social existente, que ya venía muy herida. Sin embargo, si bien Alfonsín y Menem son los nombres de la transición a la democracia, hay continuidades y rupturas entre uno y otro. Décadas diferentes, aunque vistas de lejos bien conectadas. Ciclos políticos construidos uno sobre el otro. Dos décadas enlazadas como una doble hélice. La recta final del siglo XX que supimos conseguir.
El alfonsinismo persiguió desde un principio un desafío fundamental: expulsar material y simbólicamente al partido militar implicaba saber que no se podía restablecer el orden democrático y republicano sin recuperar el monopolio de la violencia legítima. Un orden herido de muerte por la ocupación militar de las instituciones argentinas, que habían restablecido a su modo el monopolio de la violencia estatal mediante la muerte sistemática. En ese marco el histórico Juicio a las Juntas cumplía un rol reparador en múltiples sentidos. Pensemos en 1986: la Argentina venía de ejercer su primera elección legislativa de la nueva democracia (1985), se ganó un Mundial de fútbol y un Oscar, y la economía asistía a un momento de esperanza posible (que terminaría mal). Sin embargo, el país estaba todavía al acecho de intentos de golpes militares y se respiraba el oxígeno de la economía de guerra alfonsinista.
Como sostiene Martín Plot: “Si en los Estados Unidos la guerra es la coartada para la declaración de emergencia que justifica la acción del Ejecutivo, en la Argentina esa coartada es la crisis económica”. Por eso “Raúl Alfonsín fue el primer líder político que percibió el enorme potencial transformador de este esquema [el semiplebiscitario] y trató de implementarlo de inmediato”.[16] Este fenómeno del gobierno de la emergencia permanente atraviesa la transición a la democracia y más allá. Lo encontramos de distinto modo como una música de ascensor que acompaña toda la Argentina posdictadura. No es una rareza argentina. La tendencia hacia la presidencialización extrema la podemos encontrar hasta en los Estados Unidos.[17] Pero en nuestro país la situación de emergencia es una constante y siempre en nombre de la crisis económica. De la “economía de guerra” de Alfonsín al “neodesarrollismo” de Kirchner, pasando por la “economía popular de mercado” de Menem. Un viaje de la “socialdemocracia” al “neoliberalismo” y de ahí al “populismo”, en mayor o menor medida, sin salir de la “situación de emergencia”. Esa es la normalidad argentina.
En este contexto, la llegada de Carlos Menem es historia. De ser el “gobernador más alfonsinista” dentro del peronismo a disputar con el verdadero espejo socialdemócrata de Raúl Alfonsín dentro del peronismo: Antonio Cafiero. Menem apoyó el “Sí” en el referéndum del canal de Beagle y fue el único gobernador peronista en apoyar el Plan Austral. Así se abrió paso camino a la Casa Rosada con los huesos de la Renovación Peronista.
Como recuerda Gerardo Aboy Carlés: “Es la situación de excepción la que habilitó a Menem a llevar adelante la reforma del Estado y la liberalización económica sin desvertebrar al peronismo y alcanzando, efectivamente, una recomposición del poder estatal”. Y agrega también que Menem desplazó al partido militar y su parcial institucionalización en mecanismos constitucionales como la Unión de Centro Democrático y “no tardó en integrarlos a la constitución de un nuevo Partido del Orden”.[18] Si Fogwill decía contraintuitivamente que Alfonsín era la “continuidad del Proceso”,[19] Menem hizo campaña diciendo que Cafiero era la continuidad de Alfonsín. A su modo, quizá leyó mejor que Cafiero la correlación de fuerzas de su justicialismo contemporáneo para ganar la interna. Así como leyó el país, y el mundo,[20] para gobernar una década.[21]
La experiencia sensible
“Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas”. Así se reflejaba el final de la historia en las pampas en el libro El traductor de Salvador Benesdra, probablemente una de las dos novelas más importantes, junto con Vivir afuera de Fogwill, de la década del noventa. Benesdra continúa diciendo que “sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta”. Y finalmente: “Me imaginaba que no solo había caído el Muro de Berlín, y podía desaparecer la URSS, y con ella la izquierda víctima y la izquierda verduga, sino que el sol mismo se había puesto a transgredir sus propias normas”.[22] Era el momento de un gran aplanamiento del mundo que permitía no solo detonar las coordenadas políticas de la Guerra Fría, sino también acelerar la distribución de dispositivos electrónicos para dar rienda suelta al desarrollo de las fuerzas productivas.
