Elaine Egbert

Odisea y triunfo


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se bajó de la mesa y cogió su suéter. Se lo puso y, después de vestirse, se dejó caer en la silla del médico. Se sentía agotado.

      El médico tenía razón. Quizá moriría pronto. Ya sentía que se le escapaban las últimas gotas de energía. Cuando todo se terminara él sería prácticamente un esqueleto, seco y quebradizo, como las hojas de otoño que son arrastradas por los vientos invernales.

      Suspirando débilmente, sus pensamientos se remontaron al pasado, al tiempo cuando era un niño feliz y estaba contento de vivir.

      De pequeño había tenido un buen hogar, pese al divorcio de sus padres. Desde que su mamá se marchó de la casa, había empezado a ayudar a su papá en la tala de árboles, después de las clases.

      Fuerte y alto para su edad, se sentía orgulloso de poder ganar el dinero que ahorraría para comprarse un automóvil cuando tuviera la edad suficiente. Gracias a su físico fornido, sus compañeros de escuela le rogaban que participara en los eventos deportivos, pero él prefería emplear sus músculos en transportar los pesados troncos de árboles y disfrutar del fuerte olor de la madera en bruto cuando la sierra los cortaba. Pero ni eso le importaba tanto como la compañía de su padre.

      Eran más que compañeros. Intercambiaban ideas acerca del negocio y hablaban de cómo ampliarlo, hecho que hacía sentir a Carlos como un auténtico socio. Mientras proseguían con sus planes, Carlos desarrollaba hábitos de trabajo superiores a los de sus amigos, quienes solo pensaban en maquinitas de juego y el próximo campeonato de fútbol.

      Cristina, un año menor que Carlos, no era la clase de hermana problemática que sus amigos se quejaban de tener. Desde que su mamá se fue, se había desarrollado entre ellos una estrecha amistad, y habían aprendido a trabajar y compartir juntos sus chascos y alegrías. Juntos lograban sacarle partido a las situaciones adversas.

      Cristy se esforzó mucho para aprender a lavar ropa y cocinar ricos alimentos que tanto él como su padre apreciaban. Con cierto aire de nostalgia, Carlos recordó las veces en que los tres se ponían a hacer planes de sobremesa, para terminar la nueva casa que estaban construyendo en la ladera contigua a la casa rodante que les servía de vivienda.

      Solo el recuerdo hizo sonreír a Carlos. ¡Tenían tan buenos planes! Los negocios florecían mientras vivían en el estado de Colorado, Estados Unidos, y obtenían buenas ganancias. Los fines de semana, y algunos otros ratos libres, trabajaban en la casa de sus sueños, esperando que, una vez terminada, la abuelita se mudara con ellos. Los tres esperaban ansiosamente ese momento. ¡Sería fantástico volver a sentirse en familia!

      Los años transcurrían apaciblemente. Cada miembro de la familia cuidaba y velaba por los demás. A pesar de las estrecheces, sabían que juntos lograrían sus propósitos. ¡Nada podría perturbar su pequeño y confortable mundo!

      Pero cuando Carlos estaba en el noveno grado, la tragedia golpeó a su puerta.

      Para silenciar las murmuraciones de sus amigos, Carlos se quedó una tarde después de clases para sustituir a un jugador de fútbol y llegó a casa más tarde de lo acostumbrado. Se sorprendió al no encontrar en casa ni a su papá ni a Cristy. Se cambió de ropa y se dirigió al taller para realizar sus tareas habituales después de clases. Más tarde, cuando escuchó el ruido de la camioneta que se detenía junto a la casa móvil, dejó caer la tabla que llevaba y salió a su encuentro para saludarlos.

      Los acostumbrados saludos efusivos de su papá y de su hermana, extrañamente, habían desaparecido. El padre tampoco sonrió al seguirlos al interior de la casa. Sin decir una palabra, se dejó caer en una silla de la cocina, con una expresión de suprema angustia en el rostro. Tenía pálidos los labios y le temblaban las manos mientras las apoyaba sobre las rodillas.

      Carlos quedó helado y, volviéndose a Cristy, preguntó:

      –¿Qué pasa?

      Cristy sollozaba sin poder hablar. Pero el padre rompió el silencio.

      –A... acabo de matar a una niña...

      –¿Qué? ¿Cómo? –Carlos lanzó sus preguntas fijando su mirada en Cristy.

      El padre se inclinó hacia adelante y cubrió su rostro con las manos.

      –Fui a la escuela a buscar a Cristy y tuve que estacionarme indebidamente, tú sabes cómo es allí cuando terminan las clases. Había unos niños jugando al frente y un muchachito, que supuestamente debía estar cuidando a su hermanita pequeña, se descuidó. La niña gateó hasta quedar debajo de la camioneta sin que nadie se diera cuenta.

      A Carlos le dio un vuelco el estómago.

      –Por supuesto, ni yo, ni nadie vimos a la niñita. Cuando la camioneta arrancó, sentí un golpe extraño seguido de los gritos de los niños.

      Los ojos del padre de Carlos imploraban comprensión.

      –Cuando miré por el retrovisor para averiguar por qué gritaban... ¡Vi algo horrible!

      Cristy abrazó a su padre.

      –Tú no tuviste la culpa –sollozaba, tratando desesperadamente de consolarlo.

      Un instante después, se volvió a Carlos.

      –Después de que la ambulancia se fue, nos llevaron a la estación de policía. No creo que acusen a papá; pero Carlos, ¡no te imaginas lo terrible que ha sido!

      Torturado por el sentimiento de culpa al haber truncado una vida tan joven, el padre cambió de la noche a la mañana; de optimista y cariñoso, se convirtió en una persona retraída y amargada. Por las noches, en lugar de hablar y bromear con sus hijos, se sentaba en la sala a oscuras, mirando el piso. Poco a poco, su tristeza contagió también a Cristy, y fue perdiendo su risa habitual. Ya Carlos no tenía tanto interés en que terminaran las clases para volver a casa y a su trabajo acostumbrado.

      Un día, un vecino bien intencionado, en su afán por animarlo, rodeó a Carlos con el brazo y le dijo:

      –Sé que tu familia está sufriendo por lo ocurrido, pero estoy seguro de que Dios tiene un propósito en todo esto.

      Carlos sintió que algo se paralizaba en su interior. Aunque nunca iba a la iglesia, de alguna manera se imaginaba a Dios como un ser bondadoso, un tanto parecido al Santa Claus que los niños quieren. Pero si Dios es capaz de escoger a criaturas inocentes y utilizar a un padre bueno como el suyo para cumplir un propósito tan horrible, entonces, sin duda, ¡ese Dios no era para él!

      Los meses siguieron su curso monótonamente y Carlos y su papá siguieron trabajando juntos, pero este permanecía siempre taciturno, como si hubiera perdido el deseo de hablar. Por varios meses lo torturó el recuerdo del terrible accidente.

      Poco a poco el padre volvió a la normalidad y, cuando acababan de reiniciar la construcción de la casa, los golpeó nuevamente la tragedia. Sucedió de repente. Un día tenían más trabajo de lo acostumbrado, pero al siguiente, se quedaron sin él. Al principio, no creyeron que la industria maderera se hubiera ido a pique. Quizá se trataba de un revés temporal. Pero pronto se desvanecieron sus esperanzas. Por todas partes se veían abandonadas las rastras de transportar madera y los aserraderos estaban paralizados. Con todo, Carlos y su papá se mantenían haciendo algunos trabajos por aquí y por allá, reparando cosas, esperando y confiando. Pero las cosas no cambiaron. Poco a poco, se les acabaron los ahorros y tuvieron que abandonar su sueño de ver terminada la nueva casa.

      En un último esfuerzo desesperado por no perder su pequeña propiedad, Carlos contribuyó con su dinero ahorrado, pero aun así tuvieron que vender el taller, la casa rodante y la casa a medio terminar. Sumamente descorazonados, los tres cargaron en la vieja camioneta las pocas pertenencias que les quedaban y se dirigieron al pueblo de Durango, Colorado, con la esperanza de encontrar trabajo. Mientras recorrían las calles de Bayfield por última vez, Carlos se despidió de su pueblo en silencio. No era fácil dejar atrás todo lo conocido y querido. Súbitamente lo invadió una honda depresión. Ya no le quedaban ni los sueños. Tampoco le quedaban amigos. Hasta había perdido la esperanza de que su abuelita fuera a cuidarlos.

      El espectro