CASCA. — Sí, habló en griego.
CASIO. — ¿Con qué fin?
CASCA. — Pues que no os mire más a la cara si puedo -decirlo, pero los que le entendieron se sonreían, moviendo la cabeza. En cuanto a mí, aquello estaba en griego. Puedo daros además otras noticias: Marulo y Flavio han sido reducidos al silencio por haber despojado de sus adornos las estatuas de César. ¡Adiós! ¡Más tonterías podría contaros si las recordara!
CASIO. — ¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?
CASCA. — No, he prometido hacerlo fuera.
CASIO. — ¿Comeríais conmigo mañana?
CASCA. — Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de opinión y si vuestra comida vale la pena de ser comida.
CASIO. — Bueno, os esperaré.
CASCA. — Hacedlo así. ¡Adiós uno y otro!
(Sale CASCA.)
BRUTO. — ¡Qué carácter rnás áspero se ha vuelto! Era de fino temple cuando iba a la escuela.
CASIO. — Y lo sigue siendo, a pesar de esa apariencia tosca, si se trata de ejecutar cualquier empresa noble o arriesgada. Su rudeza es el condimento de su buen criterio, que hace que el estómago de las gentes digiera sus palabras con mejor apetito.
BRUTO. — Así es, en efecto. Os dejo por ahora. Si queréis hablar conmigo mañana, iré a vuestra casa, o, sí preferís venir a la mía, os aguardaré.
CASIO. — Iré a veros. Hasta entonces, reflexionad en lo que nos rodea.
(Sale BRUTO.)
¡Bien, Bruto, eres noble! No obstante, veo que, dispuesto como está, tu honrado metal puede forjarse. He aquí la conveniencia de que las almas nobles asocien siempre a sus iguales. Porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? Cesarme soporta con dificultad, pero ama a Bruto. Si yo fuera ahora Bruto, y Bruto fuera Casio, él no ejercería influjo en mí. Esta noche arrojaré' a sus ventanas escritos de distintas procedencias, que parezcan provenir de vanos ciudadanos. Todos expresarán la alta opinión que Roma tiene de su nombre. En ellos se aludirá embozadamente a la ambición de César. Y después, que piense César en afirmarse bien, porque le echaremos abajo o sufriremos días peores.
(Sale)
SCENA TERTIA
El mismo lugar. — Una calle
Truenos y relámpagos. Entran por opuestas direcciones CASCA, con la espada desmida, y CICERÓN
CICERÓN. — ¡Buenas tardes, Casca! ¿Habéis conducido a César a su casa? ¿Por qué estáis sin aliento y tan espantado?
CASCA. .— ¿No os conmovéis cuando se estremecen en masa los cimientos de la tierra como una cosa vacilante? ¡Oh Cicerón! He visto tempestades en que los irritados vientos rajaban las nudosas encinas y he contemplado al ambicioso océano hincharse y mugir espumoso para alzarse tan alto como las amenazadoras nubes; pero nunca hasta esta noche, nunca hasta ahora mismo presencié una tempestad que destila fuego. ¡De por fuerza hay empeñada en el cielo una guerra civil, o el mundo, demasiado insolente con los dioses, los provoca a consumar la destrucción!
CICERÓN. — ¡Qué! ¿Habéis visto algo aún más que asombroso?
CASCA. — Un siervo ordinario, a quien conocéis de vista, levantó su mano izquierda, de la cual brotaron llamas, y ardió como veinte antorchas juntas, y, no obstante, su mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Aún hay más, y desde ese momento no he vuelto a envainar mi espada: frente al Capitolio hallé un león, que me miró con ojos encendidos y se alejó encolerizado, sin hacerme mal. Y sobre un alto he encontrado un grupo como de cien mujeres, pálidas, demudadas por el terror, que juraban haber visto recorrer las calles arriba y abajo a hombres completamente envueltos en, llamas. Y ayer, el ave de las tinieblas se posó en pleno día sobre la plaza del mercado, graznando y chillando. Cuando coinciden a una semejantes prodigios, que nadie diga: «Son fenómenos naturales, y sus causas éstas», porque, a mi juicio, son presagios siniestros para los países donde se verifican.
