Stefano Vignaroli

Bajo El Emblema Del León


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reunirse con sus primos napolitanos, los de Aragón, para tener toda Italia bajo su corona! Pero no puede exponerse demasiado, así que manda por delante un ejército irregular, del que, si es necesario, pueda renegar en cualquier momento.

      ―Perfecto, veo que estáis bien informado, pero lo que no sabéis, por haber viajado por mar durante unos días, y que representa el acontecimiento más importante, es que hace unos diez días, precisamente el 23 de septiembre, el Papa Adriano VI ha muerto de repente. Y todos nosotros sabemos que será reemplazado por un Medici, por el arzobispo de Firenze. Giulio de’ Medici intentará una posible alianza con los franceses, justo para evitar que el emperador, Carlo V, llegue hasta Firenze y luego a Roma. Por lo tanto, lo que debéis contar a Giovanni es que su tío está dispuesto a pagar todas sus deudas, siempre y cuando comience a pensar en dejar de luchar contra los franceses. Ha conseguido unas hermosas victorias a su costa, rechazando en estos días incluso al ejército suizo, que estaba bajando desde Valtellina para ayudarlos. Pero de ahora en adelante ya no será necesario. Deberá concentrar sus esfuerzos en combatir sólo a los lansquenetes. Dicho esto, dicho todo. ¡Honremos ahora la mesa!

      En cuanto el Duca Alfonso batió las manos, las puertas del salón se abrieron de par en par y los siervos volvieron a entrar con una enorme bandeja, donde se exhibía un jabalí entero asado, que fue puesto en el centro de la mesa. Otras bandejas más pequeñas, que contenían verduras y diversas salsas, rodearon en poco tiempo a la primera. Además de vino, en honor de Franz, fue llevada a la mesa también una jarra de un líquido de color del ámbar, espumeante y fresco.

      ―Endlich Bier! ―exclamó el lansquenete. ―¡Por fin cerveza, y de la buena!

      ―Bebed y comed todo lo que queráis, amigos míos ―aconsejó el Duca a sus huéspedes. ―Mañana, antes de amanecer, tendréis unas cabalgaduras frescas y partiréis enseguida a Bergamo.

      ―¿Y mi escolta? ―preguntó Andrea ―¿Fulvio y Geraldo me seguirán en esta aventura?

      ―No, deberéis ir vosotros dos solos. Me ocuparé yo mismo de que los dos hombres puedan ir a Mantova para reunirse con vuestra compañía y con el Capitano da Mar Tommaso de’ Foscari. Vos mismo, Marchese, en cuanto terminéis la misión, podréis llegar con facilidad a la ciudad de los Gonzaga o, si os apetece, ir con vuestro amado Duca della Rovere al castillo de Sirmione. Ésta última solución os evitará una incómoda y también larga navegación, desde la dársena de Mantova al lago de Benàco, a través de ríos, canales y campos anegados, para más inri a bordo de una nave demasiado grande para maniobrar con agilidad en tales aguas.

      ―Bien, esto lo consideraré en el momento justo ―respondió Andrea ―Acepto de buen grado una misión que me ha sido requerida por un señor reconocido amigo y aliado del Duca Francesco Maria della Rovere. Pero, ¿qué garantías me ofrecéis de que el aquí presente Franz, una vez que sea llevada a cabo la misión, no se vuelva en contra nuestra? ¡De la misma manera que ahora nos hace creer que está de nuestra parte podría hacer el doble juego y pasarse de nuevo al bando de sus amigos lansquenetes y de su querido emperador Carlo V!

      Al escuchar estas palabras una sonrisa sardónica se estampó en los labios de Franz que contestó a Andrea adelantándose al Duca Alfonso.

      ―¡Venga, Marchese! Consideremos la escaramuza de hoy como agua pasada. Quiero condonar las deudas que tenéis conmigo. A fin de cuentas, mi amigo será sustituido admirablemente por vos, que sois mucho más valioso como compañero de aventuras comparándoos con aquel palurdo que habéis matado. Por lo que respecta a mi espada, mi katzbalger, os la quiero regalar. Yo tengo otras y ¡estoy seguro de que le daréis un buen uso!

      ―Una espada poco manejable, diría. De todas formas os lo agradezco y acepto el regalo, pero todavía no me parece suficiente garantía.

      ―Pero será suficiente, como garantía de mi buena fe, lo que el Duca me ha prometido como recompensa ―añadió Franz bajando la cabeza en señal de respeto al Duca y esperando que fuese este último el que tomase la palabra.

      ―¡Cierto! He prometido a Franz que, en el caso de que la misión tenga éxito, podrá volver, con todos sus derechos, a sus tierras del Sud Tirolo. Será nombrado Arciduca de Bolzano y tendrá la jurisdicción sobre la ciudad y sobre todo el valle del Adige. El Alto Adige se convertirá en territorio independiente y garantizaré yo mismo la protección de sus fronteras ante los ejércitos imperiales. Y será un estado que hará de colchón entre el Imperio y nuestra Italia, ahora que la mayor parte de los gobiernos italianos se están aliando con el Rey de Francia.

      Andrea, pensativo, se tomó otra copa de vino. Se quedó durante un momento en silencio, a continuación volvió a hablar.

      ―Perfecto, me conviene. Entonces, pido perdón, pero estoy muy cansado y me gustaría retirarme a reposar. Franz… ¡Oh, os pido excusas! Arciduca di Vollenweider, nos vemos mañana por la mañana antes del alba en las caballerizas.

      Y hablando de esta manera abandonó el salón, ostentando indiferencia. Pero en su corazón, las dudas continuaban asaltándolo. No se fiaba del germano y de ninguna manera bajaría la guardia, a pesar de la afirmación del Duca d’Este. Y tampoco se fiaba de Giovanni dalle Bande Nere. Sólo estaría a salvo cuando estuviese junto a Della Rovere en Sirmione. Incluso si tenía que volver a subir en aquel maldito galeón veneciano. ¡Mejor soportar los mareos que morir a manos de un godo!

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