Stefano Vignaroli

Bajo El Emblema Del León


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mirada con nadie. Sólo cuando pasó al lado de Bernardino, su rostro se iluminó y esbozó una sonrisa a modo de saludo dirigida a su amigo y mentor. El impresor se dio cuenta y se regocijó por ello sin exteriorizarlo. Mientras miraba con obsequiosa admiración a la Condesa Baldeschi, se dio cuenta de que el rojo era el color preferido de las novias de la época. El rojo era el símbolo de la potencia creadora y, por lo tanto, de la fertilidad pero, sobre todo, los tejidos de aquel color eran los más caros y apreciados. El cortejo nupcial era considerado parte integrante de la ceremonia del matrimonio. Habitualmente, constituía una representación pública de ostentación de la riqueza de la familia de la novia que desfilaba por las calles de la ciudad con sus valiosas prendas nupciales, acompañada por los nobles caballeros de la familia. Nada de esto sucedía con Lucia Baldeschi que no había querido a ningún presunto caballero perteneciente a su familia a su alrededor. Su sobria elegancia y su porte eran casi el de una reina que iba al altar para casarse con su príncipe. Una reina que, de todos modos, había sido siempre amada por su pueblo, por lo que era y no por lo que quería aparentar. Y nunca se habría permitido aparecer de otra forma sólo porque ese era un día especial. Todos los jesinos habían aprendido a amarla como una mujer de carácter fuerte y determinado pero, al mismo tiempo, con un alma buena y amable. Bernardino se sumó al cortejo que, dentro de poco, llegaría al atrio de la iglesia de San Floriano, donde debería estar esperándolo el novio junto con el cardenal Ghislieri. Allí, en el atrio, se desarrollaría la ceremonia nupcial con el intercambio de los anillos. Después de lo cual, los celebrantes y los invitados, entrarían en la iglesia para la celebración de la auténtica misa.

      Aunque no lo pareciese, Lucia estaba de los nervios. No veía la hora de bajar del caballo y acercarse a su prometido, tendiendo hacia delante su mano izquierda, de tal manera que él pudiese besarla y la mantuviese asida a la suya. Pero en cuanto el caballo blanco pisó la plaza, que en su momento había sido el lugar de nacimiento del emperador Svevo, fue evidente para la novia y para todo su séquito que el Capitano Franciolini no estaba en su puesto, debajo del palio preparado a tal fin delante de la iglesia. El obispo, el cardenal Ghislieri, acogió a la joven novia abriendo los brazos incómodo. Era evidente que no sabía por dónde empezar para darle las debidas explicaciones.

      ―Hombres del Duca della Rovere… Sí, justo hombres del Duca della Rovere fueron los que se presentaron hace poco. Han intercambiado unas palabras con el Marchese y le han dado una carta sellada. Él la ha leído en un abrir y cerrar de ojos, luego, sin decir una palabra, ha saltado sobre su caballo y ha partido corriendo detrás de esos hombres. Antes de desaparecer se ha girado gritándome “¡Excusadme con la condesa pero se requiere mi presencia en Mantova con la máxima urgencia!”

      Capítulo 2

      La fortaleza de los príncipes de Carpegna era un refugio seguro, debido a la inaccesibilidad del lugar, encastrado como estaba en un contrafuerte rocoso, superpuesto a un burgo de pocas casas en el Monte della Carpegnia. Ya habían pasado un par de meses desde el memorable 27 de marzo de 1523, día en el que Andrea había sido herido de gravedad, durante un torneo caballeresco, a manos del vil Masio da Cingoli. Era obvio que aquel sentía envidia de su posición y deseaba su muerte, o por lo menos una grave incapacidad, para ganarse al Duca della Rovere y ocupar su lugar. Y lo había intentado de todas las maneras pero le había salido mal. Andrea había sabido, sólo a continuación, que ese mismo día, el mismo 27 de marzo, el Papa Adriano VI había firmado la bula que garantizaba la legalidad de la posición de Francesco Maria della Rovere, confirmando a su favor cada una de las concesiones hechas por los papas precedentes y anulando la sentencia de Leone X que asignaba los territorios de Urbino y Montefeltro a los Medici. El Duca había sido reintegrado a su posición y se le habían restituido sus territorios, por un tributo anual de 1340 florines por el Ducado de Urbino, 750 por la ciudad de Pesaro y 100 por Senigallia. Sólo San Leo y Maiolo, donde se habían reunido, entre enero y febrero de 1523, las tropas de Giovanni De’ Medici, más conocido como Giovanni dalle Bande Nere, permanecían bajo el dominio de los Medici, para hacer de amortiguador entre las tierras feltresque y las mediceas.

