Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma» (143). Merced a estos elementos atenuantes, el texto se distancia de la leyenda negra y sugiere que los conquistadores no fueron peores que otros ejércitos invasores que ha conocido el mundo antes y después, que entre ellos también existían la abnegación y el sentido de la justicia hacia los pueblos vencidos, y que en este, como en otros desastres históricos, parte de la tragedia radica en la pasividad de quienes habrían podido oponerse a la injusticia.

      El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos