Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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a concebir la selva como un paraíso natural. Esta noción se inscribe en el marco discursivo más amplio según el cual la naturaleza americana es paradisíaca, virginal. Ya los diarios de Colón contienen una serie de descripciones en las cuales el asombro del recién llegado ante la diversidad y esplendor de las islas del Caribe es menos el resultado de una constatación empírica que el fruto de la extrapolación de un antiguo imaginario europeo sobre la realidad de América. Como lo muestra Pastor (2008: 61-96), el cuadro de la naturaleza americana trazado por Colón sigue las pautas de una añeja tradición de representaciones según las cuales el Jardín del Edén es un lugar fértil, amplio y rico en recursos, con una vegetación y una fauna tan exuberantes como exóticas. Al darle cuerpo a este antiguo relato bíblico, América parece capaz de colmar a la vez las aspiraciones espirituales y materiales de los europeos: ella ofrece no solo un paraíso recobrado, sino también un territorio idóneo para la expansión de la civilización europea y un manantial inagotable de riquezas. Antes que hacer un recuento fiel y objetivo, Colón deforma la realidad recién hallada de varios modos: resaltando los rasgos que parecen confirmar sus expectativas de haber llegado a Asia y de haber encontrado regiones ricas en oro, especies y otros recursos; pasando por alto otros rasgos que, en cambio, no encajan con las imágenes que trae en su cabeza; proyectando sin cesar en los mares y en las islas del Caribe fantasías nacidas de sus lecturas, o bien de sus esperanzas y temores. Incluso la información que los pobladores nativos aportan acerca de las islas, Colón la reinterpreta para hacerla coincidir con los datos que ha leído en los libros de Marco Polo, Plinio el Viejo y otros autores, creyendo afianzar con ello sus proyectos de explotación económica y de establecimiento de nuevas rutas comerciales.

      La preeminencia de la naturaleza como eje de la representación gana un nuevo impulso durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, gracias a los trabajos de viajeros europeos como Charles-Marie de La Condamine, Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk y Alfred Russel Wallace, cuyos reportes alimentan otro imaginario muy extendido: el de la selva como territorio donde la mano del hombre brilla por su ausencia y los animales, las plantas y las fuerzas naturales dominan la escena. Especialmente influyentes fueron los escritos de Humboldt (1980), en cuyo caso el rigor científico del naturalista se funde con la percepción romántica del paisaje. De esta conjunción surge un enfoque para el cual el ser humano resulta insignificante ante la sublime grandeza de las montañas, los ríos, los bosques de América, aunque no por ello la naturaleza americana deja de representar una fuente potencial de recursos que vale la pena cartografiar y registrar con minucia. Este doble aspecto hace que la visión de Humboldt satisfaga a la vez, como anota Pratt (2008: 110), intereses diversos y aun opuestos: las potencias coloniales de la época saludan un discurso que describe América como mundo al margen de la historia, sobrecogedor en su gigantismo y su plenitud tropical, pero abierto a la explotación, a la expansión del capital y de la cultura europea; las élites criollas independentistas, deseosas de seguir la ruta del progreso económico y técnico europeo pero también de afirmar la autonomía de las nuevas naciones, saludan un discurso que, al exaltar la belleza natural y la pureza salvaje de América, crea una base para afirmar la autenticidad de los países de la región.

      Estas dos modalidades de encubrimiento, la del buen salvaje y la del bárbaro brutal, van a marcar con fuerza en los siglos siguientes la percepción de las comunidades selváticas por parte de los colonizadores y visitantes foráneos. Notemos, sin embargo, que ambas se apoyan en la noción según la cual los indígenas son parte de la naturaleza entendida como realidad puramente biológica. Sea para defenderlos o para denigrarlos, para atraerlos al buen camino o para hacerles la guerra, lo que no se pone en duda es que los nativos son «naturales», es decir, carentes de historia. La selva estaría llena de vida, pero vacía de memoria; estaría habitada por especies innumerables, pero a ella no habrían llegado todavía los beneficios de la cultura; sería rica en recursos, pero sus pobladores, desperdigados en un territorio inmenso y viviendo todavía como en la Edad de Piedra, no tendrían la capacidad para aprovecharlos. Por lo demás, en los dos siglos y medio transcurridos entre las primeras expediciones de los españoles y la travesía de Humboldt por la Orinoquía y la Amazonía noroccidental, la imagen de la selva como entorno exuberante pero deshabitado pudo haberse concretado parcialmente en la práctica a través de dos vías. Por un lado, las enfermedades introducidas por los europeos desencadenaron una mortandad pavorosa en las poblaciones nativas a lo largo y ancho del continente (Crosby 1986: 196-215), y no hay razón para que las comunidades amazónicas hayan sido la excepción, aun si ciertos grupos escaparon a este azote hasta épocas recientes, gracias a su ubicación en zonas aisladas. Por otra parte, debió de haber grupos nativos que, aleccionados por lo ocurrido en tribus vecinas, rehuyeron el contacto con los blancos, cosa que habrán logrado con facilidad gracias a su conocimiento del terreno y a su habilidad para desplazarse en silencio por la espesura, de forma que su presencia puede haber pasado desapercibida para los sentidos poco entrenados de los visitantes extranjeros.

      La reducción de la existencia de los indígenas a la categoría de fenómeno biológico, o de pervivencia arqueológica de épocas remotas, instaura un terreno propicio para formas severas de estigmatización. Este es uno de los rasgos más persistentes y arraigados en las representaciones coloniales de las poblaciones selváticas, como lo ilustra Rodríguez en un rastreo textual que abarca cuatro siglos, desde las primeras crónicas hasta las narrativas contemporáneas de la selva (2004: 165-210). Aun sin llegar a imputaciones tan extremas como la que les atribuye hábitos caníbales, la descripción de los nativos como salvajes de costumbres bárbaras —cuyas lenguas resultan incomprensibles y cuyo atraso interpone obstáculos insalvables al esfuerzo por educarlos y gobernarlos— les sustrae su humanidad y los equipara a un ambiente selvático que, a su turno, es apenas