Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


Скачать книгу

y su caída es «terrible») y a la lucha sin cuartel que allí se vive (mientras un tapir «muere entre las garras de un puma», los indios acuden a sus «guazábaras»). Los yuruparis de los indios tienen que ser «sagrados», y no pueden faltar los papagayos escandalosos, los monos chillones, los caimanes «en celo». Todo ello se funde «en un mismo caudal sonoro»: las voces y actividades de los indios se sitúan en el mismo plano que las voces del viento, del río, de la vegetación y de los animales, lo que rubrica su carácter natural.

      El acento estereotipado del párrafo de Otero Silva no procede de los elementos que lo integran (¿qué duda cabe de que la selva es enorme y de que en ella hay ríos torrentosos, monos que chillan, árboles que caen?), sino de su acumulación desconsiderada, del prejuicio que le atribuye a esa suma un talante bárbaro e irracional, y de la implícita asimilación del todo a un estado de pura naturaleza. La enumeración que ocupa la mayor parte del párrafo es un pequeño inventario, un catálogo variopinto que privilegia ciertos elementos susceptibles de satisfacer las expectativas de una mirada externa sedienta de exotismo y de misterio. El lector desprevenido, al recorrer el citado pasaje de Otero Silva, se imaginaría que Aguirre y sus hombres tropezaban a cada paso con pumas y tapires, con torrentes y cascadas, con tribus belicosas tocando el tambor. Las incursiones conquistadoras, empero, duraron meses y años, y en ese tiempo los encuentros con fieras y otras «maravillas» no ocurrían todos a la vez sino azarosa y escalonadamente, con largos intervalos de quietud, de tedio, de navegación silenciosa bajo el asedio de los mosquitos, o, cuando los expedicionarios desembarcaban en las orillas, de marcha entre el barro y las hojas acumuladas en el suelo. Recordemos, además, que ya las dos primeras líneas del pasaje en cuestión caracterizan la selva como núcleo de irracionalidad y barbarie; la enumeración que viene luego simplemente confirma ese supuesto que no se discute. La espesura selvática es naturaleza salvaje en la que coexisten confusamente árboles, sapos, indios, pájaros, calabazas, truenos, ríos… Un lugar en el que, por lo tanto, hace falta alguien (presumiblemente, los representantes de la civilización) que ponga las cosas en su sitio. Como el lector puede apreciar, el párrafo de Otero Silva ilustra bien el efecto de distorsión suscitado por el lente de la mirada colonial; en él se combina el temor del forastero ante una realidad que parece trasgredir los criterios usuales de inteligibilidad y orden con el apetito de aventuras y de mundos nuevos. La selva torna a ser un caos que causa miedo pero también curiosidad, que ilusiona tanto como asusta y que, por ende, resulta inquietante en los dos sentidos del término: por atracción y por repulsión.

      El escepticismo del líder de los marañones respecto a El Dorado se acompaña, en la versión de Otero Silva, de una crítica a la actitud de muchos conquistadores cuya principal expectativa es poder sustraerse a las exigencias del trabajo: «Habéis acometido esta empresa con el designio de haceros ricos y poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la tierra, sin amasar el pan, sin forjar el hierro, sin leer los libros, con el oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios hallarlos a flor de tierra, ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado» (147). La credulidad con que los españoles acogían las leyendas sobre lugares míticos es fomentada, según esto, por las ansias de riqueza rápida, pero también por un contexto histórico en el que los europeos se imaginaban la realidad americana, incluyendo la selva, como un territorio a lo largo del cual estaba diseminado, en sitios que era preciso ubicar, un cuantioso y espléndido botín. Tal noción encaja bien con la dinámica que articula los imaginarios coloniales de la selva, surgidos en el seno de expediciones cuyos participantes, pese a los sufrimientos que los hostigaban por el camino, solían pensar con el deseo y ver con la imaginación. Al mismo tiempo, ella crea un escenario propicio para las prácticas extractivas que marcan con su impronta la historia económica del continente desde la época de la conquista.

      A modo de recapitulación, subrayo entonces la existencia de tres líneas de desarrollo de los imaginarios de la selva cuyo origen se remonta a la situación vivida por los conquistadores en sus incursiones amazónicas. Por un lado, está la visión de la selva fecunda, fomentada por la promesa de las riquezas ocultas en su interior y por la vegetación exuberante; por otro, está la visión de la selva enmarañada, fomentada por los obstáculos e inconvenientes del camino y por las dificultades para orientarse en ella. Por último, está la visión de la selva inclemente, fomentada por el fracaso de las expediciones y por el pesado saldo de víctimas que arrojaba cada viaje. Las cuatro novelas que he analizado muestran cómo estos temas solo en parte responden a las características ambientales del entorno selvático: la visión de la selva fecunda, afín a los imaginarios del paraíso virgen, se apoya fuertemente en las esperanzas que tenían los españoles de encontrar oro, plata, especias; la noción de la selva enmarañada, afín a los imaginarios de la selva como laberinto vegetal, responde en buena medida a las torpezas y errores cometidos por los españoles a causa de su ignorancia del terreno y su ceguera con respecto a las culturas locales; la noción de la selva inclemente, afín a los imaginarios de la espesura letal y del infierno verde, es entre otras cosas un reflejo de la desilusión sufrida por los conquistadores al término de expediciones cuyos resultados no correspondían a las exageradas expectativas iniciales. La realidad ambiental de la Amazonía y la coyuntura de la empresa conquistadora forman, por ende, una trenza cuyos hilos naturales e históricos están tan íntimamente entretejidos que resultan indisociables.

      Esto ayuda a entender por qué la selva ocupa en las novelas de Benites, Aguilera Malta, Uslar Pietri y Otero Silva un lugar a la vez central y marginal. Aunque decisivo para el destino de las expediciones de Orellana y de Ursúa, el entorno amazónico sigue siendo al cabo un territorio desconocido sobre el cual los españoles proyectan sus esperanzas, con el cual tropiezan sus esfuerzos y al cual terminan imputando sus desengaños. A las dificultades de los conquistadores para afrontar la realidad selvática se suman la lejanía y el aislamiento de la selva con respecto a los ejes del poder colonial en América, que a su vez están alejados y relativamente aislados con respecto a la fuente central del poder en la península ibérica. La selva entra en la tradición de la historia occidental como el margen de un margen, la periferia de una periferia, el borde o frontera de las terras incognitas aún no asimiladas —y quizá inasimilables. El efecto de distorsión que esto implica ha adquirido con el tiempo un grado de evidencia difícil de soslayar; de ahí que en la revisión de la historia tradicional llevada a cabo por los cuatro autores mencionados persista una visión de la selva profundamente marcada por la huella de los viejos imaginarios eurocéntricos. Ello no impide que, como hemos visto en este capítulo, sus novelas hagan aportes relevantes para el desarrollo de esa vigilancia crítica que necesitamos a fin de contrarrestar la fascinación que siguen ejerciendo hasta hoy los estereotipos de la selva.

      1La idea de la novela como