romano” de un Estados Unidos expansivo y confiado en tener las espaldas para sostener y monitorear el proceso. La foto de casamiento de Clinton, Rabin y Arafat. En todos los países excomunistas, en naciones como Chile o Sudáfrica, las nuevas dirigencias apostaban a un esquema similar: esta fue quizá la promesa más universal de la década del noventa, y la más fallida vista desde nuestra propia posteridad. Tenía una premisa lógica interesante y una situación geopolítica única y excepcional para llevarla a cabo, pero fracasó a la larga porque fue este mismo capitalismo el que serruchó la rama sobre la que quiso sentarse, al consolidar niveles de desigualdad y de pobreza estructural que solo podían tener como consecuencia la profundización de la polarización política y la famosa crisis de la clase media occidental. Un orden occidental que boicoteó a largo plazo las condiciones de su propia reproducción exitosa, y del cual el éxito chino es su propio resultado paradojal.
En la Argentina de esa década todos parecían tener razón. Los que construyeron el modelo nuevo para una Argentina “inviable” y los que lo impugnaban por su darwinismo social y su insustentabilidad a mediano plazo. Esa es, tal vez, la condición de posibilidad de un orden. En la Argentina de la década perdida de la grieta fue –¿es?– al revés: todos parecen estar equivocados, y esa tal vez sea la premisa de su propia inviabilidad.
[1] Mauricio Macri, Primer tiempo, Buenos Aires, Planeta, 2021, p. 86.
[2] Marcos Novaro, “Menemismo, pragmatismo y romanticismo”, en Marcos Novaro y Vicente Palermo (comps.), La historia reciente. Argentina en democracia, Buenos Aires, Edhasa, 2004.
[3] Mauricio Macri, Primer tiempo, ob. cit., p. 80.
[4] Martín Rodríguez, “Menem: Un busto ahí”, La Política Online, 1º de diciembre de 2018, disponible en <www.lapoliticaonline.com>.
[5] Jorge Luis Borges, Borges en Sur, 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 69.
[6] Reprod. en Inés González Bombal, “La figura de la desaparición en la re-fundación del Estado de Derecho”, en Marcos Novaro y Vicente Palermo (comps.), La historia reciente. Argentina en democracia, ob. cit., p. 130.
2. Estado cavallista y reforma progresista
Cuando la tecnocracia escribe derecho con renglones torcidos
José Natanson[7]
Cuando Carlos Menem asumió el poder, el 8 de julio de 1989, sabía que su futuro dependía de su capacidad para desactivar, por vía de la derrota, la cooptación o una combinación de ambas, los tres factores que le habían dificultado la gobernabilidad al alfonsinismo y que habían contribuido a su trágico final. Al sindicalismo le permitió preservar −a cambio de su tolerancia al giro neoliberal− sus históricos beneficios corporativos y las dos fuentes principales de poder (el sindicato único por rama de actividad y las obras sociales). A los militares los domesticó con una pinza poderosa que los encerró entre el indulto y la represión inclemente del último levantamiento carapintada (para que no volviese a ocurrir). Al tercer actor central del drama alfonsinista, el poder económico, se propuso conquistarlo con su sex appeal neoliberal recién adquirido: recordemos que su primer ministro de Economía fue Miguel Ángel Roig, hasta ese momento vicepresidente ejecutivo de Bunge & Born, el principal grupo económico nacional, y que cuando Roig murió de un paro cardiorrespiratorio, apenas cinco días después de asumir el cargo, fue reemplazado por… su segundo en la empresa, Néstor Rapanelli. Menem buscaba menos un ministro que la explicitación de una alianza.
Carlos Menem ya había decidido el giro económico. ¿Cuándo, en qué momento de sus multitudinarias giras plebeyas, parado al frente del menemóvil, resolvió que el plan no era la revolución productiva y el salariazo, sino la metamorfosis apurada a un neoliberalismo alla argentina? Quizá no supiera cómo hacerlo exactamente, al fin y al cabo era el mismo partido que había construido el modelo estadocéntrico e industrialista el que ahora se proponía desmontarlo pieza por pieza, pero tenía muy claro que ese –el mundo que se abría con la caída del Muro de Berlín, la globalización y el libre comercio– era el camino.
