Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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del más fuerte (Serje 2011: 15-43). La percepción de la selva como borde que obstruye todo intento racional de apropiación o de administración, y la de los nativos como sus pobladores salvajes y atrasados, forman el núcleo de una visión en la que los términos «barbarie» y «civilización» se definen en función del contraste fijado entre ellos por los poderes coloniales, a expensas de la perspectiva de los grupos colonizados o marginados. En esta óptica, la «civilización» es un privilegio de los europeos, y sea que (en la línea del optimismo ilustrado) se la considere una fuerza progresista o que (en la línea de la crítica romántica) se la considere un foco de corrupciones, en todo caso su contraste con la «barbarie», atribuida a los indígenas, funciona como un biombo eficaz que invisibiliza la especificidad de las culturas amazónicas.

      A este repertorio de imaginarios coloniales hay que añadir aún otro ingrediente esencial, que a primera vista parece oponerse a las visiones edénicas dominantes pero que en el fondo es solidario de ellas —así como la noción del indígena bárbaro es complementaria de la del buen salvaje—. Me refiero a la visión de la realidad americana, en general, y de sus selvas tropicales, en particular, como lugares poseídos por fuerzas malignas o habitados por el demonio (una imagen vigente desde la crónica de fray Gaspar de Carvajal y las Comedias americanas de Lope de Vega hasta los infiernos verdes de los relatos sobre las caucherías). Aparte de sus conocidas fuentes bíblicas y medievales, este tipo de discurso se sustenta en las dificultades inherentes al proceso de conquista y colonización. Desde el inicio, entender cabalmente el mundo al que habían arribado fue una empresa ardua para los europeos, y la dificultad no hizo sino acrecentarse con el tiempo. Los esfuerzos por imponer un nuevo orden tuvieron que vencer la resistencia de una realidad aparentemente imprevisible y anárquica, proclive a todo género de mezclas, de fusiones y de confusiones, tanto a nivel ambiental como social (Gruzinski 2012a: 68-72 y 77-86). Tales rasgos parecían agudizarse en las zonas selváticas, sobre todo en la Amazonía. Vastas extensiones de la selva, por su lejanía con respecto a los centros del poder colonial en América, su clima húmedo, su difícil acceso, su vegetación proliferante y su abundancia de especies raras y de poblaciones nativas enigmáticas, formaban a los ojos de los recién llegados un laberinto verde en el que pocos se aventuraban y que permaneció relativamente cerrado para los europeos hasta la segunda mitad del siglo xix, pese al asedio de los misioneros y los buscadores de fortuna.

      La notable difusión de la que goza este imaginario obedece, en primer término, como acontece también en el caso de las visiones edénicas, a la falta de conocimiento de la realidad americana por parte de los colonizadores. Hemos visto que, ante un mundo incógnito de vastas proporciones, los vacíos de información fueron llenados a menudo por la esperanza y el deseo: América era el escenario en el que las más atrevidas expectativas de redención, de riqueza, de expansión de Europa podrían cumplirse; hubo así terreno fértil para el despliegue de imaginarios paradisíacos. Pero también, cuando las cosas resultaron ser más difíciles de lo previsto, los horizontes prometedores cedieron frente al recelo, las desilusiones, los temores, el resentimiento, y las sombras de la perdición se insinuaron entre la vegetación, las montañas y los ríos del edén. Desde el inicio de la conquista, el maniqueísmo de muchos misioneros y clérigos encontró en América un campo propicio para la difusión de especulaciones según las cuales las comarcas recién halladas eran posesión del demonio, mientras que las expresiones de las religiones indígenas —sus templos y centros ceremoniales, sus ritos sacrificiales, sus estatuas y sus danzas— eran tachadas de idolatría (Bernand y Gruzinski 1991, v. ii: 290-292, 317 y 318). Este tipo de discurso prosperó con fuerza a propósito de las selvas tropicales, cuyas dinámicas resultaban difíciles de entender para los primeros europeos que se adentraban en ellas —lo que a su vez era visto como síntoma de la intervención de fuerzas malignas—. No en vano los jesuitas que colonizaron la tupida selva atlántica del sur del Brasil la percibieron como un ámbito demoníaco (Pizarro 2011: 93-95), y los misioneros llegados a otras zonas agrestes del continente tuvieron una impresión semejante, como si la espesura selvática fuese un refugio adecuado para el diablo y sus presuntos agentes: curanderos, herbolarios y hechiceros de las distintas tribus.

