-ción hacia él. Que los psicólogos expliquen esta contradicción como mejor puedan. Una vez iba por uno de los bulevares y topé, para gran satisfacción mía,