Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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a un palimpsesto cuyas capas contienen un repertorio de imaginarios coloniales que encuadran calladamente nuestra mirada desde el «profundo pozo del pasado»4 —un pasado que, insisto, se remonta a mucho antes de 1492, puesto que la colonización actual de las selvas no es solo un capítulo de la conquista de América por la cultura occidental, sino también un capítulo de la milenaria conquista del planeta Tierra por los humanos—. La rápida deforestación de la cuenca amazónica trae a la memoria la suerte corrida por muchos bosques del mundo desde la Antigüedad. Las narrativas de la selva describen la forma que ha adoptado ese proceso durante los últimos tiempos en las zonas tropicales de América Latina, y en esa tarea no arrancan de cero: siguen las huellas de viejos anhelos, viejos miedos, viejas historias de exploración, búsqueda y colonización, y lo hacen recurriendo a un lenguaje y a unas imágenes ya utilizados repetidamente en el pasado para contar tales historias y para expresar tales miedos y anhelos.

      Escribir relatos ambientados en la selva implica, por lo tanto, afrontar a la vez una realidad concreta de complejidad asombrosa y un conjunto de imaginarios que expresan, deforman, encubren, mutilan o silencian esa complejidad. De ahí que en las narrativas de la selva aparezcan con tanta frecuencia variaciones en torno a los motivos de origen colonial que he citado —el paraíso terrenal, El Dorado, el buen salvaje, las amazonas, los caníbales, la naturaleza virgen, la frontera vacía, el mundo perdido, la espesura malsana, el laberinto vegetal, el infierno verde—, cuyas connotaciones simbólicas siguen vivas gracias a los lejanos ecos del pasado que aún resuenan en ellas y a las nuevas capas de significado que surgen en el contexto de la actual mutación ambiental. Cada uno de los términos incluidos en esa lista aporta un tema posible para las narrativas de la selva, pero la existencia misma de la lista constituye probablemente la cuestión crucial. ¿Cómo analizar la tenaz persistencia de los imaginarios coloniales casi dos siglos después de las guerras de independencia? ¿En qué medida las narrativas de la selva logran adoptar un punto de vista crítico con respecto a esa herencia discursiva que ellas mismas no cesan de reproducir?

      Al interesarse en una realidad selvática que, desde los tiempos de las caucherías, sufre el acoso creciente del ímpetu colonizador, la narrativa de la selva se ve llevada de forma natural a ocuparse de la situación social de la región, así como de toda una serie de problemas que hoy en día llamamos «ecológicos». Desbordando los límites del enfoque regionalista o terrígena en el que se las suele situar (Franco 2001: 195-207; Fuentes 1972: 9-10), ya las narrativas de la selva de los años veinte y treinta del siglo pasado exploraron a fondo las relaciones de la actividad humana con el entorno ambiental. Es verdad que, en esas obras pioneras, la naturaleza es descrita a menudo como una fuerza omnipotente, y la selva, como un ámbito feroz, hostil, invencible. También es sabido que Quiroga, Rivera, Gallegos y Alegría, a raíz de las situaciones de injusticia existentes en sus países, hicieron de la denuncia y la crítica social uno de los ejes de su trabajo narrativo. Lo que se ha notado menos es que en sus obras surge una idea destinada a tener un amplio desarrollo en la narrativa posterior: que la selva en el fondo es más frágil de lo que parece y corre peligro debido a las perturbaciones suscitadas por la colonización, las cuales hacen del bosque y de sus pobladores humanos y no humanos algo más que simples víctimas colaterales. Surge así otro conjunto de temas que se amplía en las décadas siguientes y, sobreviviendo a las corrientes de lo real maravilloso y del realismo mágico, mantiene plena vigencia en la actualidad. De poco sirve desenmascarar el embrujo de las viejas representaciones coloniales de la selva si las nuevas dinámicas colonizadoras, inscritas en la lógica del capitalismo global y respaldadas por la eficacia de la tecnología moderna, continúan reproduciendo en la práctica los aspectos más destructivos de ese legado. Esta es la razón por la cual el examen crítico de los imaginarios que movilizan la colonización prepara el terreno para la exploración del impacto que esta ejerce sobre la cultura de las poblaciones nativas y sobre los ecosistemas selváticos.

      En este marco neocolonial se inscriben las narrativas hispanoamericanas de la selva escritas desde inicios del siglo xx. La situación de sus autores es ambigua porque la atmósfera cultural dominante en los países de la región lo era ya desde los tiempos de la independencia. A este respecto, Carlos Alonso advierte que las élites criollas gestoras de las nuevas naciones adoptaron el discurso progresista de la modernización —orientado hacia el futuro— como una estrategia para sellar la ruptura con el orden colonial español —anclado en el pasado—, pero con eso le prepararon el camino al neocolonialismo, ya que el proyecto modernizador supone la legitimidad del poder ejercido por las metrópolis centrales sobre las zonas periféricas del orden mundial, entre ellas América Latina (1998: 19-23). En consecuencia, los escritores e intelectuales hispanoamericanos se vieron confrontados a un escenario ambivalente: ¿cómo ser modernos bajo las condiciones semifeudales heredadas de la Colonia? ¿Cómo afirmar la autenticidad cultural de unos países que, habiendo logrado su libertad política, pasan a ocupar en la práctica una posición subordinada de tipo neocolonial a nivel económico? ¿Cómo tomar distancia con respecto a los efectos negativos de la modernización patrocinada por el discurso cultural dominante?

      En los cuentos misioneros de Quiroga, en los relatos amazónicos de Ciro Alegría, en el trato que Rivera en La vorágine