orar, siento que Dios está conmigo”.
Lección acerca de la humildad, la confianza y la obediencia
El diálogo entre Dios y Moisés continuó, mientras la sorpresa del patriarca iba en aumento. Tenía instrucciones adicionales que aprender.
“Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.
Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?
Y él respondió: Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte” (Éxo. 3:10-12).
Moisés se había educado en Egipto, el gran centro político, militar y cultural de ese tiempo. Disfrutó de privilegios que se negaron a los demás hebreos. Como “hijo de la hija de Faraón” (Heb. 11:24), gozaba de prestigio e influencia. Dice la Biblia de Jerusalén: “En esa coyuntura nació Moisés, que era hermoso a los ojos de Dios. Durante tres meses fue criado en la casa de su padre; después fue expuesto y le recogió la hija de Faraón, quien le crió como hijo suyo. Moisés fue educado en toda la sabiduría de los egipcios y fue poderoso en sus palabras y en sus obras” (Hech. 7:20-22). Escribió Elena de White al respecto: “En la corte de Faraón, Moisés recibió la más alta educación civil y militar. El monarca había decidido hacer de su nieto adoptivo el sucesor del trono, y el joven fue educado para esa alta posición”.4
Sin embargo, había para su vida planes muy diferentes trazados por Dios; proyectos que entonces no alcanzaba a vislumbrar y para los cuales no era competente. “Moisés no estaba preparado para su gran obra. Aún tenía que aprender la misma lección de fe que se les había enseñado a Abraham y a Jacob, es decir, a no depender, para el cumplimiento de las promesas de Dios, de la fuerza y sabiduría humanas, sino del poder divino”.5 No obstante, esa era historia pasada. Alejado por cuarenta años de “los tesoros de los egipcios” (Heb. 11:26), había ingresado en la escuela del desierto y había aprendido mucho en contacto con las obras del Creador. La austeridad de aquellas soledades le enseñó la humildad y la paciencia, la desconfianza propia y la dependencia de Dios. “Así desarrolló hábitos de atento cuidado, olvido de sí mismo y tierna solicitud por su rebaño, que lo prepararon parar ser el compasivo y paciente pastor de Israel. Ninguna ventaja que la educación o la cultura humanas pudiesen otorgar, podría haber sustituido a esta experiencia”.6
Ante el llamado de Dios, Moisés pregunta: “¿Quién soy yo?”. No quedaba en él rastro alguno de suficiencia propia ni conciencia de su capacidad. “Moisés llegó a ser paciente, reverente y humilde, ‘muy manso, más manso que todos los hombres que había sobre la tierra’ (Núm. 12:3), y sin embargo, era fuerte en su fe en el poderoso Dios de Jacob”.7 Ahora el Señor lo anima a sumar a su vivencia la confianza en Dios y la obediencia a su voz. Le aseguró: “Ve, porque Yo estaré contigo”. Hay aquí un mandato: “Ve”, así como una promesa extraordinaria, tantas veces repetida por Dios a sus hijos: “Yo estaré contigo”. Sus mandatos no son imposiciones ni arbitrariedades, son habilitaciones, promesas y bendiciones disfrazadas. Quien rechaza el mandato pensando que no puede, rechaza a Aquel que lo hace posible. Tal vez no exista otra promesa más sublime que esta: “Yo estaré contigo”; ya que estar con Dios es mucho más que saberse acompañado; es contar con él, es recibir todo lo que falta; es un vínculo vital que fortalece y transforma. Moisés se miró a sí mismo cuando dijo “¿Quién soy yo?”. Una pregunta que no necesitaba respuesta. La réplica de Dios fue: “Yo estaré contigo”. Como si el Señor le dijera: Lo importante no es quién eres, sino quién está contigo.
