Stefano Vignaroli

Bajo El Emblema Del León


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vez, en un entrecruzarse de largos cabellos, rubios los de ella, oscuros los de él. Antes de volver a penetrar a su mujer, el Duca miró fijamente con sus ojos oscuros, casi negros, a los de color azul mar de ella.

      ―Te amo ―susurró, dándose cuenta de que aquellas dos palabras, aparentemente tan simples y obvias, nunca las habría pronunciado en presencia de otra mujer.

      Por toda respuesta, Eleonora cogió su rostro entre sus manos cálidas, acarició su áspera barba, logrando que se extendiese boca arriba sobre las sábanas de lino. A continuación se puso a horcajadas sobre él, deslizando su miembro erecto entre sus caderas. Francesco Maria estaba en éxtasis. Le gustaba muchísimo que fuese ella la que tomase la iniciativa. Observaba a Eleonora desde abajo balancearse encima de él, en un crescendo cada vez más intenso de movimientos oscilantes, con un ritmo cada vez más rápido y apremiante. Gotas de sudor, descendían desde la frente de ella para bañarle el pecho, las mejillas, la frente. Apretó sus manos de guerrero a lo largo de los flancos de su indómita potranca, hasta llegar a los senos, para comenzar a acariciarlos con movimientos circulares. Sintió que Eleonora se excitaba todavía más, sintió su respiración jadeante transformarse casi en un grito de placer. Comprendió que no podía contenerse e inundó el vientre de su esposa que, en cuanto llegó al orgasmo, gritó todavía más fuerte, luego se paró y se dejó caer sobre él, actuando de manera que su miembro no abandonase todavía el interior de su vientre. Francesco suspiró, satisfecho por la noche de amor, esperó a que la erección se acabase poco a poco, luego apartó con delicadeza el inerme cuerpo femenino. Sabía perfectamente que después del tercer orgasmo Eleonora se quedaba dormida profundamente. Comprobó que su respiración fuese regular, recubrió su cuerpo desnudo con la sábana y se levantó de la cama, poniéndose las calzas. Se llevó a la boca un par de granos de dulce uva blanca, luego, pensativo, se acercó a la ventana admirando los reflejos plateados de la luna sobre las aguas del lago. Desde hacía unos meses era huésped en el castillo scaligero2 de Sirmione, un castillo rodeado por agua por los cuatro costados y construido en posición estratégica, en la orilla meridional del lago de Garda, por los señores de Verona, justo para hacer frente a los terribles enemigos que invariablemente bajaban desde los Alpes, por el valle del río Adige. Y en esa época el enemigo era todavía más temible porque, en vez de estar constituido por un ejército regular, estaba compuesto por sanguinarias bandas armadas de germanos a los que se llamaba lansquenetes y que combatían a favor del emperador Carlo V d'Asburgo, pero lo hacían a su manera. Las aguas del lago estaban tranquilas en esa noche de mitad del mes de noviembre y el paisaje de alrededor, iluminado por la luna y dominado por las siluetas de la montañas, realmente era sugestivo. Desde la ventana, Francesco Maria podía observar la dársena que había delante, un amplio espacio con forma de cuadrado irregular, delimitado por los muros del castillo e invadido por las aguas del lago. A través de una abertura del recinto amurallado, incluso embarcaciones de un cierto tamaño podían encontrar refugio seguro en su interior. La dársena era un lugar de estancia para la flota scaligera, una flota que difícilmente vería el mar abierto, considerando que el lago no tenía canales navegables que comunicasen con las costas del Adriático. Sólo a través de una complicada maniobras por los canales de agua artificial y campos anegados las embarcaciones podían ser trasladadas a la gran dársena cerca de la Citadella armada de la ciudad de Mantova. Desde aquí, a través del Micio, luego se podía llegar con facilidad al gran río Po, el antiguo Eridano, y finalmente navegar hacia los territorios venecianos y hacia el Mar Adriático.