Si el acuerdo con Bunge & Born constituyó el primer esbozo fallido del nuevo rumbo, la incorporación de Álvaro Alsogaray al gobierno fue una segunda señal, más clara que el agua clara. Neoliberal aun antes de que el neoliberalismo se proclamara como tal, el capitán-ingeniero fue nombrado asesor especial para la deuda externa primero y responsable del fabuloso proyecto de la aeroisla después. Una boutade de Menem, que encontró en Alsogaray –como había hecho Arturo Frondizi treinta y dos años antes– la forma de gritar su conversión ideológica definitiva a un credo que no era el suyo, como si dijera: “Antes era aquello, ahora soy esto, y acá está Alsogaray, que lo prueba”. Pero Alsogaray era demasiado rústico como para erigirse en el organizador del gobierno: podía funcionar como símbolo, nunca como eje de una gestión.
Fue Domingo Cavallo quien ocupó ese lugar, quien le dio a Menem el plus de sentido que necesitaba para terminar de cerrar el círculo cuadrado del peronismo-neoliberal. Sancionada en marzo de 1991, la Ley de Convertibilidad disciplinaría bajo una fórmula simple –después lo descubriríamos: demasiado simple– la vida económica, social y cultural de los argentinos durante más de una década. La Convertibilidad era el suelo duro sobre el que discurría el matrimonio entre la política de Menem y la economía, es decir, la idea de Estado y mercado de Cavallo; el encuentro entre rosca y tecnocracia que terminaría de parir el proceso más profundamente reformista desde la recuperación de la democracia. ¿Quiénes dieron vuelta como un guante a la Argentina? Primero Raúl Alfonsín, al final Néstor Kirchner, en el medio Menem-Cavallo.
Pero Cavallo fue mucho más que la ley-karate que acabaría de un solo golpe seco con décadas de inflación. Como Ricardo López Murphy, su espejo fracasado (en buena medida porque Cavallo ensayó su entrismo con el peronismo mientras que López Murphy tuvo la mala idea de hacerlo con el radicalismo), Cavallo era un economista con posgrados en el exterior que presidía una fundación, la Mediterránea, creada por el empresariado cordobés para dotar de políticas, programas y cuadros de gestión a los gobiernos provinciales. El éxito cordobesista de De la Sota-Schiaretti, la aldea irreductible que durante una década resistió al invasor kirchnerista, se explica en buena medida por el “modelo cordobés” que la Mediterránea contribuyó a fabricar: ultraproductivo y dinámico, con un Estado atento a los negocios privados y políticas sociales focalizadas para atender a los excluidos.
El desembarco de Cavallo en el Ministerio de Economía, decíamos, revistió al gobierno de Menem de la capacidad técnica, la profesionalidad de los equipos y la consistencia en la gestión de las que había carecido en el año y medio anterior, cuando a la fallida experiencia de Bunge & Born le siguió Erman González (“Un contador sin visión política”, según las célebres palabras de su sucesor). Con Cavallo, el neoliberalismo de Menem dejó de ser una intuición para convertirse en un programa.
¿Qué proponía ese programa en relación con el Estado? Conocemos el trazo grueso, su orientación básica: amplias privatizaciones para reducir su tamaño, el paso de un rol de productor a uno de orientador de la economía, el desarme de diversos mecanismos tendientes a garantizar derechos sociales y la descentralización a los ámbitos provincial y municipal de diversas funciones, en particular de salud y educación. Y en medio de este impulso reformista desparejo pero imparable, dos trasformaciones sustanciales: la reforma de la seguridad social y la reforma de la estructura de recaudación impositiva. Vale la pena revisarlas, no solo por sus consecuencias económicas y sociales inmediatas, o por los conflictos políticos que implicaron, sino también por su relevancia de largo plazo, estratégica.
Y porque uno de los resultados de ambas reformas fue la creación