Elaine Egbert

Odisea y triunfo


Скачать книгу

Pronto se encontró frente al Dr. Ramírez, escuchando el murmullo de voces al otro lado de la pared.

      Por último, hizo un esfuerzo por ponerse de pie y caminar hasta la oficina del médico. Con una expresión de ira en el rostro, se dirigió tambaleándose hasta una silla desocupada.

      El Dr. Ramírez puso en sus manos una hoja de papel.

      –Esta es una dieta alta en calorías para ti. Quiero verte dentro de tres días. Espero que aumentes de peso.

      Luego, en tono más sereno, añadió:

      –Tu mamá me ha informado que últimamente has tenido varias recaídas y eso puede alarmar a cualquiera. Voy a llamar al consejero de la escuela y ver si él puede hablar contigo. Creo que eso podría ayudarte a restablecer las cosas. Pero, con todo, tu cuerpo no puede soportar más lo que le estás haciendo. Insisto en que no vivirás mucho más si sigues así. Todo tu sistema electrolítico está desajustado y ya no te quedan reservas. Tienes que hacer cambios inmediatamente. ¡Hoy mismo! Si no lo haces, solo me queda la alternativa de internarte en un hospital para que te alimenten por la fuerza.

      Carlos hervía de rabia mientras el Dr. Ramírez se dirigía a su mamá:

      –En el camino a casa, cómprele a Carlos una hamburguesa, papas fritas y un batido. Cerciórese de que se lo coma todo. Los espero el viernes.

      Con la poca energía que le quedaba, Carlos rehusó comer la hamburguesa y las papas fritas que la madre le compró. Esa noche, por respeto a su madre, se sentó a la mesa, pero no probó bocado. Después de todo –razonaba–, ¡nadie tiene derecho a decirme lo que debo hacer! La madre rompió en llanto ante el despliegue de ira de Carlos, y Rodolfo, agotado por su enfermedad, se sentó en su lugar a la cabecera de la mesa en silencio y con la cara larga.

      Después de la cena, Carlos se desplomó en su cama y se puso a mirar el techo. Podía sentir los latidos de su corazón dentro de su pecho enflaquecido. De hecho, los latidos eran tan fuertes que hacían vibrar la cama. Él había estudiado lo suficiente de biología para saber que su corazón lucharía por mantenerse vivo todo el tiempo posible. Pero el jefe era él. Él tendría la última palabra, no su corazón. Así se quedó ponderando las cosas. ¿Cuántas veces más latirá mi corazón? ¿Latirá esta noche por última vez?

      ¡Sería tan fácil deslizarse en la nada, sin tener que preocuparse más por las cosas terribles de la vida! Lo invadió una sensación helada. Si moría esa noche nunca más vería a su papá. Ni a Cristy. Su abuelita nunca sabría lo mucho que él la quería. Era significativo que su familia seguía queriéndolo –escribiéndole, llamándolo por teléfono– a pesar de los problemas que les causaba. Precisamente, la noche anterior lo había llamado Cristy otra vez. Él respondió al teléfono con su irritación acostumbrada. Pero ella no se dio por aludida.

      –Sin un hermano mayor nos sentimos muy solos –se lamentaba ella.

      Carlos se puso boca abajo y se cubrió con la almohada, tratando de borrar de su mente las imágenes de sus seres amados. Pero la almohada no las pudo esconder de sus pensamientos. Por último, suspiró y se entregó de lleno a la reflexión.

      ¡Cristy era tan joven y tan confiada! Él había dedicado su vida a cuidarla. Pero cuando él muriera, ¿seguiría queriéndolo? ¿Quién la protegería si alguien quisiera aprovecharse de ella?

      Y papá. Él había sobrevivido a algunos problemas personales graves, pero finalmente los había superado. ¿Debía él hacer menos?

      Y luego estaba su mamá. Ella seguía siendo especial para él, a pesar de los años de separación. Se daba cuenta de lo mucho que ella trataba de entenderlo. Pero le respondía con palabras groseras y punzantes.

      ¿Y Rodolfo? Su padrastro se sometía pacientemente al tratamiento de quimioterapia sin quejarse nunca de la enfermedad que invadía su gastado cuerpo. Lejos de ello, se acercaba a Carlos, tratando siempre de animarlo y ayudarle a controlar sus nervios irritados. ¡Pobre Rodolfo! ¡Estaba tan deseoso de vivir! Carlos también debería vivir, pero no quería.

