Atilio René Dupertuis

Jesucristo, divino y humano


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difícil porque se trataba de explicar algo que no tiene explicación lógica, que es una paradoja, un misterio. Algunos trataban de enfatizar la humanidad de Jesús a expensas de su divinidad, y viceversa. Las discusiones cristológicas tenían –y tienen– siempre como fin la soteriología. ¿Qué implicaciones soteriológicas se derivan de las diferentes cristologías? En la medida en que de alguna manera se minimice la persona de Jesús, también se devalúa su obra y en la misma proporción aumenta el rol que el hombre juega en su salvación. Daremos algunos ejemplos de estas controversias en los comienzos de la historia de la iglesia que pueden arrojar luz sobre la comprensión de la cristología en nuestros días.

      1. Ebionitas

      Ya en el siglo I de la Era Cristiana surgieron los ebionitas, un grupo de cristianos de origen judío a quienes les resultó muy difícil desprenderse de algunas enseñanzas y tradiciones del judaísmo. Su trasfondo judío se manifestaba en dos convicciones principales: en primer lugar, se aferraban a un estricto monoteísmo. Se mantenían inamovibles en relación con la declaración bíblica de que “el Señor es uno” (Deut. 6:4). Para ellos, el aceptar la divinidad de Cristo sería caer en el politeísmo; por lo tanto, Jesús no podía ser Dios.

      Además, tenían una profunda convicción en cuanto a la eterna validez de la Ley de Moisés. La idea que Jesús era una nueva revelación, definitiva, estaría en conflicto con este ideal, por lo que les era inaceptable. Tenían un fuerte apego a la ley de Moisés, la cual tendría siempre prioridad para ellos. ¿Cómo vislumbraban entonces a Jesús? Decidieron que era humano, como cualquiera de los hombres, posiblemente hijo de José y de María. En algún momento, tal vez en el bautismo, fue adoptado por Dios y dotado con dones especiales. ¿Cómo afectó su soteriología este concepto de un Cristo devaluado, solamente humano? Mucho, naturalmente. Como humano, Jesús rindió una obediencia perfecta a Dios y, al hacerlo, nos dejó un ejemplo de cómo es posible vivir en total obediencia a la Ley de Dios. Veían la misión de Jesús como educativa y ejemplar más que redentora. El concepto de gracia no tenía cabida en este sistema. Su soteriología era un exagerado legalismo. La salvación se obtenía al duplicar la obediencia de Cristo. Tenían poca simpatía por los escritos del apóstol Pablo, mientras que la epístola de Santiago era su libro preferido. Creían que se puede llegar a ser justo y a merecer la salvación mediante la obediencia a la Ley, como lo hizo Jesús.

      2. Docetistas

      Un poco más tarde, todavía en el primer siglo, surgió otro grupo: cristianos de origen no judío, llamados docetistas. Esta palabra proviene del griego y significa “apariencia”. Estos cristianos no creían que Jesús hubiera sido realmente humano, sino que él aparecía como hombre para poder cumplir su misión entre los hombres, pero era solo divino. Debido a la cosmovisión dualista griega que sustentaban, creían que lo espiritual, el alma, existía en un plano superior, de pureza; mientras que lo material, el cuerpo, por ejemplo, era en sí negativo, malo. Ellos negaban que la humanidad de Jesús hubiera sido real. No podían aceptar que lo divino, de la esfera superior, se hubiera unido con lo terreno. Sostenían que Jesús era humano solo en apariencia. La apariencia humana de Jesús se explicaba como una teofanía, una aparición. Algunos afirmaban que, durante el bautismo, el Cristo divino, espiritual, descendió sobre Jesús de Nazaret, tomó posesión de él y partió antes de la crucifixión. Este concepto mutilado de la persona de Cristo también llevó a una soteriología defectuosa: la salvación era vista como la separación del alma del cuerpo. Se salvaba lo espiritual del hombre; afirmaban que el alma era inmortal y que sobrevivía separada del cuerpo. Se nota la presencia de esta herejía ya a fines del siglo primero. El apóstol Juan revela en sus escritos tener conocimiento de este grupo. En cambio, Juan es muy claro en su Evangelio: “La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Fue aun más específico en una de sus cartas:

      “Amados, no crean a todo espíritu, sino pongan a prueba los espíritus, para ver si son de Dios. Porque muchos falsos profetas han salido por el mundo. Pero esta es la mejor manera de reconocer el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios” (Juan 4:1-3).

