Plato

Obras Completas de Platón


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esta conversación, les pregunté a mi vez qué era de la filosofía, y si entre los jóvenes se habían distinguido algunos por su saber o su belleza, o por ambas cosas. Entonces Critias, dirigiendo sus miradas hacia la puerta y viendo entrar algunos jóvenes en tono de broma, y detrás un enjambre de ellos:

      —Respecto a la belleza —dijo—, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Ésos que ves que acaban de entrar son los precursores y los amantes del que, a lo menos por ahora, pasa por el más hermoso. Imagino que no está lejos, y no tardará en entrar.

      —¿Quién es, y de quién es hijo?

      —Le conoces —dijo—, pero no se le contaba aún entre los jóvenes que figuraban cuando marchaste; es Cármides, hijo de mi tío Glaucón y primo mío.

      —Sí, ¡por Zeus!, le conozco; en aquel tiempo, aunque muy joven, no parecía mal; hoy debe ser adulto y bien formado.

      —Ahora mismo —dijo— vas a juzgar de su talle y disposición.

      Cuando pronunciaba estas palabras, Cármides entró.

      —No es a mí, querido amigo, a quien es preciso consultar en esta materia, y si he de decir la verdad, soy la peor piedra de toque para decidir sobre la belleza de los jóvenes; en su edad no hay uno que no me parezca hermoso.

      Indudablemente me pareció admirable por sus proporciones y su figura, y advertí que todos los demás jóvenes estaban enamorados de él, como lo mostraban la turbación y emoción que noté en ellos cuando Cármides entró. Entre los que le seguían venía más de un amante. Que esto sucediera a hombres como nosotros, nada tendría de particular; pero observé que entre los jóvenes no había uno que no tuviera fijos los ojos en él, no precisamente los más jóvenes, sino todos, y le contemplaban como un ídolo.

      Entonces Querefón, interpelándome, dijo:

      —¿Qué te parece de este joven, Sócrates? ¿No tiene hermosa fisonomía?

      —Muy hermosa —respondí yo.

      —Sin embargo —replicó él—, si se despojase de sus vestidos, no te fijarías en su fisonomía; tan bellas son en general las formas de su cuerpo.

      Todos repitieron las palabras de Querefón.

      —¡Por Heracles! —dije yo entonces—, me habláis de un hombre irresistible, si por encima de todo esto posee una cosa muy pequeña.

      —¿Cuál es? —dijo Critias.

      —Que la naturaleza —repliqué yo—, le haya tratado con la misma generosidad respecto del alma; y creo que así sucederá, puesto que este joven es de tu familia.

      —Pues tiene un alma muy bella y muy buena, me respondió.

      —¿Y por qué —repliqué yo—, no pondremos primero en evidencia su alma, y no la contemplaremos antes que su cuerpo? En la edad en que se halla, ¿está en posición de sostener dignamente una conversación?

      —Perfectamente —dijo Critias—, porque ha nacido filósofo; y si hemos de creer a él y a todos los demás, es también poeta.

      —Talento que os es hereditario, mi querido Critias, y que lo debéis a vuestro parentesco con Solón. ¿Pero qué esperas para darme a conocer a este joven y llamarle aquí? Aun cuando fuese más joven, ningún inconveniente tendría en conversar con nosotros delante de ti, su primo y tutor.

      —Lo que dices es muy justo; vamos a llamarle.

      Dirigiéndose al mismo tiempo hacia un sirviente:

      —Esclavo —dijo—, llama a Cármides, y dile que quiero que consulte con un médico sobre la indisposición de que me habló estos días.

      Y dirigiéndose a mí:

      —Hace algún tiempo —dijo—, que tiene la cabeza pesada al levantarse de la cama. ¿Qué inconveniente hay en indicar que conoces un remedio a los males de cabeza?

      —Ninguno, con tal de que venga.

      —Va a venir.

      Así sucedió. Cármides vino, y dio ocasión a una escena divertida. Cada uno de nosotros, que estábamos sentados, empujó a su vecino, estrechándole para hacer sitio y conseguir que Cármides se sentara a su lado, resultando de estos empujes individuales, que los dos que estaban a los extremos del banco, el uno tuvo que levantarse y el otro cayó en tierra. Sin embargo, Cármides se adelantó y se sentó entre Critias y yo. Pero entonces, ¡oh amigo mío!, me sentí todo turbado y perdí repentinamente aquella serenidad de antes, con la que contaba para conversar sin esfuerzo con él. Después Critias le dijo que era yo el que sabía un remedio; él volvió hacia mí sus ojos como para interrogarme, echándome una mirada que no me es posible describir, y todos cuantos estaban en la Palestra se apuraron a colocarse en círculo alrededor de nosotros. En este momento, querido mío, mi mirada penetró por entre los pliegues de su túnica, se enardecieron mis sentidos, y en mi trasporte comprendí hasta qué punto Cidias es inteligente en amor, cuando hablando de un bello joven, y dirigiéndose a un tercero, le dice: No vayas, inocente gamo, a presentarte al león, si no quieres que te despedace. En cuanto mí, me he creído cogido entre sus dientes. Sin embargo, como me preguntó si sabía un remedio para el mal de cabeza, le respondí, no sin dificultad, que sabía uno.

      —¿Qué remedio es? —me dijo.

      Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo se recobraba enteramente la salud; pero que por el contrario las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto. Pero él dijo:

      —Voy, pues, a escribir las palabras que tú vas a decirme.

      —¿Las diré a petición tuya o sin ella?

      —A mi ruego, Sócrates, —replicó riéndose.

      —Sea así; ¿pero sabes mi nombre?

      —Sería una falta en mí el ignorarlo —dijo—; en el círculo de jóvenes casi eres tú el principal objeto de nuestras conversaciones, y respecto a mí mismo, recuerdo bien haberte visto, siendo niño, muchas veces en compañía de mi querido Critias.

      —Perfectamente, repliqué yo; seré más libre para explicar en qué consisten estas palabras mágicas, porque no sabía cómo hacerte comprender su virtud. Es tal su poder, que no curan solo los males de cabeza. Quizá has oído hablar de médicos hábiles. Si se les consulta sobre males de ojos, dicen que no pueden emprender solo la cura de ojos, y que para curarlos tienen que extender su tratamiento a la cabeza entera; en igual forma imaginar que se puede curar la cabeza sola despreciando el resto del cuerpo, es una necedad. Razonando de esta manera, tratan el cuerpo entero y se esfuerzan en cuidar y sanar la parte con el todo. ¿No crees tú que es así como hablan y como pasan las cosas?

      —Es verdad —respondió.

      —¿Y tú apruebas esta manera de hablar y razonar?

      —No puedo menos —dijo.

      Viendo a Cármides de acuerdo conmigo, más animado, poco a poco recobré mi serenidad y advertí que rehacía mis fuerzas. Entonces le dije:

      —El mismo razonamiento puede hacerse con ocasión de nuestras palabras mágicas. Yo las aprendí allá en el ejército, de uno de estos médicos tracios, discípulos de Zámolxis,[3] que pasan por tener el poder de hacer a los hombres inmortales. Este tracio declaraba que los médicos griegos tienen cien veces razón para hablar como yo les hice hablar antes; pero añadía: «Zámolxis, nuestro rey, y por añadidura un dios, pretende que si no debe emprenderse la cura de los ojos sin la cabeza, ni la cabeza sin el cuerpo, tampoco debe tratarse del cuerpo sin el alma; y que si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos griegos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado; porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien». Del alma, decía este médico, parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en