Atilio René Dupertuis

Jesucristo, divino y humano


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las palabras de Jesús: “Antes que Abraham fuera, yo soy”. Leon Morris, un destacado erudito del Nuevo Testamento, comenta al respecto: “Juan comenzó su Evangelio al hablar de la preexistencia de la Palabra. Esta afirmación no va más allá de eso, no podría; sin embargo, resalta el significado de [su] preexistencia en la forma más notable” (The Gospel According to John, p. 473).

      Juan 8:58 no es un texto fácil de interpretar; prueba de ello es la diversidad de interpretaciones que se han ofrecido. Una regla elemental de hermenéutica al estudiar un texto es tratar de descubrir lo que entendió la gente en el contexto original. Obviamente, para los judíos, lo que dijo Jesús era una blasfemia porque intentaron otra vez apedrearlo, pero Jesús “salió del templo” (Juan 8:59). La Traducción del Nuevo Mundo, de los Testigos de Jehová, quienes niegan la eternidad de Jesús, traduce este texto así: “Antes que Abraham fuese, yo he sido”, como si fuera un pretérito perfecto, para lo cual no hay ninguna justificación gramatical, porque el tiempo del verbo en el original es presente, y debe ser traducido “Yo soy”.

      Su poder de hacer milagros: Si bien es cierto, el Señor Jesús en su misión terrenal no hacía milagros en beneficio propio, tenía el poder de hacerlos, y hay mucha evidencia en los evangelios de que en ciertos momentos los hizo. Dio vista a los ciegos, sanó a personas flageladas por la lepra, resucitó muertos, calmó tormentas. Con respecto al primer milagro de Jesús que registra la Escritura, cuando transformó el agua en vino en las bodas de Caná, dice el apóstol: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). En ese milagro, el Señor manifestó su gloria y lo hizo por sus discípulos, quienes creyeron en él.

      En otra oportunidad, mientras enseñaba en una casa, algunos hombres trajeron a su presencia a un paralítico con la esperanza de que lo sanara. El Señor Jesús, movido por la misericordia y percibiendo cuál era la necesidad real del enfermo, le dijo: “Hijo, los pecados te son perdonados” (Mar. 2:5). Estas palabras de Jesús irritaron a ciertos escribas que estaban en la audiencia y que cavilaban en sus corazones: “¿Qué es lo que dice este? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados? ¡Nadie sino Dios!” (vers. 7). El relato dice:

      “Enseguida Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, así que les preguntó: ‘¿Qué es lo que cavilan en su corazón? ¿Qué es más fácil? ¿Que le diga al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o que le diga: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados’, este le dice al paralítico: ‘Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa’ ”. Enseguida el paralítico se levantó (vers. 8-12).

      Su vida inmaculada: La vida pura y sencilla del Hijo de Dios contrastaba incómodamente con el formalismo y la hipocresía del ambiente que lo rodeaba. Lucía como un blanco lirio en el fango. Comenta Elena de White: “No fue simplemente la ausencia de gloria externa en la vida de Jesús lo que indujo a los judíos a rechazarlo. Era él la personificación de la pureza, y ellos eran impuros. Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada” (El Deseado de todas las gentes, p. 210).

      La humanidad de Jesús

      Así como la Escritura afirma en forma definitiva la divinidad de Jesús, de igual manera afirma su verdadera humanidad, porque él era verdaderamente hombre. “También él era de carne y hueso” (Heb. 2:14), como el resto de los hombres. Era “semejante a sus hermanos en todo”, excepto en el pecado.

      Su vida terrenal fue genuinamente humana. Fue concebido en forma sobrenatural por obra del Espíritu Santo, pero nació como nacen todos los niños. Nació cuando se cumplieron los días del embarazo de María (Luc. 2:6). Además, Jesús creció de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Lucas menciona dos veces que el niño crecía (vers. 40, 52) y que durante su niñez estaba sujeto a sus padres (vers. 51). Asistía regularmente a los servicios religiosos (4:16); oraba en privado, a veces durante noches enteras (6: 12); y comía con quienes lo invitaban (Mat. 9:10). A veces hacía preguntas, no en forma retórica, como suele hacer un maestro como parte de su metodología pedagógica, sino como deseando obtener información. “¿Desde cuándo le sucede esto?” (Mar. 9:21), le preguntó al padre de un joven que estaba enfermo. No había algo “anormal” en Jesús: comía como los otros hombres, lloraba a veces y amaba. Aún los discípulos que tuvieron el privilegio de convivir con él y acompañarlo en su ministerio fueron impresionados más por lo que hacía que por su apariencia personal; se parecía a un hombre común.

      Los evangelios lo presentan, además, como poseyendo toda la gama de emociones y necesidades de un hombre normal. “Jesús tuvo compasión de él” (Mar. 1:41); “Jesús los miró con enojo” (3:5); “Jesús se indignó” (10:14); “En ese momento, Jesús se regocijó” (Luc. 10:21); “Siento en el alma una tristeza de muerte” (Mat. 26:38); “Cuando Jesús volvió a la ciudad por la mañana, tuvo hambre” (21:18); “Jesús estaba cansado del camino” (Juan 4:6); “Tengo sed” (19:28). Su vida terrenal fue genuinamente humana. Era verdaderamente hombre.

      No tenemos información alguna en la Biblia de su aspecto físico. Evidentemente, no había nada en él que llamara la atención; se había despojado de su gloria al venir a vivir entre los hombres. Como dijera el filósofo Kierkegaard hace 150 años, si alguien se cruzaba con Jesús en la calle, nunca iba a decir: “Ahí va el Dios encarnado”. Era un hombre entre los hombres. Contrariamente a ciertas impresiones que algunos han tratado de proyectar acerca de Jesús: débil y pálido, los evangelios dan la idea de que Jesús era fuerte y saludable, y llevaba un programa de trabajo que pocos podrían soportar. Caminaba largas distancias bajo todo tipo de climas. Entre Capernaúm y Jerusalén había por lo menos 120 kilómetros, y Jesús recorrió esa distancia varias veces. Solía pasar la noche orando y temprano por la mañana salía a cumplir su misión. No hay ninguna evidencia en los evangelios de que haya estado enfermo. El profeta Isaías se había referido proféticamente al Mesías diciendo: “No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que más lo deseemos” (Isa. 53:2).

      Estas palabras no significan que la persona de Cristo fuera repulsiva. Ante los ojos de los judíos, Cristo no tenía belleza para que ellos lo desearan. Buscaban un Mesías que viniera con ostentación externa y gloria terrenal; que hiciera grandes cosas para la nación judía; que la ensalzara sobre toda otra nación de la Tierra. Pero Cristo vino con su divinidad oculta por la vestimenta de la humanidad: modesto, humilde, pobre (Comentario bíblico adventista, t. 7A, p. 1.169).

      La Trinidad

      La doctrina bíblica de la Trinidad ha sido con frecuencia cuestionada, incluso desde el mismo comienzo de la iglesia. A veces se usa como argumento para negar esta doctrina el hecho de que la palabra “Trinidad” no se encuentra en las Escrituras. Es verdad que no se encuentra, pero eso no necesariamente la niega. La palabra “encarnación” tampoco se encuentra en el Nuevo Testamento, pero se usa para referirse a una verdad claramente revelada: “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); es decir, se encarnó. Tampoco se encuentra en la Escritura la palabra “milenio”, pero simplemente se usa para designar un período de mil años del que sí habla la Biblia (Apoc. 20).

      Más significativo, sin embargo, es el hecho que se trata de un misterio que va mucho más allá de la capacidad humana para comprenderlo. Al acercarnos a este tema, debemos recordar la experiencia de Moisés al acercarse a la zarza ardiente; la orden fue: “Quítate el calzado de tus pies, porque el lugar donde ahora estás es tierra santa” (Éxo. 3:5). Además, Dios no ha revelado en detalle todo lo que tiene que ver con su persona. Hay cosas que por alguna razón Dios ha mantenido en secreto mientras que hay otras que han sido reveladas (Deut. 29:29). Un estudio serio de la Escritura debe limitarse a lo que está revelado, porque todo intento de ir más allá de eso será sencillamente especulación.

      El Antiguo Testamento dice categóricamente que hay un solo Dios: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” (Deut. 6:4). El rey David expresó: “¡Cuán grande eres, Señor y Dios! ¡No