Elaine Egbert

Odisea y triunfo


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tarde, pero Carlos no podía ayudarlo. El tiempo pasaba muy lentamente. El dinero escaseaba el primer día que entró a clases para estudiar el décimo grado; y por supuesto, no conocía a nadie en la escuela. Se sentía agobiado por el desánimo y la soledad, que paulatinamente fueron acentuándose hasta llegar al extremo de no querer hablar con nadie.

      En las largas y solitarias horas que pasaba en su cuarto pensaba en lo que había oído decir a los predicadores por la televisión con respecto a Dios. Hasta los cantos declaraban que Dios cuidaba de todos y solo quería lo mejor para ellos. Se rió sarcásticamente, pensando: ¿Cómo es posible que la gente sea tan crédula? Si Dios era tan amante, ¿cómo es que no podía ver que su papá era un hombre respetuoso de las leyes, que nunca había engañado a nadie y siempre estaba listo para ayudar a los que lo rodeaban? ¿Por qué había permitido que perdieran su casa, sus amigos y hasta la posibilidad de que su abuelita fuera a vivir con ellos?

      Lentamente, un sentimiento de hostilidad hacia un Dios tan cruel lo fue embargando, y fue en aumento hasta convertirse en una pasión negra y horrorosa en su interior, que impregnó cada célula de su ser. Este sentimiento saturó de tal modo su naturaleza que llegó el momento en que ya no podía dirigirle a su hermana o a su padre una palabra cortés, y al extremo de llegar a odiarse a sí mismo.

      Un caluroso día, tras haber pasado la tarde malhumorado y ocioso en su cuarto, salió caminando pesadamente y observó el reflejo de su propia imagen en el espejo del pasillo. Al ver su pelo castaño desgreñado, los ojos hundidos y la contextura alta y pesada de su físico, hizo una mueca de disgusto. Siempre había tenido buen apetito, pero en vista de que realizaba trabajo pesado después de las clases, se mantenía en buenas condiciones físicas. Ahora su musculatura, que alguna vez fue vigorosa, estaba flácida. Consciente de esa situación, repentinamente se le ocurrió que estaba malgastando el dinero que su papá ganaba trabajando arduamente en comida que, a su parecer, no necesitaba.

      Desesperado por acabar con el mal humor, Carlos decidió mejorar su apariencia. Comenzando esa misma tarde, redujo a la mitad su ración de comida y empezó a correr después de clases. Fue bajando de peso, pero eso no alteró sus sentimientos. Siguió reduciendo la cantidad de alimentos hasta que finalmente perdió por completo el apetito.

      No pasó mucho tiempo hasta que su papá y su hermana notaron que no comía.

      –Hijo, no puedes dejar de comer y mantenerte saludable al mismo tiempo –le dijo su papá una noche, cuando Carlos rehusó cenar–, sé que estamos cortos de dinero, pero nos alcanza para comer.

      Cristy también le llamó la atención.

      –Termina ese poquito de carne –le dijo.

      Para quitárselos de encima, Carlos se impuso la desagradable tarea de comer normalmente otra vez. Luego, iba al baño e introducía los dedos en la boca hasta vomitar la indeseable comida.

      Si bien mantenía contenta a la familia porque comía y se autocomplacía metiéndose los dedos en la garganta, se sentía cada vez más deprimido y encerrado en sí mismo. La ropa empezó a quedarle floja, al grado de tener que ponerse un cinturón para evitar que se le cayeran los pantalones y usar suéteres abultados para disimular su delgadez. Finalmente, tuvo que hacerle otro agujero al cinturón, pero cuando se miraba al espejo, aún odiaba lo que veía.

      Por último, empezó a perder el sueño. En la quietud de las largas noches, mientras meditaba en su miserable suerte, asomaban a su mente pensamientos funestos acerca de Dios. De alguna manera tenían que desaparecer, ¡porque no quería tener nada que ver con un ser tan cruel! Se acordó del tocadiscos que habían vendido antes de irse de Bayfield. Ahora ni siquiera había una radio en casa. ¡Si tan solo pudiera tener aunque fuese uno de esos aparatos portátiles con audífonos, podría ahogar esos pensamientos desagradables! Pero no tenía esperanza. Ni siquiera tenía un centavo en el bolsillo, y no le iba a pedir dinero a su papá.

      Carlos se había hecho un par de amigos en la escuela, a pesar de la triste perspectiva que reflejaba su vida, y muchas veces había notado que ellos tenían dinero en los bolsillos. Al principio, la tentación de robarles dinero fue algo fugaz, pero con el transcurso de los días empezó a idear métodos para hacerlo. Por fin, durante una clase realizada en el gimnasio, se escabulló hasta los guardarropas de los estudiantes y extrajo un par de dólares de los bolsillos de sus amigos.

      Después de repetir el acto deshonesto varias veces, pudo reunir lo suficiente para comprarse una radio, pero ni siquiera eso lo libró de los terribles pensamientos acerca de Dios.

      Poco a poco, fue debilitándose por la falta de alimentos y perdió interés en la escuela. No cumplía con las tareas, y no le hacían mella las amonestaciones de los maestros. No le importaba, en absoluto, que sus amigos sospecharan de él como el presunto ladrón. De hecho, ya nada parecía afectarle. Siguió perdiendo peso y vegetando en su habitación.

      –Hijo, ¡tienes que decirme qué es lo que te pasa! –explotó una noche su padre, mientras Carlos se apresuraba en ir al baño a vomitar la cena.

      –¡Déjame en paz! –le respondió a su padre en tono airado.

      El padre lo sujetó por los hombros. Instantáneamente se le demudó el rostro.

      –Carlos, ¡no eres sino un costal de huesos! ¿Qué te pasa, muchacho?

      Carlos se desprendió de las manos de su padre.

      –¡A nadie le importa! –gritó–. ¡Tú deberías saber que ya no tengo nada por lo cual vivir! He tenido que sepultar todos mis sueños. Estamos viviendo en una pocilga, en una calle ruidosa, aunque eso no parece importarles ni a ti ni a Cristy. ¡A mí ya nada me sale bien!

      Diciendo esto, dio un puntapié a la pared.

      –¡Odio mi nueva escuela! ¡Odio no tener dinero! ¡Y tú y Cristy están siempre molestándome con la comida!

      El padre se tambaleó y retrocedió, con el rostro pálido como el día en que arrolló a la niñita.

      –No me había dado cuenta de lo duro que ha sido para ti todo esto. Lo siento, hijo.

      Carlos se dio vuelta y entró en su cuarto. ¡No le importaba si salía vivo o no de allí!

      La noche siguiente, Carlos recibió una llamada telefónica. Se sorprendió al escuchar la voz de su mamá.

      –He sabido que las cosas no te van bien por allá, Carlos. Quisiera saber si te gustaría venir y pasar un tiempo conmigo. Rodolfo y yo tenemos bastante espacio y nos encantaría que vinieras.

      Carlos miró el miserable apartamento. Su papá tenía trabajo. Cristy tenía sus amigos; pero él no tenía a nadie. No tenía motivos para quedarse. Nadie lo necesitaba. De pronto fue preso de un profundo sentimiento de autocompasión.

      –Sí, mamá –se oyó decir a sí mismo.

      Dos días después, su madre vino a buscarlo. Su papá le llevó las maletas al autobús. Luego abrazó a Carlos quien, ocultando sus sentimientos, se dio vuelta y abordó el vehículo.

      Hasta él mismo se sorprendió de lo débil que estaba, pues apenas podía llegar hasta la escalerilla del autobús, al punto tal que el chofer tuvo que ayudarlo a llegar a su asiento.

      –¿Te sientes mal? –preguntó el conductor.

      Carlos miró por la ventanilla y eludió la pregunta. ¡Estaba de malísimo humor!

      Las cosas tampoco mejoraron en casa de su madre. Ella y su esposo Rodolfo, que estaba luchando contra el cáncer, hacían lo mejor que podían para que se sintiera cómodo, pero de nada servía. Le daban náuseas solo con ver la comida y, por varios días, no probó bocado. Se sentía muy deprimido. Su vida no tenía propósito. No tenía ningún motivo para seguir viviendo.

      Un día, cansada de probar distintos métodos, la madre habló francamente con él:

      –Carlos, no puedes seguir así. No quieres decirme lo que te pasa. Ni siquiera quieres discutirlo conmigo. Si no empiezas a comer y no veo que aumentas de peso enseguida, te voy a llevar al