basta! ―exclamó Andrea poniéndose en pie ―Si buscáis pelea no la toméis con una persona desarmada. No es divertido. Combatid como hombres, y no como bellacos, contra quien está armado como vosotros.
El lansquenete, cogido de improviso, soltó la presa, permitiendo al mesonero tomar aliento. Pero su amigo, que hasta ese momento se había quedado sentado en su mesa, aferró su espada y se dirigió amenazador hacia Andrea. Éste último, extrayendo su espada de la vaina, intentó estudiar a ojo a su adversario.
Muchos músculos pero poco cerebro. Debo ser astuto. Veamos. La espada es poderosa y la coge con una sola mano. Pero la guardia es particular, constituida por una guarda de hierro moldeada en forma de ocho, como la de los grandes sables de batalla. Puedo parar su fendente cuando esté bajando, pero no conseguiré hacer saltar el arma de la mano. Me desequilibraría, en ese momento, y al parar cruzado no podría responder rápido y no tendría salida. En un abrir y cerrar de ojos, con un solo golpe podría separarme la cabeza del cuello. ¡Y adiós Andrea!
―¿Por qué te entrometes en cosas que no son de tu incumbencia, amigo? No es de buena educación interrumpir una discusión en la que no te han pedido tu opinión. Especialmente para un noble que sobre su casaca tiene bordado el dibujo de un león rampante. ¡Venga, demuéstrame cuánto de león hay en tu sangre!
Sólo la mesa de madera ya preparada para la comida separaba a Andrea del lansquenete. Fulvio y Geraldo se habían levantado de sus sillas y se estaban dirigiendo hacia el otro energúmeno con el fin de evitar que también él aferrase la espada. Estuvieron ágiles para agarrarlo por debajo de los brazos, uno por cada lado, obligándolo a abandonar la presa del tabernero. A continuación Fulvio extrajo un estilete y se lo apoyó contra el cuello, para convertirlo en inofensivo. Andrea, por su parte, vio a su adversario levantar la katzbalger. Se puso con su espada en posición de defensa para esperar el fendente que debía parar. Esperó el golpe en bajada pero, haciendo una finta en el último momento, permitió a la espada del lansquenete proseguir su trayectoria y que, por inercia, arrastrase detrás al brazo que la sostenía. El filo cortante de la katzbalger fue a clavarse en la mesa, partiéndola en dos. El germano, desequilibrado, cayó al suelo junto con la espada. La jarra de Lambrusco, que había volado por los aires, dibujó una trayectoria en arco, cayendo y rompiéndose justo sobre su cabeza. Alrededor del lansquenete se formó un charco de vino tinto y sangre. Andrea aprovechó el aturdimiento momentáneo del adversario para caerle encima y, apoyarle la punta de la espada contra la nuca.
―¿Cómo te llamas, amigo? ―le preguntó levantándolo por un brazo y poniéndolo derecho pero sin bajar la guardia, continuando a amenazarle con la punta de la espada.
―Franz ―respondió el otro.
―Bien, Franz. Hoy considerate afortunado. Me quedo con tu espada y te perdono la vida. Pero no te cruces más en mi camino porque no seré clemente contigo una segunda vez, ―y diciendo estas palabras lo empujó hacia la salida, le dio la vuelta y lo lanzó afuera con una patada en el culo, mandándolo a morder el polvo de la plaza que había delante.
No le fue tan bien a su compadre que yacía en el suelo sin vida en el charco de su propia sangre. Fulvio no había dudado en hundir la hoja de su estilete ante la mínima tentativa de su adversario de escabullirse de la sujeción.
El hombre del rostro rubicundo estaba observando atónito la escena. Mientras tanto había salido de la cocina otro tabernero, muy semejante al primero, pero con menos cabellos en la cabeza, con toda probabilidad su hermano.
―¿Qué demonios habéis hecho? ―intervino éste último ―¡Estáis locos! Estamos habituados a los abusos de estos bravucones. Dejamos que se desahoguen, se emborrachen, hacen algún daño, destrozan alguna cosa, pero luego se van y durante días y días vivimos en paz. Ahora, en cambio...
―No pasarán ni dos días para que de este local no queden más que las cenizas humeantes ―respondió el hermano, masajeándose el cuello dolorido. ―Y los guardianes de las riberas serán encontrados en el fondo del canal, ¡muertos quién sabe cómo!
―Imagino que los guardianes de las riberas sois vosotros dos ―dijo Andrea, volviéndose a los dos posaderos. ―¡Mientras tanto, en el fondo del canal vamos a tirar a este godo!
―Efectivamente, mi Señor, no ha sido una buena idea dejar libre al tal Franz. Seguro que volverá aquí con fuerza para vengarse. Y nosotros ya no estaremos aquí. Serán ellos dos los que las pagarán ―intervino Fulvio, haciendo una señal hacia Geraldo que lo ayudó a levantar el cadáver, arrastrándolo a la ventana y, a través de ella, tirándolo al canal que corría detrás de la taberna.
Andrea, Fulvio y Geraldo se asomaron desde el alféizar, observando con aire satisfecho cómo la fuerte corriente estaba llevándose el cuerpo inerte del lansquenete.
―Encontraré la manera de darles una adecuada protección a nuestros anfitriones ―dijo Andrea. ―Hablaré sobre ello con el Duca di Ferrara. Estoy convencido de que enviará a algunos de sus guardias para protegerlos. ¡Fulvio, Geraldo! Vamos. Intentemos llegar a la ciudad antes de que se haga de noche.
Los guardianes de las riberas se quedaron parados en la entrada de la hostería, mirando a los tres caballeros alejarse hasta desaparecer en la bruma de la tarde. En el fondo de su corazón sabían que ningún guardia del Duca D’Este llegaría jamás a aquel lugar perdido para dar protección a dos taberneros. No quedaba más que cerrar el local y alejarse de Pallantone. Les iba en ello la vida.
Capítulo 8
Bernardino salió de su taller con una copia de su último trabajo en la mano. Quería verlo a la luz del día, observar cómo habían resultado las ilustraciones en colores. Con aquella edición ilustrada de la Divina Comedia había superado, no sólo a su predecesor Federico Conti, sino también a sí mismo. Bernardino había retomado la edición florentina del poema del sumo poeta Dante Alighieri. Sabía que en el año del Señor de 1481, Lorenzo Pierfrancesco De’ Medici había encargado a Sandro Botticelli la fabricación de cien tablas que ilustrasen las escenas del poema. De estas cien, Botticelli, había hecho solamente diecinueve, que habían sido grabadas sobre piedra, para poder ser grabadas, por el grabador Baccio Baldini. Al no haber sido terminada la obra por Sandro Botticelli, la edición florentina, que presentaba un espacio en blanco al comienzo de cada canto, había sido comercializada sin imágenes. El sueño de poder realizar una edición príncipe de la Divina Comedia, con todas las ilustraciones estampadas en color, había sido alimentada por Bernardino durante años y años. Había conseguido que diseñasen las tablas que faltaban, basándose en el mismo estilo de Botticelli, algunos monjes benedictinos de la abadía de Sant’Urbano, en tierras de Apiro. Pero el verdadero toque maestro, que le había permitido alcanzar su sueño, había sido el de haber podido identificar gracias a algunos de sus colaboradores los grabados del florentino Baccio Baldini. Éste último había sido dado por muerto en Firenze en 1487, a la edad de cincuenta y un años. Habían pasado otros treinta y cinco y, por lo tanto, si hubiese estado vivo sería ya un ultra octogenario. Cosa rara, pero no imposible, siempre se había dicho Bernardino. Y, en efecto, se sabía que de su taller continuaban saliendo elegantísimos trabajos de grabados en oro y cobre que no podían ser obra de sus jovencísimos alumnos. Detrás estaba su mano, que continuaba trabajando en la sombra. Por qué quería que lo creyesen muerto, aunque las hipótesis eran muchas, nadie lo sabía con seguridad. Se decía que quería huir de los acreedores a los que les debía sumas exorbitantes. Otros decían que temía la ira de Botticelli, ya que no había satisfecho sus expectativas al realizar los grabados de las piedras con las que se debían haber estampado algunas de sus obras para decorar el poema de Dante Alighieri. El hecho es que las diecinueve lastras producidas en su momento habían quedado en el taller del grabador y nunca habían sido estampadas. Y no sólo eso, nunca habían sido reclamadas ni por los Medici que las habían encargado ni por Botticelli que había imaginado los dibujos. Paolo y Valentino, dos fieles trabajadores de Bernardino, se habían desplazado a Firenze y habían localizado el taller del grabador. De él no había ni sombra. Quizás algunos años antes había muerto realmente y sus alumnos habían conseguido, efectivamente, refinar las técnicas del taller hasta llegar e incluso superar las de su maestro. No