Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).

      En una vena similar, la obra de Benites muestra cómo la primera expedición, que sale de Quito encandilada por el espejismo de la canela, enfrenta desde el inicio todo tipo de peligros: «Es una lucha titánica la de estos hombres magros, que han pasado hambres y miserias, que casi no tienen fuerzas, contra una naturaleza demasiado grande y demasiado bárbara» (1945: 61); empero, los reportes sobre la abundancia de riquezas en la zona están frescos y la visión de la selva está aún preñada de promesas que compensan las adversidades: «Palpita en el paisaje una vida extraña. Un misterio que atrae con fuerza irresistible. Una especie de embrujo fascinador. Algo les llama, con voz atractiva, desde el fondo de la espesura» (84). Empujado por la corriente del río e imposibilitado de adentrarse en la selva debido al estado maltrecho de la expedición, Orellana se enfoca en buscar la salida al Atlántico, no porque renuncie a las riquezas sino porque ya acaricia la idea de regresar al río con una expedición mejor equipada. Ese proyecto se cumple solo en parte: Orellana obtiene en 1544 las capitulaciones para colonizar la «Nueva Andalucía» y al año siguiente emprende el viaje de vuelta al río, pero su equi­pamiento deja mucho que desear debido a la escasez de recursos y al regular estado de los navíos. La oposición de la naturaleza a los designios del conquistador se manifiesta de modo elocuente: al intentar entrar al río, la fuerza de la corriente que amenaza con arrastrar los barcos mar adentro revienta las cadenas de las anclas y Orellana se ve forzado a anclar los barcos con los pocos cañones y lombardas que llevan a bordo (los cuales no logran recuperar del fondo del río). Despojado de su principal herramienta para dominar a los indios, cuando al fin alcanzan tierra firme Orellana siente que «toda su energía voluntariosa se viene al suelo como un castillo de naipes» (264). Pocos meses después, al término de este segundo viaje iniciado con tantas ilusiones pese a las penalidades vividas en el primero, llega para los viajeros la hora de la derrota: «No quieren ver las cruces que abren sus brazos en la selva. No quieren saber nada. Solo huir… huir… Irse pronto. Se embarcan precipitadamente. Sueltan las amarras. Están pálidos, flacos, tristes. Con los ojos llorosos. Algunos rezan. Rezan… Lloran… ¿Es este el río maravilloso en donde los esperaba la riqueza?» (275).

      Las novelas de Benites y Aguilera Malta, por lo tanto, recrean una historia de sueños y ambiciones desmesuradas que poco a poco dan paso a la incertidumbre y a la postre se saldan con una amarga desilusión. Las diferentes facetas que asumen la selva y el río a los ojos de los conquistadores desempeñan un papel central en ese proceso de desmantelamiento. Para Orellana y sus hombres, la espesura selvática es en primera instancia un ámbito lleno de promesas, luego un mundo inculto sembrado de obstáculos imprevistos, al final una trampa funesta sobre la cual queda flotando un enorme signo de interrogación. He ahí los tres momentos a partir de los cuales se desarrollan las principales visiones coloniales de la selva: la naturaleza pródiga y fecunda, el territorio salvaje que es preciso domesticar, la potencia inclemente que anonada los esfuerzos humanos. La reconstrucción narrativa de los viajes de Orellana, al poner de relieve la base histórica concreta que apuntala la formulación de estos imaginarios, los despoja —al menos en parte— de su aparente obviedad e indica que su valor epistemológico se limita a experiencias precisas y fechadas. Así, por ejemplo, el fracaso de Orellana obedece no solo a la resistencia de un ambiente y un clima adversos, sino también a las dificultades suscitadas por la relación desigual que se estableció desde un comienzo