      La depresión le clavó las garras. ¿Por qué tenía que preocuparse de su familia? Después de todo, nadie lo iba a extrañar cuando se hubiera ido. Él no servía de nada a nadie. Carlos se había vuelto mentiroso y tramposo. Robaba a sus amigos y familiares. Trataba de hacerlos sufrir diciéndoles palabras hirientes. En realidad, ya no le importaba la vida de los demás. ¡Y todo porque Dios le había hecho tantas cosas malas!

      Entonces, desde lo más recóndito de su mente, lo asaltó un pensamiento. Dios no es culpable. Ora, Carlos, ora. Dios te va a escuchar.

      Carlos se quedó sin aliento. ¿Orar a Dios? ¡Qué ridículo! Pero la impresión persistía. Parecía como si Alguien estuviera a su lado. Alguien que él no podía ver, pero que lo podía percibir. Si decidía orar, ¿cómo debía dirigirse a ese Ser?

      Se dio vuelta y miró su huesudo cuerpo. Se alisó el largo cabello castaño con los dedos. Continuaba debilitándose a cada segundo. Quizás esa noche sería la última. Se sintió preso del miedo. ¿Qué pasa con las personas cuando mueren? ¿Van en realidad al infierno y sufren los tormentos del fuego eterno?

      Mientras permanecía así, contemplando el techo, se decidió. Si realmente existía un Dios, cuando menos él debía saberlo. Respiró profundo y empezó: Si Dios existe, o quienquiera que sea Dios, y quienquiera que pueda hacer algo por mí, que me lo demuestre y yo le serviré.

      Se quedó inmóvil, esperando escuchar una voz que le respondiera, pero no oyó nada. Por la calle pasaban los automóviles a gran velocidad. Se escuchaban los lejanos ladridos de un perro. Podía oír a su mamá que lavaba la loza en la cocina. Pero no escuchaba nada que fuera una respuesta a su oración. Luego, todo quedó en silencio. Una paz que él no había experimentado desde el accidente de su padre lo invadió, una sensación de que todo iba a salir bien. ¡Se sintió tan diferente, tan confiado! Por primera vez en semanas, se sintió tranquilo. Dormitó un poco, luego se despertó. Afuera estaba oscuro, parecía que era tarde.

      La extraña paz todavía lo envolvía, pero con ella surgió el sentido de urgencia que nunca antes había experimentado. Debes comer, Carlos. Debes comer esta noche. La impresión se acentuaba cada vez más.

      Sin poder resistirla, Carlos reunió las pocas fuerzas que le quedaban y se dirigió a la cocina. Su madre y Rodolfo estaban sentados a la mesa conversando y mordisqueando galletas con mantequilla de maní. Ambos se sorprendieron al ver a Carlos.

      Sin decir palabra, Carlos se sentó en una silla y apretó las manos contra las piernas.

      –¿Con apetito? –preguntó Rodolfo, consciente de los nuevos sentimientos de Carlos.

      El joven asintió.

      Con una sonrisa, Rodolfo empujó el plato de galletas hacia él, luego siguió hablando con su esposa, como si nada extraordinario estuviera aconteciendo.

      Carlos miró las galletas por un instante; luego, con cierta vacilación tomó una. Media hora más tarde, sintiéndose lleno, pero extrañamente contento, volvió a su cuarto.

      Esta vez, mientras descansaba en su cama contemplando el techo, advirtió que algo raro había sucedido. La desesperación de estar vivo ya no lo inquietaba. ¿Habría hecho una diferencia su oración? Pensó en ello y cayó en cuenta de que no había hecho nada por sí mismo. Realmente debía haber un Dios en alguna parte, Uno que se interesaba en él.

      Cruzó las manos sobre el vientre:

      ¿Quién eres tú? –preguntó sin poder resistir la curiosidad. ¿Por qué me salvaste de la muerte? ¿Eres tú el que me haces sentir diferente? Yo no sé, pero quienquiera que seas, lo voy a averiguar. Lo prometo.

      Un momento después, Carlos se dio vuelta y se durmió. Lo próximo que sintió fueron los rayos del sol que entraban por su ventana. Con ellos lo embargó un sentimiento indefinible y extraño. Por un instante no pudo recordar lo que había pasado para que esa mañana se sintiera tan diferente. Fue entonces, por el