William Shakespeare

Las Tragedias de William Shakespeare


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¡Ni sería león si no fueran ciervos los romanos! Los que tienen prisa en encender un gran fuego lo hacen con míseras pajas... ¿Qué estercolero, qué desecho, qué inmundicia es Roma, cuando sirve de baja materia para alumbrar una cosa tan vil como César? Pero ¡oh dolor! ¿Adonde me conduces? Quizá hablo ante un hombre que voluntariamente es siervo, en cuyo caso me hará responder de mis palabras; pero voy armado y el peligro me es indiferente.

      CASCA. — ¡Habláis a Casca, esto es, a un hombre incapaz de violar un secreto! ¡Tomad mi mano! ¡Alzad la voz para remediar todos estos males, e iré tan lejos en mis pasos como el más atrevido!

      CASIO. — ¡Queda aceptado el trato! Sabed ahora, Casca, que he comprometido a algunos de los más generosos y nobles romanos a acometer conmigo una empresa llena de honrosas y arriesgadas consecuencias. En este instante me esperan en el atrio de Pompeyo, pues en noche tan terrible como ésta no hay movimiento ni paseo en las calles y el aspecto del cielo favorece la obra que tenemos entre manos, la más sangrienta, feroz y aterradora.

      (Entra CINA.)

      CASCA. — Apartad un momento, pues se acerca uno a toda prisa.

      CASIO. — Es Cina; le conozco en los pasos. Un amigo. Cina, ¿dónde marcháis tan apresuradamente?

      CINA. — En busca vuestra. ¿Quién es éste? ¿Metelo Címber?

      CASIO. — No; es Casca, un afiliado a nuestra empresa. ¿Me aguardan, Cina?

      CINA. — Me alegro de ella ¡Qué tremenda noche! Dos o tres de los nuestros han visto visiones extrañas.

      CASIO. — ¿Me esperan? Decidme.

      CINA. — Sí, os aguardan. ¡Oh Casio! ¡Si pudierais atraer a nuestro partido al noble Bruto!...

      CASIO. — ¡Tranquilizaos, querido Cina! Tomad este papel y colocadlo en la silla del pretor, de modo que Bruto pueda hallarlo, y arrojad éste por su ventana. Éste fijadlo con cera en la estatua del antiguo Bruto. Y hecho todo, dirigios al atrio de Pompeyo, donde nos encontraréis. ¿Están allí Decio Bruto y Trebonio?

      CINA. — Todos, menos Metelo Címber, que fue a buscaros a vuestra casa. Bien; iré en seguida y distribuiré estos papeles como me habéis ordenado.

      CASIO. — Después encaminaros al teatro de Pompeyo.

      (Sale CINA.)

      Venid, Casca. Vos y yo iremos todavía antes de amanecer a ver a Bruto en su casa. Tres cuartas partes de él son a estas horas nuestras, y al primer encuentro nos pertenecerá completamente el hombre.

      CASCA. — ¡Oh, él ocupa un lugar elevado en todos los corazones del pueblo! Y lo que en nosotros parecería delito, su sola presencia, como por la más rica alquimia, lo transformaría en virtud y acto meritorio.

      CASIO. — Habéis comprendido perfectamente cuánto vale y la gran necesidad que tenemos de su persona. Vayámonos, pues es ya más de media noche , y antes del día debemos despertarle y asegurarnos de él.

      (Salen.) FIN DEL ACTUS PRIMUS

      Acto II

       Índice

      SCENA PRIMA

       Roma. — Jardín de Bruto

      Entra BRUTO

      BRUTO. — ¡Eh, Lucio, hola! No puedo apreciar por la marcha de las estrellas cuánto falta para que apunte el día. ¡Lucio, digo! Quisiera tener el defecto de dormir tan profundamente. ¡Vamos, Lucio, vamos! ¡Despierta, digo! ¡Eh, Lucio!

      (Entra Lucio.)