En ese marco el menemismo fue la fórmula que pulió el peronismo realmente existente para alinear la República Argentina con la música que sonaba en el mundo en ese momento. Paradójicamente o no, para pensar a Menem vale recordar el dictum del felipismo socialista español de los años ochenta: “Vamos a dar vuelta el país como una media”.
Como dijimos, la presidencia de Menem se caracterizó por un verdadero canto a la autonomía de lo político. Un liderazgo carismático capaz de hacer y deshacer que todavía muchos ven como la única vía posible al cambio.[23] En este sentido, en la novela de Fogwill que narra la transformación subjetiva y material de un militante revolucionario setentista en hombre de negocios, leemos: “Lo que convierte a la nada en un mercado es el poder de decisión”.[24] Como sostienen Martín Rodríguez y Pablo Touzon: “Cierta incomprensión de la izquierda de aquella época sostenía que bajo el menemismo gobernaba el mercado, confundiendo la orientación de las decisiones con quienes las tomaban”. Y rematan: “El menemismo gobernaba para el Mercado, y en ese gobierno de la economía, a la vez, en simultáneo, construía uno de los poderes políticos más sólidos que conoció nuestra democracia”.[25] Menem, a diferencia de Alfonsín, ejerció ese poder de decisión a pura voluntad. Menem fue en un punto lo que Deng Xiaoping a China: el líder aceleracionista argentino. Cuando llegó al poder, la gente no tenía teléfonos, y cuando se fue, la gente hablaba por celular. Una solución popular neoliberal al “vivir con lo nuestro” de las corporaciones sociales existentes.
Así el menemismo participó de un giro contracultural que ya se había manifestado en los Estados Unidos y el Reino Unido.[26] En los setenta se cocinó un rechazo al Estado, a las burocracias y en muchos sentidos al trabajo en la fábrica. Una verdadera (contra)revolución. Y este alzamiento tuvo su correlato argentino. La crisis de la sustitución de importaciones coincidió, no por casualidad, con el prestigio de los productos importados, antes restringidos a los ricos. Y la dictadura dejó también como legado un rechazo al autoritarismo que también fue “rechazo de Estado al Estado”. El menemismo conectó esa desregulación de la economía, la crítica al Estado y los viejos valores peronistas de la democratización del consumo de masas con la lluvia de inversiones de la pos Guerra Fría.
En 1999 Alain Touraine escribió en Clarín que “la economía argentina resultó profundamente transformada en los últimos diez años: se convirtió en una economía de producción y no solamente en una de subvenciones”.[27] Fue una democratización del consumo de masas motorizado por un “neopopulismo de mercado”,[28] que como en otras épocas, pero como nunca en tiempo reciente, abarataba y daba acceso a quien tuviera con qué. Podríamos hablar de los costos en el mediano y largo plazo. Y es cierto. Se podrá decir que era un espejismo. Pero para los que lo vivieron fue una realidad. Y, guste o no, la única verdad es la realidad.
De la alternativa al quiebre pasando por el consenso
Que el árbol de la incomodidad con los años noventa no nos tape el bosque de lo real: el “neoliberalismo” argentino fue “deseado”.[29] Porque a diferencia del Chile de Augusto Pinochet, y al igual que el Reino Unido de Margaret Thatcher, en la Argentina Carlos Menem ejecutó su proyecto con la legitimidad que dan unas urnas explotadas de votos. Quizá “mintió” en 1989, pero 1995 fue un año a cielo abierto.
Vale la pena poner contexto e historia. El consenso bienestarista de la posguerra, los años gloriosos (1945-1973), llegó bastante roto a la década del setenta. Y la crisis mundial de 1973 terminó de detonar los restos de ese consenso. El Reino Unido fue la punta del iceberg. Por eso, así como en parte de América Latina los setenta fueron los años de la reacción dictatorial, en el hemisferio norte –además de un período de democratización