      La visión de América como territorio en el que proliferan las fuerzas del mal resurge más tarde en términos profanos, en el marco de ciertas teorías en boga durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, que le dieron la apariencia de una hipótesis fría y razonada, pero no por ello menos maniquea. En la célebre «disputa del Nuevo Mundo», reconstruida por Gerbi (1960), intervino una serie de pensadores de la Ilustración europea —entre ellos Buffon, De Pauw y Hegel— que consideraban a América un continente inmaduro, de clima malsano, cuya hostilidad favorecía la putrescencia e impedía el florecimiento de las especies animales y vegetales, y cuyos habitantes vivían entregados a una molicie que los hacía incapaces de modelar culturalmente su entorno. Apartándose del trasfondo cristiano que le sirviera de base durante tres siglos de evangelización, la idea de un continente minado por el mal fue reformulada en un lenguaje naturalista según el cual América, a diferencia de la cultivada Europa, estaría condenada al atraso y a la marginalidad por razones geográficas. Vale la pena recordar que esa tesis tropezó con la oposición férrea de Humboldt, y también con la de varios miembros de las élites criollas de la América hispánica, entre las cuales surgían ya los primeros brotes de una conciencia crítica asociada a las aspiraciones de independencia de las colonias españolas.

      Las selvas tropicales, empero, continuaron siendo un blanco predilecto de los imaginarios del mal, que arraigaron con fuerza pasmosa en los discursos referentes a dichas regiones. Muchos factores han contribuido a ello desde hace siglos: el reiterado fracaso de las expediciones en busca de lugares legendarios —el País de la Canela, El Dorado, la ciudad de Manoa, el Paititi—, la abundancia de insectos, la humedad, el calor, los suelos pantanosos, las dificultades de los europeos para orientarse en la espesura, las enfermedades propias de la zona —la malaria, la leishmaniosis, el mal de chagas—, la resistencia de algunas tribus… Otros factores se suman más recientemente: los megaproyectos terminados en fiasco, la llegada de grupos subversivos, la propagación de cultivos ilícitos en algunos sectores de la selva… En fin, toda una serie de realidades que, magnificadas por el miedo, por la distancia, por la imaginación y, sobre todo, por el desconocimiento, dan lugar a clichés pertinaces cuya impronta hace ver las selvas como entornos malsanos, solitarios y a la vez exuberantes, poblados de bichos peligrosos, caníbales y reducidores de cabezas, o bien de guerrilleros, cazadores ilegales y otros aventureros sin dios ni ley. La vigencia actual de estos estereotipos, desde sus versiones más sutiles hasta las grotescas exageraciones de ciertos productos de la industria del entretenimiento, se puede documentar bien en informes etnográficos, fotografías, revistas y películas del último medio siglo (Nugent 2007: 26-30), así como en crónicas y reportajes recientes (Serje 2011: 193-211).

      Las selvas, en suma, están recubiertas desde hace mucho tiempo por un espeso manto discursivo en el que las representaciones edénicas y los imaginarios del mal establecen un juego de oposiciones complementarias cuyo eje secreto es la distinción entre «naturaleza» y «cultura» (Descola 2011 y 2005). La selva tropical y sus pobladores nativos son «naturales» —o, si se prefiere, están situados «al margen» de la cultura— a los ojos de recién llegados —conquistadores, buscadores de fortuna, inversionistas, misioneros, turistas— que se perciben a sí mismos, por contraste, como seres civilizados, portadores de la antorcha que ilumina el sendero correcto. Esta proyección de un punto de vista particular cual si se tratara de una representación de alcance universal resulta elocuente en un sentido específico: las coloridas imágenes del paraíso virgen y del infierno verde, del salvaje manso o del bárbaro cruel, y otras análogas, en el fondo nos dicen mucho más acerca de los deseos y los temores de quienes las enuncian, las emplean o creen en ellas, que acerca de la compleja realidad selvática —la cual, como toda realidad en la que se despliega la experiencia humana, solo adquiere tintes paradisíacos, infernales o de otro tipo de forma provisional, dependiendo de quién la vive, cómo la vive y bajo qué circunstancias—.