Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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que jamás fueron reales, mas le dieron su nombre fantasioso a este poderosísimo río» (1979: 210-211). Tal pulla hace de la apelación al mito un elemento compensatorio de la represión libidinal, lo que no carece de relevancia como factor explicativo, pero resulta reduccionista. Más complejo es el tratamiento del tema por Aguilera Malta. Las amazonas son descritas en su novela dos veces, una por cada viaje de Orellana al río. La primera vez, el narrador las pinta idénticas a las guerreras de la leyenda: «Esas mujeres parecían invulnerables. Cada una de ellas peleaba como diez hombres juntos… Y cuando algún indio se asustaba por un tiro de arcabuz, o quedaba retrasado, o dudaba por un instante, o quería retroceder, ellas mismas lo liquidaban en seguida, con sus propias armas» (1964: 145-146). Pero esta es solo una de sus facetas, pues luego agrega el narrador: «A pesar de todo, eran hermosas —hermosura de animal salvaje— con sus cabellos agitados y sus cuerpos incitantes. A todos ellos les resultaba un esfuerzo sobrehumano el hacer blanco en esos seres que más bien eran deseables» (146). Temidas y a la vez deseadas, dotadas de un ímpetu natural tan fascinante como feroz, estas amazonas son un emblema de la ambivalencia en virtud de la cual los europeos atacan lo que dicen que abominan pero que secretamente necesitan y anhelan. Cinco años después, cuando el fracaso del segundo viaje de Orellana es patente, la descripción tiene una tónica distinta. En un recodo del río, mientras huyen de un grupo de indios que los acosa, el capitán le grita de pronto a sus hombres:

      —¡Las amazonas!

      Todos miraron en la dirección indicada. Efectivamente, entre los guerreros indios, habían surgido algunas mujeres. Estaban casi desnudas, pues solo llevaban un taparrabo. Parecían furiosas e instaban a los hombres a perseguir a los blancos. Disparaban sus flechas contra estos, sin darles un momento de tregua. Los españoles, con la excepción de Orellana, dudaron. ¿Eran estas las amazonas? ¿No serían, únicamente, las mujeres de esos indios?

      El Capitán no cesaba de insistir:

      —¡Son las amazonas! ¡Lo sé, como que estoy en mi río! (268)

      Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especu­laciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).