CICERÓN. — Es ésta una época bastante extraña por cierto; pero los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, contrariamente al fin de las cosas mismas. ¿Vendrá mañana César al Capitolio?
CASCA. — Sí, porque encargó a Antonio que os hiciera saber que estaría allí mañana.
CICERÓN. — Pues buenas noches, Casca. Con esta perturbación del firmamento no está el ánimo para pasear.
CASCA. — ¡Adiós, Cicerón!
(Sale CICERÓN. Entra CASIO.)
CASIO. — ¿Quién va?
CASCA. — Un romano.
CASIO. — Por vuestra voz, sois Casca.
CASCA. — Tenéis buen oído. ¡Qué noche, Casio!
CASIO. — Una noche muy grata para los hombres de bien.
CASCA. — ¿Quién ha visto jamás un cielo tan airado?
CASIO. — ¡Los que saben lo llena de delitos que está la tierra! Por mi parte, he vagado por las calles, arrostrando la noche peligrosa. Y desceñido como me veis, Casca, he expuesto mi pecho a las centellas, y cuando el azulado relámpago oblicuo parecía desgarrar el seno del cielo, yo mismo me ofrecí como su blanco y bajo su fuerte estallido.
CASCA. — Pero ¿por qué tentáis tanto a los cielos? Es propio del hombre temblar y estremecerse cuando los dioses de mayor potencia envían para aterrarnos estos terribles mensajeros.
CASIO. — Sois torpe, Casca , y carecéis de esos destellos de vida que deben existir en todo romano; o al menos, no los queréis utilizar. Os veo pálido y pusilánime, lleno de temor ,y repentinamente estupefacto ante la rara impaciencia de los cielos. Pero si consideráis la verdadera razón de todos estos fuegos, de todos estos errantes fantasmas, de esas aves y bestias que cambian de naturaleza, de esos decrépitos, locos y niños que reflexionan, de todas esas cosas que transforman su orden, su modo de ser y sus facultades primitivas en cualidades monstruosas, habéis de convenir en que el cielo les ha infundido semejante disposición, tomándolos como instrumentos de temor y alarma para algún estado de cosas fuera de las condiciones normales. Ahora podría yo, Casca, nombraros a un hombre muy semejante a esta terrible noche, que truena, relampaguea, abre tumbas y ruge como león del Capitolio; un hombre que en valor personal no es más fuerte que vos y que yo, y que, sin embargo, ha crecido prodigiosamente y es tan aterrador como esas extrañas conmociones.
CASCA. — Es a César a quien os referís, ¿no es así, Casio?
CASIO. — ¡Sea quien fuere! Porque hoy los romanos tienen músculos y nervios como sus antepasados. Pero, ¡desdicha de los tiempos!, el alma de nuestros padres ha desaparecido, y es el espíritu de nuestras madres el que nos gobierna. ¡Nuestro yugo y sumisión prueba que somos afeminados!
CASCA. — Se dice, efectivamente, que los senadores pretenden mañana aclamar a César como rey, y que llevará su corona por mar y tierra en todas partes, menos aquí en Italia.
CASIO. — ¡Ya sé entonces el sitio de este puñal! ¡Casio librará a Casio de la esclavitud! Por eso, ¡oh. dioses!, convertís a los débiles en los más fuertes. Por eso, ¡oh dioses!, sojuzgáis a los tiranos. ¡Ni las torres de piedra, ni las murallas de bronce forjado, ni las prisiones subterráneas, ni los recios eslabones de hierro pueden resistir el vigor del espíritu! Porque la vida, fatigada de estas, barreras mortales, nunca pierde el poder de libertarse a sí propia. Y pues yo sé esto, que el mundo entero sepa también que de la parte de tiranía 'que sufro puedo sacudirme cuando me plazca.
(Truenos todavía.)
CASCA. — ¡Igual puedo yo! ¡Cada esclavo tiene en su propia mano el poder de anular su