brecha creada por el discurso temerario de Roboán resultó irreparable. Las doce tribus de Israel quedaron divididas. Judá y Benjamín constituyeron el reino inferior o meridional, bajo el gobierno de Roboán. Las diez tribus norteñas formaron un gobierno separado, el reino de Israel, regido por Jeroboán. Así se cumplió la predicción del profeta concerniente a la división del reino, “por voluntad del Señor” (vers. 15).
Cuando Roboán vio que las diez tribus le negaban su obediencia, se sintió incitado a obrar. Mediante uno de los hombres influyentes de su reino, Adonirán, hizo un esfuerzo para conciliarlos. Pero “pero todos los israelitas lo mataron a pedradas”. Asombrado, “a duras penas logró el rey subir a su carro y escapar a Jerusalén” (vers. 18).
En Jerusalén, “movilizó a todas las familias de Judá y a la tribu de Benjamín, ciento ochenta mil guerreros selectos en total, para hacer la guerra contra Israel y así recuperar el reino. Pero la palabra de Dios vino a Semaías [...]. Así dice el Señor: ‘No vayan a luchar contra sus hermanos, los israelitas. Regrese cada uno a su casa, porque es mi voluntad que esto haya sucedido’. Y ellos obedecieron la palabra del Señor” )vers. 21-24).
Durante tres años Roboán procuró sacar provecho del triste experimento con que inició su reinado; y fue prosperado en este esfuerzo. Edificó ciudades para fortificar a Judá. “Así fortificó completamente todas las ciudades” (2 Crón. 11:5, 11, 12). Pero el secreto de la prosperidad de Judá durante los primeros años del reinado de Roboán se debía a que el pueblo reconocía a Dios como el Gobernante supremo, y esto ponía en terreno ventajoso a las tribus de Judá y Benjamín. Nos dice el relato: “Tras los levitas se fue gente de todas las tribus de Israel que con todo el corazón buscaba al Señor, Dios de Israel. Llegaron a Jerusalén para ofrecer sacrificios al Señor, Dios de sus antepasados. Así consolidaron el reino de Judá, y durante tres años apoyaron a Roboán hijo de Salomón y siguieron el buen ejemplo de David y Salomón” (vers. 16, 17).
Roboán fracasa
Pero el sucesor de Salomón no ejerció una influencia enérgica en favor de la lealtad a Jehová. A pesar de ser por naturaleza de una voluntad fuerte y egoísta, lleno de fe en sí mismo y propenso a la idolatría, si hubiese puesto toda su confianza en Dios habría adquirido fuerza de carácter, fe constante y sumisión a los requerimientos divinos. Pero con el transcurso del tiempo, el rey puso su confianza en el poder de su cargo y en las fortalezas que había creado. Poco a poco fue cediendo a las debilidades que había heredado, hasta poner su influencia por completo del lado de la idolatría. “Después de que Roboán consolidó su reino y se afirmó en el trono, él y todo Israel abandonaron la Ley del Señor” (12:1).
El pueblo al que Dios había elegido para que se destacase como luz de las naciones vecinas, se apartaba de la Fuente de su fuerza y procuraba ser como las naciones circundantes. Así como con Salomón, sucedió con Roboán: la influencia del mal ejemplo extravió a muchos.
Dios no permitió que la apostasía del gobernante de Judá quedase sin castigo. “Por eso en el quinto año del reinado de Roboán, Sisac, rey de Egipto, atacó a Jerusalén. Con mil doscientos carros de combate, sesenta mil jinetes y una innumerable multitud de libios, suquíes y cusitas procedentes de Egipto, Sisac conquistó las ciudades fortificadas de Judá y llegó hasta Jerusalén.
“Entonces el profeta Semaías se presentó ante Roboán y los jefes de Judá que por miedo a Sisac se habían reunido en Jerusalén, y les dijo: ‘Así dice el Señor: “Como ustedes me abandonaron, ahora yo también los abandono, para que caigan en manos de Sisac” ’ ” (vers. 2-5). En las pérdidas ocasionadas por la invasión de Sisac, reconoció la mano de Dios, y por un tiempo se humilló. “Sisac, rey de Egipto, atacó a Jerusalén y se llevó los tesoros del Templo del Señor y del palacio real. Se lo llevó todo, aun los escudos de oro que Salomón había hecho. Para reemplazarlos, el rey Roboán mandó hacer escudos de bronce. [...] Por haberse humillado Roboán, y porque aún quedaba algo bueno en Judá, el Señor apartó su ira de él y no lo destruyó por completo” (vers. 6-12).
Las secuelas de la apostasía de Roboán
Pero cuando la nación volvió a prosperar, muchos cayeron de nuevo en la idolatría. Entre ellos se contaba el rey Roboán mismo. Olvidando la lección que Dios había procurado enseñarle, volvió a caer en los pecados que habían atraído castigos sobre la nación. Después de algunos años sin gloria, “cuando Roboán murió, fue sepultado en la Ciudad de David. Y su hijo Abías lo sucedió en el trono” (vers. 14, 16).
A veces, durante los siglos que siguieron el trono de David fue ocupado por hombres dotados de valor moral. Bajo el liderazgo de esos soberanos, las bendiciones que descendían sobre los hombres de Judá se extendían a las naciones circundantes. Pero las semillas del mal, que ya estaban brotando cuando Roboán ascendió al trono, no fueron nunca desarraigadas por completo; y hubo momentos en que el pueblo que una vez fuera favorecido por Dios cayó tan bajo que llegó a ser objeto de burla u oprobio entre los paganos.
A pesar de estas prácticas idólatras, Dios estaba dispuesto, en su misericordia, a hacer cuanto estuviera en su poder para salvar de la ruina completa al reino dividido. Y a medida que transcurrían los años, y su propósito concerniente a Israel parecía destinado a quedar completamente frustrado por los ardides de hombres inspirados por los agentes satánicos, siguió manifestando sus designios benéficos mediante el cautiverio y la restauración de la nación escogida.
La división del reino fue tan solo el comienzo de una historia admirable, en la cual se revelan la longanimidad y la tierna misericordia de Dios. Los adoradores de los ídolos iban a aprender al fin la lección de que los falsos dioses son impotentes para elevar y salvar. Únicamente siendo fiel al Dios vivo, Creador y Gobernante de todos, es como puede el hombre hallar descanso y paz.
Capítulo 7
Jeroboán lleva de vuelta a Israel a la adoración de ídolos
Bajo el gobierno de Salomón, Jeroboán había demostrado buenas aptitudes y juicio seguro. Sus años de servicio fiel lo habían preparado para gobernar con discreción. Pero Jeroboán falló en hacer de Dios su confianza.
Su mayor temor era que en algún tiempo futuro el corazón de sus súbditos fuese reconquistado por el gobernante que ocupaba el trono de David. Razonaba que si permitía a las diez tribus que visitasen a menudo la antigua sede de la monarquía judía, donde los servicios del Templo se celebraban todavía como durante el reinado de Salomón, muchos se sentirían inclinados a renovar su lealtad al gobierno centrado en Jerusalén. Consultando a sus consejeros, Jeroboán resolvió, por medio de un acto atrevido, reducir hasta donde fuese posible la probabilidad de una rebelión en contra de su gobierno. Lo iba a obtener creando dentro de los límites del nuevo reino dos centros de culto: uno en Betel y otro en Dan. Se invitaría a las diez tribus a que se congregasen para adorar a Dios en esos lugares, en vez de hacerlo en Jerusalén.
Al ordenar este cambio, Jeroboán pensó apelar a la imaginación de los israelitas poniendo delante de ellos alguna representación visible que simbolizase la presencia del Dios invisible. Mandó, pues, hacer dos becerros de oro y los colocó en altares situados en los centros designados para el culto. Al hacer esto, Jeroboán violó el claro Mandamiento de Jehová: “No te harás imagen [...] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxo. 20:4, 5, RVR). No consideró el gran peligro al cual exponía a los israelitas cuando puso delante de ellos el símbolo con que se habían familiarizado sus antepasados durante los siglos de servidumbre en Egipto. Su propósito firme de inducir a las tribus norteñas a interrumpir sus visitas anuales a la ciudad santa, lo impulsó a adoptar la más imprudente de las medidas. Declaró con insistencia: “¡Israelitas, no es necesario que sigan subiendo a Jerusalén! Aquí están sus dioses, que los sacaron de Egipto” (1 Rey. 12:28).
El rey procuró persuadir a los levitas, algunos de los cuales vivían dentro de su reino, a que sirviesen como sacerdotes de los recién erigidos altares en Betel y Dan; pero