Plato

Obras Completas de Platón


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      ALCIBÍADES. —Yo no puedo decirlo, Sócrates.

      SÓCRATES. —Por lo menos podrías decirme, que el hombre es una cosa que sirve del cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —¿Hay alguna cosa que se sirva del cuerpo más que el alma?

      ALCIBÍADES. —No, no hay más que el alma.

      SÓCRATES. —¿Es ella la que manda?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Y yo creo que no hay nadie que no se vea forzado a reconocer…

      ALCIBÍADES. —¿Qué?

      SÓCRATES. —Que el hombre es una de estas tres cosas.

      ALCIBÍADES. —¿Qué cosas?

      SÓCRATES. —Y el alma o el cuerpo, o el compuesto de uno y otro.

      ALCIBÍADES. —Conforme.

      SÓCRATES. —¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo?

      ALCIBÍADES. —Lo estamos.

      SÓCRATES. —¿El cuerpo se manda a sí mismo?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece.

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —Luego no es lo que buscamos.

      ALCIBÍADES. —Así parece.

      SÓCRATES. —¿Es el compuesto el que manda al cuerpo, y este compuesto es el hombre?

      ALCIBÍADES. —Podrá suceder.

      SÓCRATES. —Nada menos que eso, porque en no mandando uno de los dos, es imposible que los dos juntos manden.

      ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto de alma y cuerpo son el hombre, es preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el hombre.

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Hay necesidad de demostrar aún más claramente que el alma sola es el hombre?

      ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, está bastante probado.

      SÓCRATES. —Aún no hemos profundizado esta verdad con toda la exactitud que ella exige, pero es suficiente la prueba hecha, y esto basta. La profundizaríamos más, cuando hubiésemos encontrado lo que acabamos de abandonar, porque era de difícil indagación.

      ALCIBÍADES. —¿Qué es?

      SÓCRATES. —Lo que dijimos antes, que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las cosas generalmente hablando, y en lugar de esta esencia absoluta nos hemos detenido a examinar la esencia de una cosa particular, y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada que sea más que nuestra alma.

      ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, es un principio sentado que cuando conversamos tú y yo, es mi alma la que conversa con la tuya.

      ALCIBÍADES. —Entendido.

      SÓCRATES. —Esto es lo que decíamos hace un momento: que Sócrates habla a Alcibíades dirigiéndole la palabra, no a su cuerpo como parece, sino a Alcibíades mismo; es decir, a su alma.

      ALCIBÍADES. —Eso es evidente.

      SÓCRATES. —¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente, que conozcamos nuestra alma?

      ALCIBÍADES. —Yo lo creo así.

      SÓCRATES. —Luego ¿el que conoce solo su cuerpo, conoce lo que está en él, pero no conoce lo que él es?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —Así, ¿un médico no se conoce a sí mismo, en tanto que médico, ni un maestro de palestra, en tanto que maestro de palestra?

      ALCIBÍADES. —No, a mi parecer.

      SÓCRATES. —Aún menos los labradores y todos los demás artesanos que lejos de conocerse a sí mismos, ni conocen lo que particularmente les toca, y además su arte los liga a cosas más lejanas aún de ellos que lo que está en ellos. En efecto, el objeto de sus cuidados no es tanto su cuerpo como las cosas que tienen relación con el cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Todo eso es también muy verdadero.

      SÓCRATES. —Por lo tanto, si es sabiduría conocerse a sí mismo, ninguno de estos artistas es sabio por su arte.

      ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen.

      SÓCRATES. —Y he aquí por qué todas estas artes parecen viles, y por consiguiente indignas de una persona decente.

      ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —Volviendo, pues, a nuestro principio, todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo, tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo.

      ALCIBÍADES. —Estoy de acuerdo.

      SÓCRATES. —Todo hombre que ama las riquezas no se ama a sí mismo, ni lo que está en él; sino que ama una cosa aún más lejana de él y de lo que está en él.

      ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

      SÓCRATES. —El que solo se ocupa en amontonar riquezas, ¿maneja mal sus negocios?

      ALCIBÍADES. —Es muy cierto.

      SÓCRATES. —Si alguno se ha enamorado del cuerpo de Alcibíades, no es Alcibíades el objeto de su cariño, sino una de las cosas que pertenecen a Alcibíades.

      ALCIBÍADES. —Estoy convencido de ello.

      SÓCRATES. —El que ha de amar a Alcibíades ha de amar su alma.

      ALCIBÍADES. —Consecuencia necesaria.

      SÓCRATES. —He aquí por qué el que solo ama tu cuerpo se retira desde que esta flor de belleza comienza a marchitarse.

      ALCIBÍADES. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Pero el que ama tu alma, no se retira jamás, en tanto que puede ella aspirar a mayor perfección.

      ALCIBÍADES. —Así parece.

      SÓCRATES. —Aquí tienes la razón de por qué he sido yo el único que no te ha abandonado y que permanece constante, después que aparece marchita la flor de tu belleza y que todos tus amantes se han retirado.

      ALCIBÍADES. —Gran placer me das, y te suplico que no me abandones.

      SÓCRATES. —Trabaja sin descanso con todas tus fuerzas para hacerte mejor.

      ALCIBÍADES. —Trabajaré.

      SÓCRATES. —Al ver lo que sucede, es fácil juzgar que Alcibíades, hijo de Clinias, jamás ha tenido, y aun ahora mismo no tiene, más que un único y verdadero amante; y este amante fiel, digno de ser amado, es Sócrates, hijo de Sofronisco y Fenarete.

      ALCIBÍADES. —Nada más verdadero.

      SÓCRATES. —¿No me dijiste, cuando me avisté contigo y antes de que yo te hiciera prevención alguna, que tenías intención de hablarme para saber por qué era el único que no me había retirado?

      ALCIBÍADES. —Así te lo dije, y es muy cierto.

      SÓCRATES. —Ahora ya sabes la razón, y es que yo te he amado a ti mismo, mientras que los demás solo han amado lo que está en ti.

      La belleza de lo que está en ti comienza a disiparse cuando tu belleza propia comienza a florecer; y si no te dejas malear y corromper por el pueblo, yo no te abandonaré en toda mi vida. Pero temo que infatuado con el favor del pueblo