Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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posterior al fin de la historia: al fin de la historia de sus antiguos pobladores caribes. ¿Cómo explicar tal inconsistencia en la visión de Carpentier? Paradójicamente, ella brota del mismo impulso reivindicativo que le opone la autenticidad de lo «real maravilloso» americano a la viciada civilización europea. Cuando Carpentier sitúa el tiempo del Génesis en la Gran Sabana, eso no refleja su desconocimiento de las culturas aborígenes, sino su intención de hacer del tiempo selvático —que «no era el que miden nuestros relojes ni nuestros calendarios»— el contrapunto crítico del tiempo progresista de la modernidad: «El tiempo estaba detenido ahí, al pie de las rocas inmutables, desposeído de todo sentido ontológico para el frenético hombre de Occidente, hacedor de generaciones cada vez más cortas y endebles» (1999: 41). El caso ilustra uno de los riesgos que se corre al afirmar la especificidad de América por contraste con Europa y con base en los atributos supuestamente maravillosos de su geografía: el de pasar por alto la historia local sedimentada que, oculta bajo un manto de naturaleza, torna a ser invisible.1

      Una inconsistencia similar acecha a la hipótesis según la cual los nativos interrogados por los conquistadores habrían interpretado la noción de El Dorado a partir de su propia experiencia selvática. Dicha hipótesis es plausible, pero tiene el inconveniente de no ser verificable: la reconstrucción histórica de las incursiones españolas en la selva en el siglo xvi se enfrenta a un agujero negro en lo que atañe al punto de vista autóctono, ya que no contamos con documentos que revelen cuál fue la impresión que les causó a las comunidades que poblaban la Orinoquía y la Amazonía en esa época la aparición de los hombres blancos en sus tierras, ni a qué se referían exactamente cuándo respondían preguntas sobre El Dorado. Por otra parte, aunque los etnógrafos han constatado el inmenso valor que los grupos indígenas sobrevivientes le atribuyen a la red de interdependencias en la que se sustenta su vida en la selva (por ejemplo, Kohn 2013, Viveiros de Castro 2009, Correa 1990, Descola 1986), no es seguro que ese haya sido también el caso de las comunidades del siglo xvi. Pese a estas dificultades, la hipótesis resulta útil como herramienta heurística para explorar el vínculo entre el valor de la selva y el de la forma de vida de sus pobladores. La crisis ecológica que vivimos, agravada por prácticas extractivas agresivas, nos invita a considerar seriamente la posibilidad de que el sentido de El Dorado se cifre, más que en la selva tomada aisladamente —cual si fuera una mercancía valiosa— o en alguno de sus productos —el oro, el agua, la fauna, las plantas medicinales, la madera—, en la relación a la vez simbiótica e histórica que sus pobladores vernáculos establecen con ella. En este orden de ideas, una adecuada reapropiación del sentido de El Dorado —ya no como leyenda o mito, sino como metáfora de las riquezas socioculturales y ambientales del trópico— implica reconocer el valor de la perspectiva local, cuyo conocimiento de la selva ha sido menospreciado por tanto tiempo.

      La lectura que propongo de las novelas de Ospina ambientadas en la Amazonía se articula en torno a dos ejes íntimamente imbricados: 1) la caracterización de la selva amazónica como lugar cuyas dinámicas ambientales y humanas han sido deformadas desde hace casi quinientos años por una espesa capa de mitos, prejuicios y malentendidos y 2) la reconstrucción de la memoria histórica como ejercicio terapéutico contra la espiral de violencia y de exclusión que azota a las sociedades latinoamericanas desde la época de la conquista.

      Uno de los rasgos centrales de El país de la canela y La serpiente sin ojos es el interés por la faceta ambiental de las primeras incursiones españolas en la selva amazónica. En estas novelas, la selva no se limita a ser el escenario o decorado de las acciones humanas: ella es uno de los factores determinantes de la acción, sobre todo el río, cuya fuerza y empuje resultan decisivos para el destino de las expediciones y cuyo influjo constante marca el ritmo de amplias partes del relato de Cristóbal de Aguilar, protagonista y testigo de los hechos que al mismo tiempo hace las veces de narrador. La ambivalencia que distingue la descripción de la selva en estas obras se deriva, en parte, de la variedad de facetas del entorno amazónico y de las novedades que esto implicaba para los forasteros; en parte, de las experiencias de Aguilar durante sus viajes por el Amazonas al lado de Orellana y Ursúa, de la evaluación que él hace de esos viajes mucho tiempo después y de sus reflexiones sobre la conquista de América.

      En El país de la canela, Aguilar cuenta su partida de La Española siendo joven, movido por la ilusión de recuperar la parte del botín que le dejara en herencia su padre, quien le había confiado en una carta su participación en los hechos de Cajamarca al lado de Francisco Pizarro. Aunque nunca logra obtener esa herencia, una serie de circunstancias llevan a Aguilar a sumarse a la expedición de Gonzalo Pizarro al País de la Canela, y luego a participar en el primer viaje de los españoles por el Amazonas. Decidido a olvidar esa aventura azarosa, Aguilar se instala en tierras europeas, pero al cabo de los años retorna a América en calidad de secretario del marqués de Cañete, cuando este es nombrado virrey del Perú. Solo en los últimos párrafos de la novela el lector descubre que el narratario de El país de la canela es Pedro de Ursúa, quien, próximo a partir en busca de El Dorado, le ha pedido a Aguilar que le refiera los pormenores de la incursión pionera de Orellana, desde la cual ya han pasado veinte años. Los amores de Ursúa con Inés de Atienza y el fracaso rotundo de la empresa en la que ambos mueren son a su vez el hilo conductor de La serpiente sin ojos. En ambas novelas, Aguilar juzga retrospectivamente lo ocurrido a medida que lo cuenta y hace comentarios que forman una especie de balance de la conquista.

      Lo más llamativo de los hechos narrados en El país de la canela es el foso que separa la perspectiva de los europeos de la de los nativos, en el marco de un choque cultural funesto para estos últimos. Un componente decisivo de ese foso son las diferencias geográficas y ambientales que alimentan el desentendimiento mutuo. Al comienzo del recorrido por la selva (2008: 129), el relato opone los espacios mediterráneos a los que están acostumbrados los españoles (olivares, robledales, pinares) al espacio selvático, rezumante de humedad y poblado por una vegetación densa. Para los conquistadores, sus lugares de origen están alejados y solo pueden ser objeto de evocaciones nostálgicas. Los lugares presentes, en la selva tropical, contrastan con la uniformidad de las alamedas de su península