      Andrea se había recuperado muy lentamente, ya fuese por la grave pérdida de sangre sufrida, ya fuese porque le habían herido de nuevo en un brazo ya lesionado durante el saqueo de Jesi. Había esperado, al abrir los ojos después de unos días de agonía, encontrar a su lado a su amada Lucia, como había sucedido cuando había sido herido unos años antes. En cambio, la única presencia que advertía era la de un fraile franciscano, que se afanaba con decocciones y emplastos, de los que Andrea estaba seguro que él ignoraba las propiedades curativas. A lo mejor había sido enseñado de esa manera por la condesa que, al no poder permanecer a su lado, había confiado al fraile sus remedios. De hecho, estaba impresa en su mente la imagen inconfundible de los ojos de Lucia, entrevistos a través de la visera de una celada antes de perder el conocimiento. ¿Pero podía estar seguro de eso? ¿O era sólo su imaginación que se lo quería engañar? Claro, la imaginación de una persona que lleva sobre ella el miedo a la muerte, que le hace tergiversar la realidad a favor de ideas más amables. De todas formas, daba igual cómo hubiera sucedido, ahora estaba mejor. El hombro seguía produciéndole unos dolores punzantes pero era el momento de recuperarse totalmente y lo primero en que pensó fue en la venganza contra Masio. La venganza es un plato que se sirve frío. Y él había tenido todo el tiempo para pensar en cómo actuar.

      Estaba recuperando las fuerzas poco a poco y los lugares altos del Monte Carpegna eran ideales para cabalgadas tranquilas y restauradoras. No había miedo a las emboscadas, ya que el horizonte estaba totalmente despejado y no permitía a nadie acercarse a escondidas. Por lo tanto, con el fin de reponer el alma y la musculatura, Andrea, habitualmente, ensillaba una cabalgadura tranquila a primeras horas de la mañana y salía al aire puro y fresco que sólo la montaña le podía ofrecer. Cada día se sentía más fuerte y más seguro de sí mismo, aunque todavía le dolía el hombro. Pero él hacía de tripas corazón, intentaba resistir como si no pasase nada, y en poco tiempo el dolor se derretía como la nieve ante el sol. Deseaba reponerse totalmente, para reencontrarse con su amada y en su ciudad, para poner en marcha la promesa de matrimonio pero también para recuperar el gobierno de su ciudad. Y en virtud de lo que le había sido concedido por el Duca della Rovere, podía exigir todo eso por derecho propio. Ya no era el simple hijo de un mercader, dado que había sido nombrado por el pueblo de Jesi como su capitán. Ahora era un noble, un Marchese, con muchas tierras, aunque fuesen ásperas tierras de montaña, y además había caído en gracia al Duca de Urbino. Es verdad, le debía obediencia a éste último, pero se sentía capaz de volver a Jesi con plena autonomía. A pesar de estar inmerso en estos pensamientos, no pudo dejar de advertir a lo lejos la nube de polvo levantada por un manipulo de hombres a caballo que estaba subiendo el camino de tierra que conducía a la fortaleza.

      Oyó a lo lejos las llamadas de los centinelas desde los parapetos. Aunque las voces no parecían tener un tono alarmado, se disparó un cañonazo para advertir de la llegada de un posible enemigo. Luego, las campanadas hicieron comprender a Andrea que no había ningún peligro, que quien se aproximaba no lo hacía en actitud de combate. Cuando el grupo comenzó a distinguirse mejor, observó a un caballero con una actitud más orgullosa, sobre un caballo que superaba en altura al resto de las cabalgaduras, montadas por soldados con armaduras ligeras. Los colores eran los de los Medici.

      Giovanni dei Medici, dijo Andrea para sus adentros, el famoso y conocido Giovanni dalle Bande Nere, o mejor dicho Ludovico di Giovanni De’ Medici, repudiado oficialmente por su familia por ser hijo ilegítimo de Giovanni il Popolano, pero, de todas maneras, todavía ligado a la familia. ¿Por qué razón habrá venido hasta aquí? ¿Se habrá enterado de mi presencia? ¿Habrá venido a retarme? ¿Querrá recuperar los territorios del Alto Montefeltro para su familia?

      La inesperada llegada preocupaba un poco a Andrea, también porque, en un posible encuentro con los esbirros de los Medici, sólo tendría de su parte a unos pocos hombres al servicio de los Conti di Carpegna. Y eran muy poca cosa con respecto a la fama que acompañaba a los mercenarios del Capitano Giovanni dalle Bande Nere. Se volvió hacia la fortaleza, pensando que era mejor parlamentar con el Medici entre muros seguros y acompañado por hombres de su confianza, cuando vio que ya los condes de Carpegna, los hermanos Piero y Bono, habían salido a la carrera y estaban cabalgando hacia él para echarle una mano. Seguro