uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.
Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:
Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)
Nótese cómo, al cabo de meses de navegación por el río, los expedicionarios tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan: esta fórmula certera define la atmósfera en la que cuaja la visión de la selva como lugar peligroso y anárquico, colmado de amenazas impredecibles. Las penurias derivadas de la indiferencia, del descuido, del desconocimiento son atribuidas a una suerte de maleficio proveniente de la espesura; los riesgos asociados al clima, a la fauna, a los indios aparecen deformados y agigantados por el miedo; la sensación de encierro motivada por la inmensidad selvática es percibida como un síntoma de intenciones letales ínsitas en la corriente del río, en la maleza, en el légamo. Si bien el espacio acotado de los bergantines es para los viajeros un refugio contra las fieras y las flechas, no los exime del tormento de un clima al que no están habituados. El espectáculo de la vegetación y de las aldeas indígenas en las orillas es como una película monótona vista con ojos febriles desde la cubierta de los barcos. La tierra es ante todo un sitio para descansar y encontrar alimentos antes de proseguir la navegación.11
Pero el distanciamiento visual de los viajeros con respecto al entorno amazónico no solo repercute en los imaginarios oscuros (la selva malsana, letal, enmarañada), sino también en los luminosos (la selva fecunda, plena de riquezas). Como es sabido, un personaje, un objeto, un mundo desconocido puede parecer amenazante o maravilloso, aterrador o mágico, dependiendo de las circunstancias. Los conquistadores, enfrentados en América a todo tipo de novedades en una notable variedad de circunstancias, oscilan con frecuencia entre el asombro y el temor, el azoramiento y la maravilla. Así sucede en los primeros viajes al Amazonas; para Orellana y sus acompañantes, la naturaleza americana es sentida «ya como espectáculo fabuloso, ya como continua amenaza» (Pérez 1989: 202). La novela de Uslar Pietri expresa esta ambigüedad en las últimas escenas del viaje por el río: antes de llegar al estuario, los viajeros fatigados y enfermos creen distinguir a lo lejos las torres de la ciudad dorada y se aglomeran en la cubierta, tratando de apreciar mejor el portento, el lugar mágico tantas veces soñado: «Ya les parecía tener en las manos el fabuloso reino. Ya no se acordaban del temor y de las angustias. Todo parecía haber pasado y estar amaneciendo una vida nueva. Allí, al fin, tras las largas leguas y los días terribles, estaban los Omaguas, su rey cubierto de oro, sus ídolos de oro, sus ciudades de oro». Aguirre, sin embargo, ordena que los navíos se alejen enseguida de lo que a su juicio es solo un espejismo y se internen en el río: «Todos callaron, pero hasta el anochecer, muchos todavía permanecían inmóviles, con los ojos fijos, clavados en la distancia, en la que ya nada se veía» (1985: 101). La expedición sigue hacia la isla Margarita, pero queda flotando en los ánimos la ilusión de haber estado cerca del tesoro prometido, a punto de alcanzar El Dorado. Las desilusiones, las angustias, el fracaso agrietan el mito movilizador, pero no deshacen su hechizo; el brillo del oro entrevisto en la distancia continúa poblando la imaginación y atizando la codicia de incontables viajeros y exploradores en los siglos siguientes.12
En suma, El camino de El Dorado ofrece una rara mezcla de acatamiento a la tradición y revisión crítica. Su autor se atiene a la versión de los hechos aportada por las crónicas, mantiene a los indígenas en segundo plano y sin darles voz, describe la selva desde el punto de vista de los forasteros y refuerza la noción colonial según la cual Aguirre fue un traidor y un tirano. No obstante, su examen de lo que implica en términos existenciales «entrar en la selva» le permite recrear de forma plausible la experiencia de los expedicionarios, ayudándonos a precisar las raíces concretas de las representaciones de lo selvático y poniendo en claro la insostenibilidad del dualismo «naturaleza/historia». También en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva se mezclan la tradición y la crítica, pero aquí la mixtura es de valor opuesto. Por contraste con el énfasis de Uslar Pietri en los factores ambientales, en la novela de Otero Silva la selva es mero telón de fondo, y las descripciones que de ella hace el narrador se distinguen por su carácter estereotipado. En cambio, Otero Silva procura redimir a Aguirre de la fama de tirano que lo rodea desde las crónicas de Vásquez y Almesto. La novela consta de tres partes de igual extensión en las que Lope de Aguirre es, a su turno, «el soldado», «el traidor» y «el peregrino»; el viaje por el río abarca solo la segunda de ellas; el título y la estructura de la obra indican que el acento de la narración no está puesto en el camino sino en el protagonista, cuya rebelión es para Otero Silva un antecedente de las declaraciones de independencia del siglo xix.13
Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:
De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)
Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio