que así actúa no caerá jamás” (15:5).
Solo la obediencia nos mantiene alejados de la apostasía
Los que escuchen la amonestación que encierra la apostasía de Salomón evitarán el primer paso hacia los pecados que lo vencieron. Únicamente la obediencia a los requerimientos del Cielo guardará a alguien de la apostasía. Mientras dure la vida, habrá necesidad de resguardar los afectos y las pasiones con propósito firme. Ni un solo momento podemos estar seguros, a no ser que confiemos en Dios y tengamos nuestra vida escondida en Cristo. La vigilancia y la oración son la salvaguardia de la pureza.
Todos los que entren en la ciudad de Dios lo harán por la puerta estrecha, por medio de un esfuerzo agonizante; porque “nunca entrará en ella nada impuro” (Apoc. 21:27). Pero nadie que haya caído necesita desesperar. Hombres y mujeres de edad, que fueron una vez honrados por Dios, pudieron haber manchado sus almas y sacrificado la virtud sobre el altar de la concupiscencia; pero si se arrepienten, abandonan el pecado y se vuelven a su Dios, sigue habiendo esperanza para ellos. “Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios,que es generoso para perdonar” (Isa. 55:7). Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador.
Los efectos de la apostasía de Salomón
El arrepentimiento de Salomón fue sincero; pero el daño que hiciera su ejemplo no pudo ser deshecho. Durante su apostasía, hubo algunos en el reino que conservaron su pureza y lealtad. Pero las fuerzas del mal desencadenadas por la introducción de la idolatría y de las prácticas mundanales no pudieron ser detenidas fácilmente por el rey penitente. Su influencia quedó grandemente debilitada. Muchos vacilaban en depositar plena confianza en su liderazgo. El rey jamás podría esperar que fuese totalmente destruida la influencia funesta de sus malas acciones. Envalentonados por su apostasía, muchos continuaron obrando mal. Y en la conducta descendente de muchos de los príncipes que lo siguieron, puede rastrearse la triste influencia que ejerció al prostituir las facultades que Dios le había dado.
En la angustia de sus amargas reflexiones sobre lo malo de su conducta, Salomón declararó: “Vale más la sabiduría que las armas de guerra. Un solo error acaba con muchos bienes”. “Las moscas muertas apestan y echan a perder el perfume. Así mismo pesa más una pequeña necedad que la sabiduría y la honra juntas” (Ecl. 9:18; 10:5, 6, 1).
Sin que lo sepamos y sin que podamos evitarlo, nuestra influencia afecta a los demás con bendición o maldición. Puede ir acompañada de la lobreguez del descontento y del egoísmo, o del veneno mortal de algún pecado que hayamos conservado; o puede ir cargada del poder vivificante de la fe, el valor y la esperanza, así como de la suave fragancia del amor. Pero lo seguro es que manifestará su potencia para el bien o para el mal.
Un alma extraviada es una pérdida inestimable. Y sin embargo, un acto temerario o una palabra irreflexiva de nuestra parte puede ejercer una influencia tan profunda sobre la vida de otra persona, que resulte en la ruina de su alma. Una sola mancha en nuestro carácter puede desviar a muchos de Cristo.
Cada acto, cada palabra dará fruto. Cada acto de bondad, de obediencia, de abnegación, se reproducirá en los demás, y a través de ellos en otros aún. Así también cada acto de envidia, malicia y disensión, es una semilla que producirá una “raíz amarga” (Heb. 12:15) por la cual muchos serán contaminados. Así prosigue para este tiempo y para la eternidad la siembra del bien y del mal.
Capítulo 6
La arrogancia de Roboán: el reino despedazado
“Y durmió Salomón con sus padres [...] y reinó en su lugar Roboán su hijo” (1 Rey. 11:43).
Poco después de ascender al trono, Roboán fue a Siquem, donde esperaba recibir el reconocimiento formal de todas las tribus, “porque todos los israelitas se habían reunido allí para proclamarlo rey” (2 Crón. 10:1).
Entre los presentes se contaba Jeroboán, que durante el reinado de Salomón se había mostrado “valiente y esforzado”, y a quien el profeta silonita Ahías había dado este mensaje sorprendente: “Ahora voy a arrancarle de la mano a Salomón el reino, y a ti te voy a dar diez tribus” (1 Rey. 11:28, 31).
Por medio de su mensajero, el Señor había hablado claramente a Jeroboán. Esta división debía realizarse, había declarado: “Salomón no ha seguido mis caminos; no ha hecho lo que me agrada, ni ha cumplido mis decretos y Leyes como lo hizo David, su padre” (vers. 33). Además, a Jeroboán se le había instruido que el reino no debía dividirse antes que terminase el reinado de Salomón. “Lo dejaré gobernar todos los días de su vida, por consideración a David mi siervo, a quien escogí y quien cumplió mis Mandamientos y decretos. Le quitaré el reino a su hijo, y te daré a ti diez tribus” (vers. 34, 35).
Aunque Salomón había anhelado preparar a Roboán para que pudiera afrontar con sabiduría la crisis predicha, nunca había podido ejercer una influencia enérgica que modelara en favor del bien la mente de su hijo, cuya educación temprana había sido muy descuidada. Roboán había recibido de su madre amonita la estampa de un carácter vacilante. Hubo veces en que procuró servir a Dios, pero al fin cedió a las influencias del mal que lo habían rodeado desde la infancia. Los errores que cometió Roboán en su vida y su apostasía final revelan el resultado funesto que tuvo la unión de Salomón con mujeres idólatras.
Las tribus habían sufrido durante mucho tiempo graves perjuicios bajo las medidas opresivas de su gobernante anterior. El despilfarro cometido por Salomón durante su apostasía lo había inducido a imponer al pueblo contribuciones gravosas y a exigirle muchos trabajos serviles. Antes de coronar a un nuevo gobernante, los líderes de las tribus resolvieron averiguar si el hijo de Salomón tenía el propósito de aliviar esas cargas. “Cuando lo mandaron a buscar, él y todo Israel fueron a ver a Roboán y le dijeron: ‘Su padre nos impuso un yugo pesado. Alívienos usted ahora el duro trabajo y el pesado yugo que él nos echó encima; así serviremos a Su Majestad’ ”.
Deseando consultar a sus consejeros antes de delinear su conducta, Roboán contestó: “Váyanse por ahora, pero vuelvan a verme dentro de tres días. Cuando el pueblo se fue, el rey Roboán consultó con los ancianos que en vida de su padre Salomón habían estado a su servicio. ‘¿Qué me aconsejan ustedes que le responda a este pueblo?’, preguntó. Ellos respondieron: ‘Si Su Majestad trata con bondad a este pueblo, y condesciende con ellos y les responde con amabilidad, ellos le servirán para siempre’ ” (2 Crón. 10:3-7).
El error que nunca se pudo enmendar
Disconforme, Roboán se volvió hacia los jóvenes con quienes había estado asociado durante su juventud: “¿Ustedes qué me aconsejan? ¿Cómo debo responderle a este pueblo que me dice: ‘Alívienos el yugo que su padre nos echó encima’?” (1 Rey. 12:9). Los jóvenes le aconsejaron que tratara severamente a los súbditos de su reino, y les hiciera comprender claramente desde el mismo principio que no estaba dispuesto a tolerar oposición alguna a sus deseos personales.
Así ocurrió que el día señalado, cuando “vino Jeroboán con todo el pueblo a Roboán” para que les declarara qué conducta se proponía seguir, Roboán “les respondió con brusquedad: Si mi padre les impuso un yugo pesado, ¡yo les aumentaré la carga! Si él los castigaba a ustedes con una vara, ¡yo lo haré con un látigo!” (vers. 12-14). La resolución que expresó de perpetuar e intensificar la opresión iniciada durante el reinado de Salomón estaba en conflicto directo con el plan de Dios para Israel, y dio al pueblo amplia ocasión de dudar de la sinceridad de sus motivos. En esa tentativa imprudente y cruel de ejercer el poder, el rey y sus consejeros escogidos revelaron el orgullo que sentían por el puesto y la autoridad.
A los muchos millares a quienes habían irritado las medidas opresivas tomadas durante el reinado de Salomón, les pareció que no podían hacer otra cosa que rebelarse contra la casa de David. “Cuando se dieron cuenta de que