Atilio René Dupertuis

Jesucristo, divino y humano


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Salvador, siempre en ese orden.

      Atilio René Dupertuis

      Mayo de 2015

      1 Los textos bíblicos utilizados en esta obra han sido extraídos de La Biblia, versión Reina-Valera Contemporánea, excepto donde se indique otra versión.

      Leíamos hace tiempo la historia de un inspector que trabajaba en una planta nuclear, a quien se le había encargado una tarea muy especial. Debía vigilar la puerta de salida de la planta para que ninguno de los empleados se llevara algo, especialmente algo que pudiera contener elementos radiactivos. Tenía un detector manual de metales, y fielmente revisaba a cada empleado cuando salía.

      Una tarde notó que uno de los empleados se acercaba empujando una carretilla llena de aserrín. Sospechó que podría estar ocultando algo debajo del aserrín. Lo detuvo, lo revisó cuidadosamente y, al no encontrar nada fuera de lugar, le permitió seguir su camino. Curiosamente, al día siguiente y aproximadamente a la misma hora, el mismo empleado se aproximaba otra vez a la puerta de salida llevando una carretilla llena de aserrín. La revisó otra vez con todo cuidado y, al notar nuevamente que todo estaba en orden, lo dejó salir. Lo mismo sucedió por varios días, hasta que finalmente, movido más por la curiosidad que por sospecha, comenzó a interrogar al empleado que salía con la carretilla. Eso lo llevó a una investigación más detallada, y finalmente el empleado confesó: ¡Había estado robando carretillas! El inspector estaba tan preocupado por examinar el aserrín, para ver si había algo escondido allí, que lo más grande pasaba sin que él se diera cuenta.

      Esta historia contiene una amonestación para nosotros, como estudiantes de la Biblia. Muchas veces nos preocupamos más por los detalles, por cosas pequeñas, tal vez secundarias, y perdemos de vista lo central, el cuadro mayor. No quiere decir que no haya cosas pequeñas que no sean importantes. En realidad, la Biblia nos amonesta a tener cuidado con “las zorras pequeñas”, porque ellas pueden ser las que destruyan la viña (Cant. 2:15), pero eso no implica que debamos poner toda nuestra atención en las zorras pequeñas. Debemos concentrarnos en lo esencial, en lo más importante. Lo primero debe ponerse primero y a aquello central debe dársele la importancia que le corresponde. El tema central de la Escritura es el Señor Jesús y su misión redentora. Por lo tanto, la doctrina de Cristo es el tema principal al cual deberíamos darle la importancia primordial.

      La doctrina de Cristo, o cristología, incluye el estudio de la persona de Cristo y de su misión: quién era y qué hizo. A veces suele usarse la palabra cristología exclusivamente para el estudio de la persona de Cristo; y soteriología –la doctrina de la salvación–, para referirse a su obra. Pero una distinción tal es hasta cierto punto artificial y académica. La persona de Cristo y su obra están estrechamente relacionadas. En realidad, son como las dos caras de una misma moneda y no pueden separarse; no puede estudiarse una sin que de alguna manera afecte a la otra. La obra de Cristo está inseparablemente unida a su persona. Lo que él hizo fue en virtud de quién era él.

      A manera de ilustración, citaremos un par de pasajes de la Escritura. En primer lugar, Mateo escribió, al anunciar el nacimiento de Jesús: “María tendrá un hijo, a quien pondrás por nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). Este texto hace referencia a Jesús y al mismo tiempo a su misión; Jesús, el hijo que nacería de María, tendría como misión única salvar a los seres humanos. En el Evangelio de Lucas encontramos otra vez esta verdad afirmada de la siguiente manera: “El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10). Quién es el Hijo del Hombre y cuál es su obra es el tema de la Escritura.

      Podríamos muy bien decir que, en primer lugar, el propósito central de la Escritura es en realidad presentar a Cristo. En cierta oportunidad el Señor Jesús, al hablar con los judíos, les dijo: “Ustedes escudriñan las Escrituras, porque les parece que en ellas tienen la vida eterna; ¡y son ellas las que dan testimonio de mí!” (Juan 5:39). El propósito de la Escritura, según el Señor Jesús, es dar testimonio de él. En segundo lugar, su propósito es soteriológico. Pablo escribió a Timoteo: “Desde la niñez has conocido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación” (2 Tim. 3:15). Las Escrituras dan testimonio de Cristo para que el hombre pueda encontrar en él la salvación: “No se ha dado a la humanidad ningún otro nombre bajo el cielo mediante el cual podamos alcanzar la salvación” (Hech. 4:12).

