Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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bestias que habitaban mi carne,

      Si solo se mandar y codiciar todo lo que pueda ser mío

      Y aquí cada ramaje se opone a mis designios;

      Qué puedo hacer sino amasar el oro de estos pueblos brutales,

      Y ser el rey de sangre de estas tardes de lástima,

      Y poner al tucán de pico extravagante sobre mi hombro,

      Y coronar de flores como incendios mi cabeza aturdida,

      Y declarar la guerra a las escuadras imperiales que cubren los océanos,

      Con esta voz que grita en la selva y que jamás los alcanza,

      Y ser el rey de ultrajes de estos soldados rencorosos

      Hasta que sus cuchillos se apiaden. (1992: 31)

      La barbarie con la que Aguirre y sus hombres ejecutan sus crímenes no es, por lo tanto, esencialmente distinta de la que se vive a menudo en la Europa de la época, ni de la que se cierne sin cesar sobre los pueblos autóctonos de América en las encomiendas y las minas. No pretendo disculpar tales acciones disolviéndolas en la marea de barbarie que atraviesa la historia humana, sino mostrar que son los actos los que merecen ser calificados de bárbaros, y no los individuos que los realizan (sean ellos soldados, indios o reyes) ni el lugar en el que ocurrieron (sea la selva suramericana o alguna capital europea). Con razón advierte Todorov que solo las acciones y las actitudes pueden ser bárbaras o civilizadas, no los individuos ni los pueblos (2008: 40-41).

      La deslegitimación de la rebelión de Aguirre implícita en el discurso colonial construido a partir de esas primeras crónicas no solo insinúa que cualquier alzamiento contra el poder central es una monstruosidad sin sentido, sino que además encubre la cruda realidad de la asimetría que rige el reparto de las riquezas obtenidas y de las tierras conquistadas durante la ocupación de América. Según el narrador mestizo, Ursúa sabía a qué atenerse a este respecto, ya que, desde antes de emprender la búsqueda de El Dorado, era consciente de que «la promesa de las Indias es una realidad para los reyes, un río de oro para los banqueros y los príncipes, una fuente de prosperidad para los capitanes y los grandes burócratas, pero es un espejismo para los pequeños soldados que vienen apenas a alimentar la hidra de la conquista» (2012: 210). No obstante, el conquistador le resta importancia al hecho de que muchos de los miembros de su expedición lo ven a él justamente como a uno de los privilegiados que acapara los beneficios, y de que eso lo vuelve blanco de resentimientos enconados. La confianza de Ursúa en que ningún amotinamiento tendrá lugar es un síntoma de su fe en el aura de invulnerabilidad que le confiere su calidad de representante del poder real. Indica también, de forma indirecta, cuán intensos debieron ser los sentimientos de frustración e inconformidad que empujaron a Aguirre y a los otros soldados a rebelarse de la forma en que lo hicieron.

      Haciendo el balance de sus experiencias en América, Cristóbal de Aguilar concluye que «la violencia ha sido el martillo y el cincel de esta conquista» (2012: 189). Leída en los albores del siglo xxi, tal conclusión entraña no solo una descripción de la atmósfera reinante en el siglo xvi en América Latina, sino también un llamado de alerta en torno a la persistencia de ciertos rasgos de ese pasado en el presente. El retorno del texto de Ospina sobre formas de violencia material y simbólica bien documentadas y modos de incomprensión conocidos apunta, en efecto, a una meta que supera con mucho los límites de la reivindicación histórica. Al repasar la invasión de América por los europeos, Ospina propone un ajuste de cuentas con la historia dirigido a resolver ciertos problemas apremiantes de nuestra propia época. Como todas las novelas históricas merecedoras de ese nombre, El país de la canela y La serpiente sin ojos no se agotan en la reconstrucción imaginativa de hechos pasados, sino que interpelan también las cuestiones del tiempo presente al cual se dirigen. Su objetivo es propiciar un ejercicio rememorativo que, mitigando el estigma traumático de las violencias vividas durante la conquista, ayude a superar las violencias presentes que mantienen abiertas en nuevos contextos las viejas heridas. Lo que remueve la narrativa de Ospina son las raíces de la violencia crónica que marca la historia de Colombia y de otros países de América Latina, un pasado difícil que gravita sobre la región sin que, por otra parte, se pueda establecer un vínculo causal entre los crímenes ocurridos durante la conquista y aquellos otros, a veces muy similares, que agobian hoy a muchas regiones de estos países. Para llevar a cabo dicho ejercicio, Ospina se basa en tres premisas que comentaré brevemente, a manera de recapitulación: 1) la necesidad de entender que la conquista no fue un crimen sino una tragedia, 2) la necesidad de deshacer los efectos mixtificadores del imaginario colonial para poder evaluar los hechos desde una perspectiva ajustada a la realidad y 3) la necesidad de incorporar otros puntos de vista —el de los mestizos, el de los nativos— en esa evaluación.

      Ospina enuncia la primera premisa en su libro Las auroras de sangre. Para hacer el balance de la conquista de América, anota Ospina, es preciso entender que esa época «tan llena de horror, no puede ser vista como un crimen. Abundaron los crímenes en ella, hechos que repugnarán siempre a la condición humana, pero históricamente tiene que mirarse como una tragedia, […] es decir, como el choque de dos mundos y dos visiones que se validan cada una a sí misma, pero que no logran encontrar una síntesis» (2007: 69). Según esto, la leyenda negra de la conquista incurre en un error al demonizar a los conquistadores, haciendo abstracción de las situaciones inauditas a las que se vieron confrontados y pintándolos como seres perversos y sanguinarios. Ospina resalta que conquistadores como Cortés y Pizarro no dirigían grandes ejércitos , sino «pequeñas expediciones demenciales y casi suicidas enfrentadas a un mundo ignorado y (habría que vivirlo para saber qué se siente) cercadas de muchedumbres indescifrables» (69). Pero también es miope el discurso apologético que auspicia la imagen de los conquistadores como agentes civilizadores, desconociendo el acervo cultural de los pueblos amerindios y borrando de un brochazo la calamidad cósmica que fue para estos últimos la irrupción de los europeos, el sufrimiento que implicó la desintegración de sus mundos de la vida. En este balance histórico, la apreciación correcta se sitúa en un punto medio: ni los conquistadores ni los pueblos autóctonos eran bloques homogéneos, y en los choques entre ambos, los primeros a menudo aprovecharon los conflictos y guerras intestinas que dividían a los segundos. Por lo demás, entre los españoles hubo voces compasivas que, dentro de los límites que les imponían sus convicciones religiosas o sus prejuicios culturales, se opusieron a los excesos de los conquistadores y denunciaron los abusos de estos contra los nativos; por desgracia, sus iniciativas correctivas —cuando tuvieron algún eco— solo en escasa medida pudieron ser realizadas en la práctica.

      Pero entender el carácter trágico de la conquista es solo el inicio del esfuerzo terapéutico planteado por