Stefano Vignaroli

Bajo El Emblema Del León


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que cada una de las jóvenes llegaba al sumo placer. Luego se cambiaba de compañera y recomenzaba el rito. Lucia había alcanzado el orgasmo ya tres veces, cuando se dio cuenta de que el fuego estaba disminuyendo, la luminosidad de la cúpula celeste se estaba atenuando y que, hacia el este, se comenzaba a ver la claridad que presagiaba un nuevo día. Se dio cuenta de que se había quedado sola, que a su lado no había nadie. ¿Sería posible que hubiese imaginado todo? ¿Sería posible que, presa de un trance incontrolable, hubiese sólo practicado el auto erotismo, estimulada por el calor del fuego? ¡No importaba! La noche había sido maravillosa, su cuerpo había gozado, se había fundido con algunos de los elementos de la naturaleza, con el fuego, con la tierra, con el aire, con el agua, ahora sentía discurrir el riachuelo que estaba allí cerca. En definitiva, estaba en paz consigo misma. También los crocus se habían secado perfectamente y podían ser utilizados para fines curativos. Pero ahora debía darse prisa y volver al convento. O decidir no volver en absoluto, para evitar que los frailes, sobre todo el Prior, sospechase de ella y de su comportamiento. No era propio de una doncella dar vueltas por el bosque una noche de luna nueva, sobre todo si coincidía con el equinoccio de primavera. ¡Sería tachada de bruja enseguida!

      Por lo tanto, recogió sus cosas, recuperó su caballo y se dirigió hacia el centro poblado de Apiro. Mejor contar al Prior que había partido muy temprano para no molestar a los frailes. A fin de cuentas, Germano degli Ottoni, a cuya casa se estaba dirigiendo, confirmaría la versión de los hechos, en el caso de que alguien tuviese una sombra de duda. Pero quizás eran precauciones del todo inútiles.

      Capítulo 10

      Con la impresión de ser espiados a cada momento durante su recorrido, Andrea, Fulvio y Geraldo llegaron a Ferrara cuando ya era bien entrada la noche. Habían iluminado el camino con las antorchas, sobresaltándose ante el mínimo ruido. Sólo la visión de la imponente silueta del castillo estense consiguió calmar sus ánimos. En efecto, desde el poblado de Pallantone a Ferrara no habían encontrado ni un alma pero el temor de toparse de nuevo con bandas de lansquenetes había invadido sus ánimos durante todo el trayecto. El castillo de San Michele era un enorme baluarte, circundado por un impresionante foso, hecho erigir hacía más o menos siglo y medio por voluntad del Marchese Niccolò II. Andrea y sus compañeros entraron a la carrera por la puerta principal, encontrándose en el patio interno de la fortaleza. No fueron interceptados por los guardias sólo porque éstos últimos habían sido avisados de su llegada por el Duca Alfonso en persona. De lo contrario los tres hombres armados, que atravesaban el puente sobre el foso para llegar al interior de la fortaleza hubieran sido un blanco fácil para las flechas de los guardias de las almenas. De hecho, aunque la puerta estaba abierta, toda la fortaleza estaba bien custodiada por centinelas, presentes en gran número en las torres y en los caminos de ronda.

      Alfonso I d’Este tenía 47 años pero demostraba muchos más, quizás extenuado por su vida matrimonial con Lucrecia Borgia, de la que había tenido siete hijos, de los cuales tres habían muerto a corta edad, y por una grave herida recibida en el año del Señor de 1512 en la defensa de Cento. Recibió a Andrea en la sala de audiencias, vestido perfectamente con una zamarra15 de terciopelo rojo, ceñido a la cintura con un elegante cinturón de seda y sobrepuesta por un manto de armiño. En el cuello el Duca resaltaba un gran collar metálico finamente labrado, con un colgante donde estaba representada la efigie de su difunta esposa, Lucrezia, muerta de parto en el año 1519. También Isabella Maria, la hija nacida en esta desafortunada ocasión, había muerto a los dos años de edad. El Duca tenía fama de guerrero, tanto que, durante las audiencias, como en ese momento, llevaba la espada envainada sobre su flanco izquierdo, con la empuñadura que salía del cinturón de manera evidente. Por la otra parte, a la derecha, una talega de cuero que le servía para llevar dinero contante para utilizar cuando fuera necesario. Alfonso I d’Este no era sólo un gran experto en técnicas balísticas sino también un maestro de artillería, un metalúrgico y un fundidor de cañones, tanto era así que era llamado el Duque Artillero. En el año 1509, durante la batalla de Polesella, los cañones del ducado de Ferrara, fundidos bajo su supervisión, habían conseguido desmantelar una flota veneciana que había remontado el Po para llegar a la ciudad estense. El Duca y sus artilleros había esperado que una providencial crecida del Po elevase las naves hasta la línea de tiro de los cañones, luego habían hecho fuego, destruyendo gran parte de la flota. En su momento, la derrota naval de la república veneciana por parte de un ejército terrestre había producido una gran impresión y había favorecido la reconciliación entre la Serenissima y la ciudad de Ferrara. Recientemente el Duca había puesto a punto una nueva técnica de fabricación de la pólvora negra, usada por él para la creación de una nueva arma mortífera, llamada granada, que había sustituido a los proyectiles explosivos. La granada, lanzada por medio de armas de fuego, cañones o bombardas, se activaba al contacto con el suelo. La pólvora negra de su interior explotaba y la deflagración esparcía materiales a su alrededor, como esquirlas y fragmentos metálicos, destinados a herir al enemigo.

      El Duca, con los ojos cansados y enrojecidos, invitó a Andrea a acercarse y, al mismo tiempo, llamó a su lado a otro hombre, que apareció pavoneándose desde una puerta secundaria. Con no poca sorpresa Andrea reconoció a Franz, el lansquenete con el que se había enfrentado unas horas antes. El hombre se puso al lado del Duca con una sonrisita estampada en el rostro. Andrea, a su vez, lo miró de mala manera. Pero debía poner al mal tiempo buena cara y esperar a que fuese el Duca Alfonso quien le dirigiese la palabra.

      Con un movimiento de la mano, éste último, hizo sentar a sus huéspedes en la mesa ya preparada. Los sirvientes echaron vino en las copas y luego se marcharon, dejando al terceto a solas.

      ―Hoy es un día de suerte para mí ―empezó el Duca alzando la copa y saboreando el vino. ―Casi al mismo tiempo, uno desde el norte, y otro desde el sur, han llegado a Ferrara, ante mí, dos valientes guerreros, es más, me atrevería a decir, dos valientes condottieri. Venga, estrechaos las manos y haceos amigos porque es mi intención confiaros una importante misión que llevaréis a cabo juntos. ¡Franz de Vollenweider, Signore del Sud Tirolo, os presento al Marchese Franciolini, Signore de las tierras del Alto Montefeltro!

      Andrea, pensativo, dio un sorbo al vino, hincando el diente a un trozo de focaccia16 mojada en la salsa del estofado de pintada.

      ―¿Signore del Sud Tirolo? ―dijo Andrea volviéndose hacia el Duca. ―En el poblado de Pallantone, hoy a la hora de comer, este Signore, me dio la impresión de ser un loco lansquenete más que otra cosa. ¡Ya nos conocemos!

      ―Ya ―respondió el otro ―¡Si no me equivoco me debéis un hombre y una espada!

      ―¡Venga, fuera rencores! ―volvió a hablar Alfonso, vaciando la copa de vino y emitiendo un sonoro eructo ―Ahora necesito que os pongáis de acuerdo. Debéis ir en mi lugar a ver a Giovanni dalle Bande Nere, allí arriba en el bergamasco, contándole importantes noticias de mi parte y de parte del Santo Padre.

      ―Si debéis darle nuevas, ¿por qué no enviarle un mensajero en vez de dos valientes condottieri, como nos habéis llamado hace poco? ―intervino Andrea, llevándose a la boca un buen bocado de pecho de pintada y hablando con la boca llena.

      ―Dejadme que me explique, Marchese Franciolini. La cuestión es delicada y llegar a Bergamo, es más al pueblo de Caprino Bergamasco, donde está acampado Ludovico di Giovanni de’ Medici con sus soldados de fortuna, no es fácil, es muy arriesgado. Y es por esto que sólo vosotros dos, juntos, podréis llevar a cabo la misión con éxito. Vos, Andrea Franciolini, sois una persona de notable inteligencia y de conocidas dotes diplomáticas. Además de un condottiero, tenéis fama de ser un sabio administrador. Además ya conocéis a Giovanni, que seguramente se fiará de vos. Por su parte, Franz es capaz de mantener a raya a las bandas de lansquenetes que infestan la zona, ya que conoce muy bien sus hábitos y habla su lengua. Creo que podéis conseguir llegar a la zona de Bergamo sin sufrir bajas, algo casi imposible para un mensajero que, aunque fuese escoltado, podría ser degollado sin más.

      ―Por lo que yo sé, Giovanni dalle Bande Nere está ocupado en dos frentes, es decir que está enfrentándose a dos enemigos distintos ―volvió a hablar Andrea, interrumpiendo otra vez al Duca Alfonso ―En el pasado mes de agosto,