Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev


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poder contener balbuceé:

      -¿Qué le pasa?

      Zenaida alargó la mano, cortó la hierba, la mordió y la tiró lejos.

      -¿Me quiere mucho?- me preguntó al fin-. ¿De verdad?

      No dije nada: ¿para qué tenía que decirlo?

      -Sí- dijo sin dejar de mirarme-. Así es. Sus ojos lo demuestran- añadió y, quedando pensativa, se tapó la cara con las manos-. Todo me produce náu-sea- dijo en voz baja-. Me iría al fin del mundo, ya no aguanto más, ya no puedo con esto... ¿Y qué me espera después...? ¡Qué martirio, Dios mío, qué martirio!

      -¿Por qué?- pregunté tímidamente.

      Zenaida no me contestó, sólo encogió los hombros. Yo seguía de rodillas mirándola, invadido de tristeza. Cada palabra suya se me clavaba en el corazón. En ese instante hubiese dado con gusto mi vi-da para que no sufriera. Seguía mirándola, aunque sin comprender por qué sufría tanto, cuando se levantó de repente, en un arrebato de tristeza, y se fue del jardín y se dejó caer al suelo como si la hubiesen segado. Todo era luz y verdor alrededor. El viento murmuraba en el follaje, moviendo de vez en cuando una rama larga de frambueso sobre la cabeza de Zenaida. En algún sitio se arrullaban las palomas, mientras las abejas zumbaban volando bajo sobre la hierba. Encima dulcemente se extendía el cielo azul.

      Y yo estaba tan triste...

      -Recíteme algunos versos- me dijo Zenaida a media voz, apoyándose sobre el codo-. Me gusta usted cuando recita, porque parece que canta. Usted es joven. Recíteme En los montes de Georgia. Pero siéntese antes.

      Me senté y recité En los montes de Georgia.

      Porque no puede dejar de amar- repitió Zenaida-. Por eso la poesía es buena. Porque nos habla de lo que no hay y de que no sólo es mejor que lo que hay, sino que es más verdadero... Porque no puede dejar de amar... Quisiera, ¡pero no puede!

      Quisiera, ¡pero no puede!

      Se calló y de repente volvió y se levantó.

      -Vámonos. Maidonov está ahora con mamá. Me ha traído su poema y lo he dejado solo. También él está disgustado ahora... ¡Qué se le va a hacer! Alguna vez lo sabrá..., pero no quiero que se enfade conmigo.

      Zenaida me estrechó rápidamente la mano y se marchó corriendo a casa. Yo la seguí. Maidanov nos empezó a leer su Asesino recién publicado, pero yo no lo escuchaba. Salmodiaba con voz alta sus yam-bos, las rimas se sucedían y sonaban como cascabe-les, vacías y resonantes, pero yo seguía mirando a Zenaida y trataba de comprender el sentido de sus últimas palabras.

       ¿O un rival oculto

       Te ha sojuzgado con alevosía?

      

      dijo con resonancia nasal Maidanov. Mis ojos y los de Zenaida se encontraron. Ella los bajó y se sonrojó levemente. Advertí que se sonrojaba y me quedé helado del susto. Ya antes tenía celos de ella, pero ahora por primera vez la idea de que estuviese enamorada pasó como un relámpago por mi cabeza.

      «¡ Dios mío, está enamorada!»

      Capítulo X

      Índice

      Mi verdadero suplicio empezó entonces. Me cansaba de pensar en ella, de darle vueltas y, continuamente, en la medida de lo posible, espiaba sin cesar a Zenaida. Había cambiado y eso era obvio. Se iba sola a pasear y estaba paseando durante mucho tiempo. A veces no salía a ver a sus invitados. Se pasaba horas y horas en su habitación. Antes jamás lo hacía. De pronto, me hice muy perspicaz.

      -¿No será éste el elegido? ¿O el otro?- me preguntaba, mientras mi imaginación volaba de un admirador a otro. El conde Malevskiy (aunque me avergonzaba, por causa de Zenaida, confesar esto ante mí mismo) me parecía más peligroso que otros.

