Martín Rodriguez

¿Qué hacemos con Menem?


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hay un material excepcional para comprender la Argentina contemporánea. “Integrar la propia sombra”, decía Carl Gustav Jung. Tal vez sirva para dejar de proyectarla en los demás.

      Un Menem para una generación

      Este libro tiene ideas distintas, e incluso a veces contrapuestas, sobre la década y la persona que le dio nombre. Pero a pesar de esa diversidad ideológica y política –o quizá precisamente por eso–, existe un piso común. O como decían los reformistas de la Constitución: “un núcleo de coincidencias básicas”.

      Primero, no nos interesa abordar el “tabú Menem” para reeditar el mil veces caminado juego contemporáneo del falso malditismo político –no hay nada peor que una adhesión estética tardía–, ni tampoco para procesarlo como un consumo irónico o como un “chiste”. Formas distintas de reproducir el vacío. Menem se nos vuelve mortalmente serio. Un Menem sobrio, tal vez el que él mismo no fue en vida. Como un Roca, como un Perón, como un Kirchner.

      Segundo, creemos que una generación se define también por la década con la que elige dialogar, y que en ese contrapunto se construyen nuevas lianas para intervenir en el presente y el futuro. Nuestros noventa fueron para muchos de nosotros, en tiempo real, una inmersión adolescente en el mito y la leyenda de la década del setenta. Devorando y subrayando el Todo o nada, de María Seoane, o los tres tomos de La Voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita; tal vez un escape natural hacia el pasado épico de la derrota frente a la asfixia que provocaba la homogeneidad de la ideología triunfante. Hoy, y transformado “el setentismo” en una suerte de ideología de Estado, es tal vez natural que la mirada se vuelque, esta vez, a un pasado que sí fue vivido.

      La historia se narra en primera persona, ¡yo y Platero!, por izquierda y por derecha, pero más allá de esas imágenes se trata del intento de explicar que el menemismo no es algo ajeno. Es algo entramado en un tiempo histórico. Es algo que nos salpica, y que en buena medida nos constituye. Revisar a Menem es revisarse.

       Ahí vamos.

      El peronismo del fin de la historia

      Del peronismo como “solución” al peronismo como “problema”

      Pablo Touzon

      En la Argentina actual existe un cierto vacío interpretativo de la política en relación con Menem, el menemismo y la década de los noventa. Fuera de la academia, la política profesional mira ese pasado con el ojo de vidrio de una indiferencia calculada; con la excepción de la izquierda, a todos los incomoda. En el mundo cultural el vacío es aún más pronunciado, a excepción de que se nombre esa década desde la condena automática o bajo la tenaz y solitaria pluma de un escritor como Jorge Asís. Pero esos años ya no se tematizan. Algo de eso puede observarse en las contadas situaciones institucionales en que un Menem ya anciano aparece para reclamar sus fueros en la Historia: entre la distancia y el consumo irónico, y pasadas las pasiones personales que prohijó, da la sensación de que la sociedad política argentina aún no sabe bien qué hacer con él.

      Al peronismo le recuerda una parte “maldita” de su historia, una que no puede narrarse en clave de movilización popular, expansión de derechos, resistencia o lucha antiimperialista. Una década extensa y compleja, difícil de decodificar a través del prisma de sus tres banderas históricas de “independencia económica, soberanía política y justicia social”. Incluso hoy, mucha de la bibliografía más reciente sobre el peronismo prefiere hacer descender un olímpico “cono del silencio” sobre el tema. Agreguemos un dato de tipo “biográfico”: la mayoría de los cuadros dirigentes y funcionarios del peronismo del siglo XXI hizo su escuela de gestión pública en el Estado menemista. No podía ser de otra manera, dado que el Menem de 1989 cortó la racha de un peronismo desalojado del poder desde 1976. “Quemá esas fotos”.

