Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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provocado por las noticias de la expedición de Orellana en los años siguientes. Dicho proceso de difusión sigue dos etapas: una cuando los expedicionarios sobrevivientes les cuentan la aventura a diversas personas, incluyendo los cronistas que la fijarán por escrito, y otra cuando la noticia arriba a Europa, donde ciertos miembros de las élites letradas se interesan por el asunto. Estos momentos corresponden a los encuentros de Cristóbal de Aguilar con Juan de Castellanos y Gonzalo Fernández de Oviedo —etapa 1— y con el cardenal Pietro Bembo y otros integrantes de la curia romana —etapa 2—.

      Unas semanas después de dejar la isla de Cubagua, Aguilar arriba a La Española y allí se reencuentra con quien fuera su maestro en los años anteriores al periplo amazónico, el regidor Gonzalo Fernández de Oviedo. Como en el caso de Castellanos, Ospina incluye aquí en calidad de personaje a otro cronista cuya obra es una de las fuentes documentales más importantes de sus novelas. El rol de Oviedo es, empero, mucho más sustancial, sobre todo en su faceta de ayudante de Aguilar: antes del viaje, es su profesor de latín, historia, manejo de las armas, y es también la primera persona que le da noticias de la leyenda de las amazonas; después del viaje, es él quien envía a Aguilar a Europa con una carta de presentación dirigida al cardenal Pietro Bembo. No en vano Aguilar dice que el destino había escogido a Oviedo «para ser el enlace entre dos mundos» (2008: 289). En cambio, la ayuda que le presta Aguilar a Oviedo como informante es modesta, ya que el regidor manejaba una vasta red de contactos e influencias gracias a la cual «parecía tener centenares de ojos y oídos: lo sabía todo primero, y siempre mejor que nadie» (284). Si bien la admiración que profesa Aguilar por su maestro es inmensa, ella no excluye la conciencia de sus defectos; su mayor reproche a Oviedo es que este «nunca tuvo frente a los indígenas la mirada compasiva de fray Bartolomé de Las Casas o de otros clérigos. Los juzga con severidad y siempre fue partidario de una conquista militar» (290). Aguilar tampoco comparte la tendencia de Oviedo a ver a los nativos como un ingrediente del entorno natural: «Interrumpía mi relato para indagar por árboles y tigres, para hacer que yo recordara los peces y las tortugas, y creo que su interés por los indios no era distinto del que sentía por los animales. Hasta para él a veces los indios eran animales, al menos tan curiosos como los otros» (105). De este modo, el personaje de la novela critica al cronista histórico en cuyos escritos se apoya la novela.

      Pero el alcance de las críticas que Ospina formula por boca de Aguilar no se refiere solo a los sesgos propios de toda fuente histórica, sino al proceso de formación del imaginario en su conjunto. Los escritos de los cronistas no escapan al acarreo de elementos ficticios e irreales que caracteriza la documentación histórica desde el diario de Carvajal y cuyas secuelas se propagan cual ondas concéntricas en los escritos de otros autores. Pérez muestra, con base en un cotejo de distintas versiones sobre las amazonas y El Dorado, cómo los conquistadores «iban alejándose de la realidad, para dar cuerpo a creaciones imaginativas bastante complejas» (1989: 85). El país de la canela recrea de forma vívida ese proceso, y me atrevería a afirmar que la sustancia histórica de la narrativa de Ospina reside en la reconstrucción del modo en que se tejieron fábulas acerca de la selva y sus pobladores. Cronistas como Castellanos y Oviedo, que intervienen después, son los artífices de la fijación del imaginario naciente en el archivo histórico que apuntala desde ese momento el proceso y lo refuerza con la autoridad propia del documento escrito; ellos recogen testimonios en los que la realidad y la fábula van enlazados, pero que no por ello dejan de quedar incorporados de forma duradera en la producción discursiva y simbólica posterior.

      Al final de la novela, Cristóbal de Aguilar viaja a Europa portando la carta de presentación que Oviedo le dirige a un viejo amigo, el cardenal Pietro Bembo, en la que le pide hospitalidad para su protegido. Durante el viaje, el narrador mestizo está orgulloso porque la carta de Oviedo, además de presentarlo a un hombre poderoso en Roma, incluye un informe de los sucesos relativos al primer viaje por el Amazonas. Como dice Aguilar, no llevaba a Europa «solo la memoria de mis aventuras sino una crónica escrita por el mayor testigo de aquel tiempo» (2008: 297). La noticia de la travesía de Orellana llega a Europa con un doble respaldo: el testimonio oral de un testigo presencial y el informe escrito de un cronista influyente. Este inicio prometedor, sin embargo, pronto le da paso a la desilusión: las revelaciones sobre la selva y el río son acogidas con relativa indiferencia. Ni la memoria viva ni el reporte escrito tienen el peso que suponía Aguilar, porque su auditorio europeo solo le presta atención a cuanto ya forma parte de su propia cosmovisión. Sobre su paso por Sevilla, escribe Aguilar: «Toda esa gente estaba tan concentrada en lo suyo, tan convencida de que su mundo era todo el mundo, que pronto comprendí que las Indias no cabían en la vida cotidiana de aquellos reinos, y que yo mismo era un poco invisible» (298). Esa penosa sensación de invisibilidad se agrava cuando llega a Roma y Bembo lo invita a varias reuniones con cardenales del Vaticano: «Nunca vi gente menos interesada en enterarse de lo que pasaba en el mundo ni más indiferente a los hechos cuando estos no coincidían con sus ideas» (314). La única parte del relato de Aguilar que llama la atención de los prelados es la relativa al encuentro con las amazonas, debido a que este tema era para ellos un terreno conocido, en el que podían sentirse cómodos: «Durante muchos días no se habló de otra cosa. Las amazonas eran el tema, pero eran sobre todo el pretexto para que los cardenales ostentaran su erudición». El tono de los debates que escucha en los salones del Vaticano durante los meses siguientes (312-316) le provoca a Aguilar una reacción que oscila entre el pasmo y la incredulidad: las amazonas, ¿eran bellas u horribles? ¿Iban a caballo o sobre bestias salvajes? ¿Tenían uno o dos pechos? ¿Fornicaban con sus propios hijos o con hombres que degollaban después del apareamiento? Y ¿cómo es que se habían instalado en unas tierras tan alejadas de sus regiones de origen?