      LUCIO. — ¿Llamabais, señor?

      BRUTO. — Lleva una vela a mi estudio, Lucio, y cuando esté encendida ven y avísame.

      LUCIO. — Lo haré, señor.

      (Sale.)

      BRUTO. — ¡Tiene que ser con su muerte! Y, por mi parte, no conozco causa alguna personal para oponerme a él sino la pública. ¡Quisiera ceñirse la corona! pl caso está en saber hasta qué punto pueda modificar ello su naturaleza. El claro día es el que hace salir al áspid, y esto aconseja proceder cautelosamente. ¿Coronarlo! Eso. Y de este modo le damos, de seguro, un aguijón, con, el que pueda crear peligros a su voluntad. El abuso de la grandeza viene cuando se separa la clemencia del poder. A decir verdad, nunca he visto que las pasiones de César dominasen más que su razón; pero es cosa sabida que la humildad es una escala para la ambición incipiente, desde la cual vuelve el rostro el trepador; quien, una vez en el peldaño más alto, da entonces la espalda a la escala, tiende la vista a las nubes y desdeña los humildes escalones que le encumbraron. Igual puede César; luego evitémoslo antes que lo hiciere. Y pues los motivos de queja que tenemos contra él no justifican ninguna hostilidad, démosles esta forma, diciendo que si se aumenta lo que es, surgirán estas y aquellas desgracias, y, por lo tanto, debe considerársele como al huevo de la serpiente, que, incubado, llegaría a ser dañino, como todos los de su especie, por lo que es fuerza matarlo en el cascarón.

      ( Vuelve a entrar Lucio.)

      LUCIO. — La vela está encendida en vuestro aposento, señor. Buscando un pedernal en la ventana, hallé este papel, sellado, como veis. Tengo la seguridad de que no estaba allí cuando fui a mi lecho.

      (Le entrega la carta.)

      BRUTO. — Vuélvete a la cama; aún no es de día. ¿No son mañana los idus de marzo, muchacho?

      LUCIO. — No lo sé, señor. BRUTO. — Mira en el calendario y ven a decírmelo. Lucio. — Lo haré, señor.

      (Sale.)

      BRUTO. — Los meteoros que suban en el aire lanzan tanta luz, que bien puedo leer con ella.

      (Abre la carta y lee.)

      «Bruto, duermes. Despierta y mírate. ¿Deberá Roma...?, etc. ¡Habla, hiere, haz justicia! Bruto, duermes. ¡Despierta!» Con frecuencia se han colocado instigaciones semejantes donde he debido tomarlas. «¿Deberá Roma...?, etc.'» Es preciso que lo complete así: ¿Deberá Roma permanecer bajo el terror de un hombre? ¿Qué? ¿Roma? Mis antepasados fueron los que arrojaron de las calles de Roma a Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla, hiere, haz justicia ¿Se me suplica que hable y hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. ¡Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe de las manos de Bruto cuanto le pides!

      (Vuelve a entrar Lucio.)

      LUCIO. — Señor, estamos a catorce de marzo.

      (Llaman dentro.)

      BRUTO. — Está bien. Ve a abrir; alguien llama.

      (Sale Lucio.)

      ¡Desde que Casio me excitó contra César no he podido dormir! ¡Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una visión o como un horrible sueño! ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una verdadera insurrección!

      (Vuelve a entrar Lucio.)

      LUCIO. — Señor, el que llama es vuestro hermano Casio, que desea veros.

      BRUTO. — ¿Viene solo?

      LUCIO. — No, señor; hay otros con él.

      BRUTO. — ¿Los conoces?

      LUCIO. — No, señor. Llevan los sombreros calados hasta las orejas y la mitad de sus caras ocultas en los mantos; de suerte que era imposible haberlos podido descubrir por sus facciones.

      BRUTO. — Déjalos pasar.

      (Sale Lucio.)

      Son los conjurados. ¡Oh conspiración!