Un encuentro con la persona gloriosa de Cristo es siempre un recordatorio de nuestra pequeñez, al tiempo que una invitación a la aceptación confiada del plan de Dios para nuestra vida. Más importante que saber quién soy yo, es darme cuenta de quién es el que me llama y quién es el que va conmigo. La humildad es el punto de partida; la confianza en Dios es lo que sigue. La humildad aleja la confianza propia y predispone para la seguridad que podemos tener en Dios. La intimidad con Dios conduce a la obediencia, porque los mandatos divinos son promesas de realización. Esas promesas que vienen de lo alto son portales para un existir lleno de sentido y esperanza.
Lección del conocimiento de Dios
El patriarca tenía en su mente cuestiones no resueltas, las que transfirió al Señor con toda naturalidad.
“Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?
Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.
Además Dios dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos” (Éxo. 3:13-15).
El monoteísmo es parte esencial de la religiosidad hebrea. Max Weber dice que el judaísmo fue la primera religión rigurosamente monoteísta. Este concepto se proyectó luego al cristianismo y al Islam. La estructura del pueblo hebreo asienta sobre el lema: “Un Dios, un pueblo, una ley”. Esa cualidad, fundamental desde los tiempos de los grandes patriarcas, se había perdido en gran medida durante la esclavitud de Israel en Egipto. Moisés necesitaba saber a ciencia cierta cómo nombrar a Dios, y se anticipa a la cuestión que bien podría surgir: “¿Cuál es su nombre?” Preguntar por su nombre equivalía a indagar respecto de cómo es Dios; cómo es su naturaleza. La respuesta de Dios, enigmática como parece, deja otra lección que el patriarca y su pueblo necesitaban aprender. Una lección que todavía se necesita escuchar. Antes de poder hacer algo por su pueblo, Moisés necesitaba saber más de Dios. Esa era, sin duda, su mayor necesidad. Es también nuestra necesidad más elemental.
La respuesta divina fue: “YO SOY EL QUE SOY”. El texto que la encierra es considerado como una de las revelaciones culminantes del Antiguo Testamento. No obstante, encierra cierta dificultad. “YO SOY EL QUE SOY” equivale a “Yo soy el que existo”. Alude al que existe, desde siempre y para siempre. Describe al Ser que trasciende a todo y que, sin embargo, actúa en todo, incluyendo la historia de los hombres. Los dioses paganos no pasan de ser invenciones y fantasías, con ninguna realidad. El Dios que se había aparecido a Moisés es el único existente. El sagrado nombre que en las Escrituras del Antiguo Testamento se registra con cuatro consonantes hebreas (YHWH) y se traduce como Yahvé, Yahveh o Jehová, está vinculado al verbo “ser”. Un nombre tan sagrado que los israelitas nunca pronunciaban. Lo reemplazaban por “el Señor”. Las implicaciones son inmensas. Dios es eterno y existe por sí mismo. El YO SOY era en sí mismo una promesa, no solo de la existencia, sino de la presencia real de Dios con su pueblo.
Toda la Biblia enseña sobre la eternidad de Dios. Esa existencia sin límite de tiempo nos admira y reconforta. Abraham invocó al Señor en Beerseba y lo llamó “Dios eterno” (Gén. 21:33). David bendijo el nombre de Dios, cuya existencia es “de eternidad a eternidad” (1 Crón. 16:36), “desde el siglo y hasta el siglo” (1 Crón. 29:10), “desde la eternidad y hasta la eternidad” (Sal. 106:48). Isaías se refirió a Dios como “el que habita la eternidad” (Isa. 57:15). El rey Nabucodonosor emergió del paganismo y se dispuso a alabar y glorificar “al que vive para siempre” (Dan. 4:34). Algo similar ocurrió con Darío de Media, quien ordenó temer ante el Dios que “permanece por todos los siglos” (Dan. 6:26). Pablo asegura que solo Dios es eterno (Efe. 3:21; 1 Tim. 1:17; 6:16). El Apocalipsis alude al YO SOY de Éxodo 3:14, cuando dice que los seres celestiales adoran a Dios, “el que era, el que