      Para el macrismo el menemismo es también paradojal, una suerte de tío exitoso pero ordinario, “grasa” y plebeyo: un familiar que le da vergüenza. Esta percepción puede graficarse en el mismo “proceso de desmenemización” que debutó con la carrera política de Mauricio Macri, un protagonista excluyente (junto con su padre, que nunca renegó) de la noche y de las playas del Punta del Este noventista. La crisis de 2001 y el estallido del modelo de la Convertibilidad forzaban a un acto de contrición colectiva de las élites argentinas con aspiraciones políticas: separarse de Menem primero y de Cavallo después fue algo así como el certificado de nacimiento del PRO como entidad independiente. No se podía ser hijo de 2001 y de los noventa a la vez. Más cercana en el tiempo, la conformación de Cambiemos en conjunto con la Unión Cívica Radical profundizó aún más esa diferenciación, consolidando asimismo el perfil ya netamente antiperonista de la coalición política. La conclusión: en la Argentina, menemista no fue nadie. Los noventa son su “década olvidada”.

      Hoy el fracaso inapelable de la experiencia cambiemita en el poder permite tal vez una relectura en una clave que pueda ir más allá de la ignorancia oficial de la Historia macrista y de la narración del “saqueo” con voz en off de Pino Solanas, típica del relato semioficial del kirchnerismo. En una primera mirada, podría decirse que el macrismo y el menemismo comparten una misma cosmovisión, una misma concepción del mundo y de la integración de la Argentina en él: una comunión de objetivos basada en un credo “liberal” común, con todo su decálogo clásico: apertura de la economía, libre mercado, desregulación, reforma del Estado. Las coincidencias, sin embargo, terminan ahí. Todo en la puesta en práctica de esta política, en sus formas, en sus procedimientos y en su sociología es, efectivamente, muy diferente. En ese sentido, Marcos Peña tenía razón en desestimar siempre la comparación entre Macri y Menem: lo que no queda tan claro es que eso sea de alguna manera una ventaja para Mauricio. En buena medida, Menem consiguió y realizó los sueños secretos del macrismo; y lo hizo construyendo un “orden” relativamente estable –el concepto mantra de los noventa fue “la estabilidad”– que lo une en línea histórica con la tradición de gobierno de Juan Perón y Néstor Kirchner, al menos en sus primeros mandatos. Una “estabilidad” que encuentra su espejo deformante cruel en la vida “a salto de dólar” de los cuatro años macristas y que permite un ejercicio político e intelectual a lo Plutarco. Las vidas paralelas de dos experiencias políticas.

      “No importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones”

      La máxima del dirigente chino Deng Xiaoping sintetizaba una aspiración y un clima de época para muchos partidos y movimientos populares a fines de la década del ochenta. La caída de la Unión Soviética y el Muro de Berlín obligó a la reconfiguración interna de la mayoría de las formaciones políticas históricas del siglo XX, sin distinciones de latitudes ni lenguas. El triunfo aparentemente inapelable de las ideas de apertura y libre mercado habilitaban una máxima darwinista: adaptarse o morir. Por nombrar tan solo algunos ejemplos destacados, el PRI mexicano, el Partido Comunista Chino y el peronismo argentino iniciaron o profundizaron su reconversión política e ideológica en aquellos años. Pero lo hicieron solo a medias, a sabiendas de que la hibridación era su destino manifiesto: ¿cuánto conservar y cuánto transformar? El PRI mantuvo lo que pudo el unicato, Menem jamás desafió el modelo sindical de unidad promocionada ni el poder –corporativo al menos– de la CGT. Más al norte, la experiencia de la Perestroika de Mijaíl Gorbachov funcionaba como contraejemplo: una reforma que había ido demasiado lejos y había terminado con el reformador. Por eso, al principio la adscripción a las reformas de mercado fue en la mayoría de los casos una sobreadaptación pragmática, un conjunto de formas y herramientas nuevas para intentar lograr los mismos fines de siempre. El vocabulario conceptual ensamblado lo grafica: el “socialismo con características chinas” de Deng o la “economía popular de mercado” de Menem. La “fe” vino después.

      La “vía peronista al liberalismo” surgió entonces como una respuesta adaptativa a la combinación histórica de la crisis hiperinflacionaria de 1989-1990 –a la que el historiador argentino