MESALA, LUCILIO y el ejército
OCTAVIO. — ¿Quién es ese hombre?
MESALA. — El criado de mi señor. Estratón, ¿dónde está tu señor?
ESTRATÓN. — ¡Libre de la esclavitud en que os halláis, Mesala! ¡Los vencedores no podrán hacer de él más que una hoguera! ¡Porque Bruto sólo fue vencido por él mismo, y nadie tiene la gloria de su muerte!
LUCILIO. — ¡Así es como debía hallarse a Bruto! ¡Te agradezco, Bruto, que hayas justificado mis palabras!
OCTAVIO. — ¡Todos los que han servido a Bruto quiero tomar a mi servicio! ¿Quieres consagrarme tu tiempo, mozo?
ESTRATÓN. — Sí, si Mesala quiere presentarme a vos.
OCTAVIO. — Hacedlo, buen Mesala.
MESALA. — ¿Cómo murió mi señor, Estratón?
ESTRATÓN. — Sostuve su espada y él se arrojó a ella.
MESALA. — Octavio, haz que te sirva el que prestó a mi señor el último servicio.
ANTONIO. — ¡Éste es el más noble de todos los romanos! ¡Todos los conspiradores, menos él, obraron por envidia al gran César! ¡Sólo él, al unirse a ellos, fue guiado por un motivo generoso y en interés del bien público! Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se combinaron de tal modo, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo entero: «¡Éste era un hombre! »
OCTAVIO. — ¡Honrémosle, conforme a sus virtudes, con todo respeto y ritos funerales! ¡Sus restos descansarán esta noche en mi tienda con la pompa guerrera de los soldados! ¡Mandad, pues, que reposen las tropas, y vámonos nosotros a compartir las glorias de este dichoso día!
(Salen.)
FIN
Otelo
Contenido
Personajes
EL DUX DE VENECIA.
BRABANCIO, senador.
OTROS SENADORES.
GRACIANO, hermano de Brabancio.
LUDOVICO, pariente de Brabancio.
OTELO, noble moro, al servicio de la República de Venecia.
CASSIO, teniente suyo.
IAGO, su alférez.
RODRIGO, hidalgo veneciano
MONTANO, predecesor de Otelo en el gobierno de Chipre.
BUFÓN, criado de Otelo.
DESDÉMONA, hija de Brabancio y esposa de Otelo.
EMILIA, esposa de Iago.
BLANCA, querida de Cassio.
UN MARINERO, ALGUACILES, CABALLEROS, MENSAJEROS, MÚSICOS.
Acto I
Escena Primera
Venecia. -Una calle
Entran RODRIGO e YAGO
RODRIGO.- ¡Calla! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Yago, que has dispuesto de mi bolsa como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto...
YAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme!
RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio.
YAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores; «porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos) tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de su señoría moruna.
RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo!
YAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero. Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro.
RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes.
YAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines particulares. Porque cuando mis actos exteriores dejen percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura de mi corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que lleve mi corazón sobre mi manga para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy lo que parezco!
RODRIGO.- ¡Qué suerte sin igual tendrá el de los labios gordos si la consigue así!
YAGO.- Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha, pregonad su nombre por las calles, inflamad de ira