En esta dirección apunta la siguiente anécdota: unos días antes, en la aldea en la que toman prisionero al indio, los españoles encuentran una casa llena de grandes tinajas y cántaros; más tarde, según cuenta Aguilar, «fray Gaspar anotó en su diario algo que el indio nos dijo y que a todos nos causó maravilla: que esos objetos enormes y hermosos de loza y de arcilla que allí veíamos eran réplicas de otros de oro y de plata que había en las casas verdaderas, que eran las que estaban selva adentro» (237).
Ahondando esta vena crítica, los apuntes del narrador mestizo minan de forma consistente la autoridad de las voces de las cuales se nutre el imaginario colonial sobre la selva, tal como empieza a forjarse durante esta expedición. Las observaciones de Aguilar luego de escuchar por varios días a Orellana traduciendo las palabras de otro indio al que han capturado en la última parte del viaje, cerca de la desembocadura del río, son significativas:
Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. […] Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas. Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. (2008: 263)
El efecto desmitificador del texto de Ospina no se deriva de una especulación capciosa. Es el examen atento de la situación vivida por los conquistadores en su travesía selvática lo que saca a relucir los factores humanos incidentes en la formación del imaginario. En una empresa como aquella, sobrevivir era cuestión de obtener alimentos, pero también de mantener viva la llama de la esperanza. El tejido de verdades y mentiras que urde Orellana por el camino no es fruto de un cálculo frío, metódicamente razonado, sino el resultado de una coyuntura que tensa al máximo sus capacidades como jefe. Si bien su discurso mezcla la verdad y la invención, también es cierto que para él mismo y sus hombres a menudo es difícil separar lo uno de lo otro. Aguilar anota que Orellana, basándose en los reportes de Wayana, les habló «de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas» (263). En su desconcierto, el mestizo tacha de «locuras» unas descripciones referentes a hechos bien conocidos por los pobladores de la selva.
La génesis del imaginario colonial tiene además una dimensión colectiva que ensancha el alcance del papel cumplido por Orellana. Las reacciones de la tripulación —igualmente sometida a condiciones extremas—, las variaciones que los relatos sufren a medida que circulan de boca en boca, las notas de Gaspar de Carvajal en su diario tienen un peso que no se puede desatender. Paulatinamente, el primer boceto del imaginario se va precisando y sus facetas más inverosímiles —coloreadas por la angustia, el asombro, la aprensión, el anhelo— adquieren plausibilidad para los participantes en la aventura. Ya no resulta extraño leer que, en las semanas siguientes al choque con las mujeres guerreras, «un clima de delirio envolvió a la tripulación» (244-245). Numerosas cuadrillas, a veces encabezadas por Orellana, se internan en la selva en rápidas correrías en pos del rastro de las supuestas amazonas, hasta que la sensación de ir tras algún indicio engañoso dejado por ellas para extraviarlos en el laberinto vegetal los hace regresar al bergantín, cargados de historias «que si bien pueden haber ocurrido también pudieron ser solo invenciones para presumir ante sus compañeros, o para satisfacer la necesidad de hechos memorables que contar al regreso. […] Los hombres querían, en caso de que saliéramos con vida, tener historias de qué envanecerse si algún día volvíamos al mundo humano» (2008: 245). Mientras Orellana cuenta historias para mantener en alto la moral de sus hombres, estos, por su parte, alientan la esperanza de volver un día a su tierra a contar sus propias historias. Los imaginarios de la selva derivados de esa madeja de historias son sin duda equívocos y su efecto encubridor de la realidad selvática debe ser criticado, pero es preciso entender que ellos no surgen como resultado de una intención maquiavélica de falsear los hechos, sino que se basan en aspiraciones e impulsos humanos apenas comprensibles, atizados por una circunstancia vital sumamente ambigua y difícil.
El valor documental de la crónica de fray Gaspar de Carvajal, principal fuente histórica sobre las amazonas selváticas, es relativizado también en El país de la canela. Recordemos que el choque con las mujeres guerreras ocurre justo cuando el fraile acaba de recibir un flechazo en el bajo vientre y poco antes de que una segunda flecha le atine en un ojo, de modo que su reporte sobre las presuntas amazonas se apoya en buena medida en el discurso del indio al que hice referencia antes y en los testimonios de Orellana y los demás expedicionarios. Estos últimos —ya lo hemos visto— no siempre son informantes fiables. Veamos otro pasaje del relato de Aguilar que recalca ese hecho. Pocos días después del choque con las guerreras, cinco hombres enardecidos por los relatos de Orellana y Carvajal sobre las amazonas se adentran en la selva con intención de localizar su rastro, pero se pierden en la espesura. Los demás soldados esperan su regreso durante tres días, al cabo de los cuales navegan río abajo, dando por hecho que sus compañeros han muerto a manos de las guerreras o han sido devorados por las fieras. Justo entonces se topan con ellos en un recodo del río. He aquí la descripción que hace el narrador mestizo:
Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica. (2008: 246)
Por una curiosa inversión, son las visiones, las anécdotas, los incidentes engendrados al calor de la leyenda de las amazonas los que terminan alimentando la primera fuente histórica que va a dar noticia de la presencia de las amazonas en la selva. Orellana y Carvajal le hablan de las amazonas a los soldados y luego estos vuelven con historias que, al parecer, confirman la verdad de lo que han oído. La ficción de Ospina procura desactivar ese círculo vicioso en el cual se funda el imaginario colonial. Ello implica un arduo forcejeo. Con base en la información aportada por la crónica de Carvajal, El país de la canela recrea los hechos a los que esa crónica hace referencia y muestra que Orellana y el fraile, sin ser conscientes de ello ni del alcance histórico que tendrá su gesto, enmascaran la realidad selvática con imágenes tomadas de su propia tradición cultural. La ficción novelesca pone así al descubierto el efecto encubridor del documento histórico en el que ella misma se apoya para adelantar su tarea de desmitificación. El relato de Aguilar ostenta por doquier las huellas de ese tour de force. A la postre, el narrador mestizo confiesa que ya no sabe «si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos» (2008: 236). La red discursiva europea empieza a recubrir la realidad desconocida de la selva tropical con base en las invenciones bienintencionadas de un conquistador acucioso, en sus problemáticas traducciones de los reportes de los indios, en los relatos doctos de un fraile malherido y en las impresiones más o menos fugaces de un grupo de soldados en apuros. Las palabras de unos y otros se acumulan, se refuerzan mutuamente, se espesan en capas sucesivas, hasta sustituir la frescura de la experiencia vivida: «Al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos» (245).
Pero todas esas habrían sido palabras vanas si no hubiesen tenido una recepción propicia que les sirviera como caja de resonancia. Por eso El país de la canela no acaba cuando Orellana y sus hombres completan el viaje por el río, sino