Martín Rodriguez

¿Qué hacemos con Menem?


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de las fuerzas vivas y organizadas de la sociedad, en toda esa frontera porosa entre el Estado y del Mercado. Como apunta Marcos Novaro: “Menem no fue un mero simulador de decisiones, y si pudo asegurarse el respaldo de diversos poderes fácticos e institucionales y a la vez actuar con autonomía fue en gran medida gracias a la esforzada tarea de construcción de una coalición de apoyo”.[2] Menem creía en una gobernanza “con el círculo rojo adentro”, y era capaz de extender ese concepto hasta los límites de lo imposible: a todo poder le extendía su carta de ciudadanía y su derecho a roce.

      El macrismo operó de forma diametralmente contraria. Hijo de 2001 y de la llegada a la política electoral de los sectores medios y altos luego del colapso del sistema político argentino, el macrismo es también hijo de estos viejos generales de la “patria contratista” de la que buscó siempre emanciparse. Un concepto fuerte y estructurante del ideario macrista fue este de “círculo rojo”, en el cual pretendía englobar al conjunto de una dirigencia –empresarial, sindical, periodística– culpable excluyente de la decadencia argentina, una operación que le permitía, por un lado, autoexcluirse de ese colectivo y, por el otro, evitarse toda mediación en su diálogo tecnológico con “la sociedad”.

      Para el promedio de la dirigencia macrista, “matar al Padre” fue una ley primera: la utopía consistía en romper con la vieja burguesía “comisionista”, colaboracionista tanto de militares como de peronistas, y recrear un discurso liberal limpio y puritano, de “unicornios” y emprendedores, que se alejara del barro de la Historia que los vio nacer. Un acto parricida fundante: caen las cabezas de Franco Macri y Carlos Menem. El macrismo edificó así un gobierno freudiano, empeñado en una lucha generacional interna que cristalizó un resultado algo insólito: un gobierno de empresarios antiempresarios. O, en todo caso, en contra de los empresarios argentinos realmente existentes, y no de los imaginarios. En su lucha contra el “círculo rojo” nacional, Mauricio Macri tenía como aliado imaginario al capital extranjero que se suponía estaba urgido por regresar a la Argentina: “extranjeros versus locales” era el partido que el gobierno imaginaba ganar, ahogando en dólares frescos la Argentina de la paritaria permanente entre los Ignacio de Mendiguren y los Moyano. Con el “Lava Jato” de los cuadernos incluido, toda la jerga de la época remitió siempre y de manera consistente a este imaginario: la “lluvia de inversiones”, el mini-Davos, la emoción de Macri en la recepción del G20, la celebración del acuerdo con el Fondo. El Mundo no como asociado de la Argentina, sino como redentor de los pecados del país. Ted Turner contra Franco Macri.

      En su libro autobiográfico Primer tiempo Mauricio Macri vuelve una y otra vez, consciente o inconscientemente, a nombrar el trauma: la ausencia de una economía política y de un esquema de alianzas sociales que pudiese sostener su –por cierto muy difuso, y ahí reside tal vez una clave– plan de reformas. El dilema que llama el del “cambio contra la gobernabilidad”:

      Menem lo hizo, ¿pero cómo lo hizo? Macri opone lo que Menem une. El macrismo es el disco del menemismo escuchado al revés.

      La máquina de perdonar

      Como escribió Martín Rodríguez en La Política Online:

      Si el menemismo ofreció estabilidad económica y consumo de masas para los incluidos y miseria y desocupación para los excluidos, el fracaso económico del macrismo democratizó de facto el reparto de la torta: mishiadura y crisis para todos. Este hecho generó un desplazamiento del discurso político oficial, de la infraestructura y el gobierno ingenieril a la política de identidad, valores y aspiraciones. Donde el menemismo era todo economía y “cosas”, el macrismo fue todo sueños, utopías, relatos y “mensajes”. Sin Alto Palermos ni Apple Stores que mostrar, el gobierno profundizó su deriva de identity politics. A pesar de esa voluntad iconoclasta, jamás pudo saltar fuera de los límites políticos y simbólicos de su propia clase: pocas veces la historia argentina asistió al espectáculo de una homogeneidad “étnica” semejante. La lista de la mayor parte del funcionariado argentino podía sintetizarse en tres o cuatro variables principales: capitalinos o bonaerenses, provenientes de colegios de élite, hombres de entre 35 y 55 años. Un sector que proyectó su propia insularidad de clase sobre todo el resto de la Argentina, con un devenir que solidificó la impronta afrikáner de su práctica política: representar, pura y exclusivamente, a la “Argentina blanca”. La polarización y la grieta de Estado fueron su lógica consecuencia, en un proceso al que solo le falta para terminar de realizarse el autonomismo geográfico y territorial: florecerán mil Cataluñas.

      Se paraba sobre su propia biografía de preso político durante la dictadura –una que no necesitaba simular– para abrazarse con todos los enemigos históricos del peronismo –desde el almirante Isaac Rojas hasta Álvaro Alsogaray–, indultar a las juntas militares de la dictadura y a la cúpula de Montoneros, y tratar de reconciliar a árabes con israelíes. Nada escapaba al sincretismo menemista: el premio Nobel al que aspiraba Menem no era el de Economía o el de Letras, era el de la Paz. Su método consistía en encarnar y asumir, solo, los costos políticos de sus perdones, llevándose puesta la marca y el estigma de la impunidad y así liberando las conciencias del resto. Los indultos fueron en este sentido paradigmáticos. Como reflexionó Oscar Landi:

      Su apuesta era a cerrar la grieta –ambicioso o megalómano, todas las grietas argentinas juntas: Facundo y Sarmiento, civilización y barbarie– por la vía del perdón, el olvido, la estabilidad cambiaria y el consumo masivo y democratizado. El fin de la historia menemista se basaba en asumirla toda, sin beneficio de inventario. Era la interpretación argentina del espíritu