      3. Monarquismo

      A comienzos del siglo III surgió una nueva manera de tratar de explicar la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estos cristianos se referían a Dios como si fuese una monarquía, enfatizando la unidad de Dios. Eran conocidos como los alogoi. Esta palabra viene de la palabra logos, que se traduce como Palabra en el prólogo del cuarto Evangelio. Alogoi quería decir que se oponían a la doctrina del logos y también rechazaban el Evangelio de Juan. De este comienzo surgieron dos tipos de monarquismo: dinámico y modalista. La palabra “dinámico” deriva de la palabra griega dunamis, que significa poder, o fuerza, por lo cual veían a Jesús como un poder que emanaba del Padre.

      La corriente modalista enfatizaba también la unidad de la Deidad sin negar la divinidad de Cristo, pero la identificaba con el Padre. En este sistema, también conocido como “sabelianismo”, se trataba de entender a la Deidad como si Dios fuera una monarquía, es decir, había un solo Dios, no tres dioses. Querían mantener la unidad de Dios sin negar la divinidad de Jesús. La distinción entre el Padre y el Hijo, insistían, era verbal, no numérica. Sabelio, un prominente maestro en Roma, enseñaba que Dios era uno: se manifestaba en tres operaciones o modos diferentes, pero era el mismo y único Dios. Usaba la analogía del sol para explicar este concepto. El sol, como un solo objeto, irradia luz y calor. Dios es uno, pero como el Hijo, irradia luz; y como el Espíritu, irradia calor. La misma persona divina se revela en tres modos: como Padre, es el Creador; como Hijo, es el Redentor; y como Espíritu, es el Dador de gracia, pero hay un solo Dios.

      4. Arrianismo

      El desafío más formidable, sin duda, para la ortodoxia bíblica apareció en el siglo IV con el surgimiento del arrianismo. La iglesia estaba entrando en ese tiempo en una nueva era: había pasado de ser perseguida a ser tolerada; y ahora, además, favorecida por el Imperio. La iglesia afrontaba nuevos problemas, como las conversiones en masa, por ejemplo, lo que significó menos profundidad en la vida moral; además, la protección imperial, que bien podía derivarse en interferencia en los asuntos de la iglesia. Los monjes en los monasterios tomaron el lugar de los mártires. En algunos sentidos, la iglesia iba cuesta abajo.

      A principios del siglo IV, Arrio, un presbítero de Alejandría, sacudió a la iglesia con su doctrina decididamente antitrinitaria. Su punto de partida era un monoteísmo estricto, que no admitía ningún tipo de pluralidad en la Deidad. Para él, Cristo, el logos, es un ser creado, el primer ser creado. Solo el Padre posee los atributos divinos, que no pueden ser compartidos; si fuera posible compartirlos, dejaría de ser Dios. Argumentaba que si Jesús fuera igual al Padre, la Escritura debería haberlo llamado hermano, no hijo, porque el hijo es siempre posterior al padre. Para Arrio, el Padre era eterno, pero no Jesús. El arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea en el año 325, pero nunca fue totalmente erradicado; su influencia es visible todavía hoy en ciertos rincones del cristianismo.

      Cuando mencionamos “arrianismo”, lo primero que viene a la mente es la creencia de que Jesús es un ser creado, lo cual era central en ese esquema. Pero el interés ulterior de Arrio era más bien soteriológico; es decir, tenía que ver con la salvación. Tres pilares sostenían esta teología. En primer lugar, un estricto monoteísmo; una cerrada oposición a la idea de la Trinidad. Dios el Padre es la Fuente de la vida. Es trascendente, indivisible. Todo lo demás es creado. En segundo lugar, lógicamente para Arrio, Cristo es un ser creado. Es la primera y más grande de las criaturas, pero es una criatura. En tercer lugar, Cristo se constituyó en el gran Modelo para sus seguidores. Su vida de obediencia perfecta señaló el camino a la salvación para todo ser humano. Si Cristo, un ser creado, pudo obedecer perfectamente la Ley de Dios, el ser humano también puede lograrlo. Arrio, al igual que el ebionita que vimos más arriba, tenía muy poco que decir acerca de la gracia; ya que consideraba que la salvación era por obediencia, ejemplificada en la vida de Jesús. Al devaluar la persona de Cristo, naturalmente su obra fue afectada, y en esa proporción aumentó el papel que el hombre juega en su salvación.

      En un detallado trabajo sobre el arrianismo, titulado