      En realidad, cuando nos remontamos a las primeras páginas de la Escritura y encontramos la primera mención que se hace del evangelio, de las buenas nuevas del plan de la salvación después de la caída de nuestros primeros padres, se notan estos dos aspectos centrales de la Escritura en el mismo versículo. En ese texto conocido como el protoevangelio, se menciona que Cristo, la simiente de la mujer, sería herido en el calcañar para que el hombre, necesitado de rescate divino, pudiera ser otra vez traído al favor de Dios (Gén. 3:15).

      En la primera parte de este trabajo trataremos de contestar la pregunta: ¿Quién era Jesús, cuál era su naturaleza, cuáles eran sus atributos y cuál es su relación con el hombre? En la segunda parte nos interesaremos en dar respuesta a otra pregunta fundamental: ¿Cuál fue su misión? En otras palabras, cómo nos salva Cristo. Estudiaremos el significado de su vida, de sus enseñanzas, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión, ya que es en Cristo y solo en él que “tenemos seguridad” (Efe. 3:12).

      PRIMERA PARTE

LA PERSONA DE CRISTO

      Capítulo 1

      Panorama contemporáneo

      Durante los primeros cuatro siglos de la historia de la iglesia cristiana, el tema principal de discusión teológica fue en relación con la identidad de Jesús, su procedencia divina y la realidad de su humanidad. Cuando a mediados del siglo V la iglesia llegó a una conclusión y sostuvo que Jesús era verdadero Dios y verdadero hombre en una persona, las controversias cesaron y todo quedó en calma en la iglesia por más de mil años. Los reformadores, en el siglo XVI, encontraron que lo decidido en el concilio de Calcedonia a mediados del siglo V armonizaba con lo que se encontraba en la Escritura. Pero la tranquilidad teológica iba a ser sacudida en los siglos siguientes.

      Últimamente, es decir, durante los siglos XIX y XX en forma particular, ha habido un renovado interés en cristología, y otra vez hay mucha especulación en cuanto a la identidad del Hijo de Dios. Una conocida revista cristiana, Christianity Today (4 de marzo de 1996), publicó un artículo titulado: “¿Quién dicen los eruditos que soy yo?”, y así como fue hace dos mil años, las opiniones varían. Algunos eruditos ven a Jesús como un gran profeta, un genio religioso, un buen hombre, un santo, un libertador, pero muy pocos expresan la fe de Pedro en aquel día memorable: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mat. 16:16).

      El Iluminismo, del siglo XVIII, fue un período de la historia intelectual de Occidente que cambió en forma permanente la manera en la que el hombre percibe a Dios, a sí mismo y al mundo. Esta filosofía enfatiza la primacía de la naturaleza y tiene un concepto elevado de la razón, pero muy pobre de lo que es el pecado. Inherente a esta filosofía se encuentra un prejuicio contra todo lo sobrenatural. Para el filósofo Immanuel Kant, el Iluminismo quería decir simplemente que el hombre había alcanzado mayoría de edad y no necesitaba más apoyarse en las muletas de la iglesia o de la Escritura. La razón ocupó el centro del escenario, desvirtuando todo tipo de autoridad externa, desplazando a Dios y a su Palabra a un segundo plano. Si bien es cierto, el hombre fue elevado al centro del escenario, al mismo tiempo fue devaluado. Desde entonces, el hombre es visto como parte del mundo natural en vez de una creación especial de Dios.

      Kant escribió dos libros que tuvieron una influencia insospechada en la manera de entender la realidad. El primero, titulado Crítica de la razón pura, escrito en el año 1788, limita la posibilidad de conocimiento al mundo de la experiencia, lo que se puede probar. No negó la realidad metafísica, el mundo del más allá, solo que negó la posibilidad de conocerla por medio de la percepción.