Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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al margen de las preocupaciones humanas. Por otra parte, a medida que naturaleza e historia dejan de ser pensadas como compartimentos estancos, las sociedades humanas aparecen como frutos de un proceso coevolutivo de larga duración en cuyo seno convergen múltiples tradiciones culturales, cada una adaptada a entornos ambientales concretos y con su herencia histórica particular a cuestas; con ello, pierde consistencia la imagen de los conquistadores y los misioneros europeos como agentes civilizadores sin cuya intervención las selvas habrían permanecido ancladas en un mundo primigenio, ajeno al tiempo histórico y habitado por grupos aborígenes que serían apenas un ingrediente más del entorno natural.

      La consecuencia de este giro es que las visiones de la selva como lugares sin historia pasan a ser ellas mismas un capítulo central de la historia de las selvas. Tales visiones son de hecho un resultado de la convergencia, con el arribo de Cristóbal Colón, de varias corrientes históricas distintas —una formada por miembros de diversas poblaciones asentadas en Europa occidental, otras formadas por múltiples poblaciones autóctonas repartidas a lo largo y ancho de América—, de las cuales la primera, apoyada en la palabra escrita, silencia poco a poco las segundas, basadas principalmente en la oralidad. Como veremos luego, los cambios de orientación que esto implica se reflejan en varias novelas históricas de la selva publicadas en América Latina desde mediados del siglo xx. No obstante, aunque la decisión de escribir novelas históricas ambientadas en la selva supone un rechazo de la visión de las zonas selváticas como pura naturaleza, la creación de una narrativa que supere las limitaciones de la historia tradicional enfrenta dificultades enormes. Por un lado, los prejuicios coloniales están hondamente arraigados y el potencial crítico de las novelas es insuficiente para compensar su reforzamiento constante en los medios masivos —baste recordar las boas devoradoras de hombres de películas como Anaconda (1997) de Luis Llosa, la profusión de especies animales exóticas y escenarios vegetales exuberantes en documentales como Amazonía (2013) de Thierry Ragobert o las fotografías de entornos edénicos e indígenas pintorescos y semidesnudos de los folletos usados por las agencias de viajes para promocionar sus paquetes turísticos a la Amazonía o la Orinoquía—. Por otro lado, existe un escollo adicional, casi insuperable, al menos en el terreno de la novela histórica: ¿cómo hacerle justicia a la historia de los pueblos amazónicos, perdida en su mayor parte a consecuencia del despoblamiento masivo causado por la llegada de los europeos y continuado en los siglos siguientes? Recordemos que entre los autores de novelas históricas no figura ningún indígena —y que la noción misma de «novela histórica» es ajena a las culturas aborígenes, cuyo pilar para la transmisión del saber y la preservación de la memoria colectiva no es la escritura alfabética sino la oralidad.

      Para darle anclaje empírico a este escenario, retomaré ahora un grupo escogido de novelas históricas de la selva y analizaré la forma en que ellas ponen sobre el tapete, pese a los obstáculos citados, cuestiones relativas a la forma como nos imaginamos las zonas selváticas de América Latina y como entablamos relación con ellas y con sus pobladores. El ejercicio de revisión del pasado que tales obras efectúan se basa en la confrontación (y, en cierta medida, el ajuste de cuentas) con dos periodos importantes de la historia de América Latina, uno precolonial: el de la conquista, y otro poscolonial, o, si se quiere, neocolonial: el de las caucherías.

      De las primeras expediciones españolas a la selva amazónica, dos han acaparado el interés de los novelistas, debido sin duda a su carácter pionero y al aura de leyenda que las rodea: la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541-1542 y la de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en 1560-1561. El hecho más llamativo al considerar la suerte corrida por estas expediciones es que, si bien fracasaron rotundamente —ninguna generó ganancias materiales ni dio lugar a una ocupación duradera de los territorios recorridos—, ellas produjeron una ocupación del imaginario que a la postre resultó más férrea que la dominación político-militar. En efecto, esas primeras incursiones en la Amazonía implantaron las semillas del discurso colonial que preside las representaciones de la región hasta nuestros días, con los mitos de las Amazonas y El Dorado a la cabeza. No se trata, por tanto, de conquistas equiparables a las de Cortés en México o Pizarro en el Perú; se trata de viajes azarosos, precarios, signados por la lucha con un entorno cuya hostilidad se concreta en dos aspectos: «el carácter extremado y excesivo de su naturaleza, y la profunda enajenación que resulta del desconocimiento que tiene de ese medio el hombre europeo que intenta dominarlo» (Pastor 2008: 236). Bajo tales condiciones, la lucha por la supervivencia es acuciante y el afán de riquezas cede su lugar a objetivos más inmediatos —la busca de alimentos, provisiones, reposo— que los europeos no sabían cómo realizar en la selva. Ello no es óbice para que las crónicas surgidas de esa experiencia les den vida a representaciones que, trascendiendo el marco de su formulación inicial, se repetirán luego una y otra vez en los discursos sobre la región.

      Existe un elemento común a ambas novelas que quiero resaltar, y es que no se limitan a contar el primer viaje de Orellana, al cual este le debe su fama, sino que cuentan también su segundo viaje, en que el conquistador muere. A tono con ello, Argonautas de la selva se divide en dos partes de igual longitud presentadas en orden cronológico, y mientras en la primera campea la emoción de la aventura y el encuentro de los españoles con el río ignoto, en la segunda asistimos al desmoronamiento de los sueños de Orellana, cuyo declive refleja en miniatura el destino de la España imperial, desgarrada entre sus «propósitos inmensos» y sus «medios pobres de realización» (Benites 1945: 177). En El Quijote de El Dorado el orden del relato varía: la novela se centra en los tropiezos de Orellana para organizar la segunda expedición, y reconstruye los incidentes de ese viaje hasta el extravío y la muerte del conquistador en el bajo Amazonas. Los hechos relativos al primer viaje aparecen solo como evocaciones intercaladas a lo largo del texto, y en ellas la realidad amazónica es magnificada por las ansias de Orellana de retornar en busca de las riquezas y maravillas que la selva guarda en su seno. Esta organización textual le permite a Aguilera Malta resaltar la oposición entre las brillantes perspectivas iniciales y la cruel desilusión final. Así, en 1543, cuando vuelve a España luego del primer viaje, Orellana empieza a sentir el mundo que ha recorrido «como propio», «como si ahora sus raíces se hundieran en ambas tierras», y sobre su vida gravita un sentimiento nuevo, difícil de definir: «¡Algo que lo obligaría a regresar a “sus tierras”, a “su Río”!» (1964: 33); con el paso de los días, este «algo» indefinible se precisa como un anhelo de recorrer otra vez «esas tierras hermosas situadas del otro lado del mar», para mostrarle a su esposa Ana, desde el puente de la nave capitana, «los detalles de ese mundo maravilloso», «las rutas de su amado Río» (170). A finales de 1546, cuando el descalabro de su segunda expedición es un hecho, la percepción de Orellana ha sufrido un viraje completo: «¿Y si los indios los asaltaban esa noche? ¿Si los acribillaban a flechazos? ¿Si alguna araña, escorpión o víbora, valiéndose de la oscuridad, se acercaba para picarlos? ¿Si algunos caimanes llegaban hasta allí, a devorarlos? ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?» (259).

      El