      Mirando más allá de los muros septentrionales, Francesco María, por el momento, sólo podía observar aguas plácidas, consteladas aquí y allá por embarcaciones y baluartes montañosos cuyas cimas ya habían comenzado a cubrirse con las primeras nieves. Pero el enemigo podía aparecer de repente, de un momento al otro, y el Duca no estaba contento con que su mujer Eleonora y su séquito estuvieran allí. Sí, por un lado estaba contento al poder disfrutar de su compañía y de los encuentros amorosos como aquel recién concluido, pero por la otra temía por su incolumidad. Había pasado casi veinte años desde que se habían casado. En realidad eran sólo dos quinceañeros en el momento de la ceremonia, un matrimonio político que había reforzado la alianza entre las familias de Urbino y de Mantova, pero las ocasiones para estar juntos habían sido realmente pocas. Ella en Mantova, en la corte de los Gonzaga, y él en Le Marche combatiendo, combatiendo y combatiendo. El primer hijo, Guidobaldo, que ahora tenía nueve años, había llegado casi dos lustros después de la luna de miel, y aquellos últimos dos meses habían sido el primer período en el que Francesco Maria había podido gozar de su compañía. Desde que la familia se había reunido, se podía incluso pensar en tener otro hijo, quizás algunas niñas, para no quitarle nada a su primogénito Guidobaldo. Pero parecía que, a pesar de los frecuentes encuentros amorosos de los últimos tiempos, Eleonora no conseguía quedarse encinta. ¿Sería posible que fuese ya demasiado vieja para conseguirlo? ¡Para nada! A fin de cuentas tenía treinta y tres años, ya no era una muchachita pero estaba todavía en edad fértil. Con todo esto, el corazón le sugería, por un lado, tener a la esposa a su lado, para poder gozar de su amor y su presencia, por el otro, mandarla de nuevo a Mantova para protegerla de los horrores de una posible batalla contra los famosos lansquenetes. Además, en aquellos días había llegado la noticia de la muerte del Papa Adriano VI, que había sido sustituido inmediatamente en el solio pontificio por Giulio De’ Medici, con el nombre de Clemente VII. Realmente no era un acontecimiento inesperado. Francesco Maria lo había previsto y sus emisarios habían trabajado para estrechar pactos con los Medici, incluso antes de que hubiese sido elegido Papa. Pero lo que le preocupaba, y por lo cual no conseguía dormir por las noches, ni siquiera después de un satisfactorio encuentro con la bella Eleonora, era cómo reaccionaría Carlo V a la nueva situación. Se movería, claro que se movería en varios frentes, de manera oficial contra la Francia de Francesco I Valoise, contra su enemigo de siempre, de manera menos oficial haciendo que se esparciesen los lansquenetes por la Italia Septentrional con el fin de subyugar Milano y dirigirse a Firenze y Roma, para reunir todos los territorios italianos, además de los ya poseídos de Napoli, Sicilia y Sardegna, bajo la única corona imperial. No sería fácil impedir al ejército germánico, una vez allanado el camino por los lansquenetes, llegar a Roma, arrasarla a sangre y fuego y llegar, por fin, a la ciudad de Napoli, aliada de Carlo V. Sólo había que confiar en el valor y la audacia de Giovanni Ludovico De’ Medici. Y de su hombre, que estaba esperando ansioso día tras día, su fiel Marchese dell’Alto Montefeltro. Lo que interrumpió el discurrir de los pensamientos de Francesco Maria, fue el avistamiento de la silueta de una enorme embarcación, una nave de tres palos con la bandera de la Reppublica Serenissima, que desde las aguas del lago reclamaba la apertura de la puerta de acceso a la dársena. Mientras los guardias, desde el paseo de ronda, llevaban a cabo la serie de complicadas maniobras que permitirían la apertura de la puerta, el Duca se percató de que, al lado del estandarte con el león de San Marco, extendido y con el clásico libro abierto entre sus garras, había otro más pequeño sobre el que resaltaba un león rampante coronado. Había sido gracias a los rayos de la luna que había conseguido distinguir los dibujos de las banderas a pesar de la oscuridad. Su corazón, por fin, se sentía aliviado. Aquella bandera era la señal que había convenido con sus hombres. Estaba llegando el Marchese Franciolino Franciolini, o mejor dicho, su más fiel comandante, Andrea Franciolini de Jesi. Realmente ansioso, se acabó de vestir y bajó rápidamente las escaleras para llegar hasta el amplio salón y disponerse a esperar con impaciencia. Terminadas las maniobras de atraque, quien descendía de las embarcaciones debía forzosamente entrar en aquella habitación. El Duca hizo llamar a algunos sirvientes que se aseguraron de preparar la mesa con el objetivo de acoger como se debía a los recién llegados. Aunque ya era tarde, después de un largo viaje, encontrar con que reponer fuerzas realmente era algo que cualquiera apreciaría.

      Los primeros en desembarcar fueron los servidores, que se encargaron de amontonar sobre el muelle baúles y objetos personales de los nobles guerreros que habían acompañado durante la navegación. La servidumbre del castillo corrió afuera, ya fuese para transportar los bagajes de cada uno a las estancias que se les habían asignado, ya para conducir a los siervos recién desembarcados hacia las alas del castillo reservadas para ellos, con el fin de que pudiesen reponer fuerzas, reposar y, si querían, estar en compañía de alguna putilla. Inmediatamente, descendieron a tierra los marineros que enseguida fueron conducidos hacia las aberturas que daban