      Mi capacidad de observación no iba más allá de la punta de la nariz. Al parecer, mi actitud reservada no pudo engañar a nadie. Por lo menos el doctor Lushin muy pronto me comprendió. Pero él también había cambiado en los últimos días. Había pa-lidecido y se reía tan a menudo como antes, pero con una risa más baja, mordaz y corta. Su suave ironía anterior y su aparente cinismo habían dado paso a una irritabilidad incontrolada.

      -¿Por qué se pasa aquí las horas muertas, joven?- me dijo un día cuando nos quedamos solos en la sala de los Zasequin. (La joven princesa no había vuelto todavía y la voz estridente de su madre se oía desde el ático de la casa. Estaba regañando a la criada.)-. Usted tiene que estudiar y trabajar mientras es joven. Pero, ¿qué está haciendo?

      -¿Cómo puede usted saber si trabajo o no en ca-sa?- le contesté con cierta soberbia, pero también con confusión.

      -¿De qué trabajo puede usted hablar? No es eso lo que tiene en la cabeza. Bueno, no discuto... a su edad es normal. Pero lo que pasa es que su elección ha sido poco afortunada. ¿Es que no ve qué casa es ésta?

      -No le comprendo- dije.

      -¿Que no comprende? Peor para usted. Me veo en el deber de reprenderle. Nuestra raza, la de los viejos solterones, puede pasarse por aquí. Porque, ¿qué nos puede pasar? Somos gente curtida, no se nos atraviesa nada. En cambio, usted tiene todavía la piel muy fina. El aire de aquí resulta viciado para usted, puede contraer una enfermedad.

      -¿Qué quiere decir?

      -Pues eso. ¿Es que está usted sano ahora?

      ¿Es que es usted normal? ¿Es que lo que siente es provechoso y bueno para usted?

      -Pero ¿qué siento?- respondí, aunque comprendí que el doctor tenía razón.

      -Joven, joven- siguió el doctor con un severo tono de voz, como si en estas dos palabras hubiera algo muy humillante para mí- no está usted todavía para poder engañar. Porque lo que lleva dentro lo dice la cara. Pero,¿para qué hablar? Tampoco yo vendría, si no (el doctor apretó los dientes)... si no fuese un loco como usted. Lo único que me sor-prende es cómo usted, con la inteligencia que tiene, no ve lo que está pasando a su alrededor.

      -¿Qué es lo que pasa?- pregunté y me replegué a la espera de sus palabras.

      El doctor me miró con un aire de ironía compa-siva.

      -¡ Estoy bueno yo también!- dijo como si hablase para sí-. ¡Pues sí que hay necesidad de decírselo a él!

      En una palabra-añadió, levantando la voz-, el aire que se respira aquí no te conviene. Le gusta estar aquí, bueno ¿y qué? En un invernadero también se está muy bien, pero no se puede vivir allí. Oiga, há-

      game caso, empiece otra vez a estudiar el manual de Kaidanov.

      Entró la princesa madre y empezó a quejarse al doctor de un dolor de muelas. Luego llegó Zenaida.

      -Fíjese usted, doctor- dijo la princesa-, regáñela.

      Todo el día está bebiendo agua con hielo. ¿Es que es bueno esto para el pecho tan débil que tiene?

      -¿Por qué hace eso?- preguntó Lushin.

      -¿Y qué puede pasar?

      -Que puede constiparse y morirse.

      -¿De veras? Bueno, pues que así sea.

      -¡Vaya...!- murmuró el doctor. La vieja princesa se marchó.

      -¡Vaya...!- repitió Zenaida-. ¿Es que el vivir es tan divertido? Mire alrededor. ¿Qué me puede decir? ¿Es bueno todo lo que ve? ¿O es que usted cree que yo no lo comprendo, que no lo siento? Me gusta beber agua con hielo y usted quiere conven-cerme seriamente de que una vida así vale tanto como para no arriesgarla por un instante de placer...

      no