Leonardo Ordóñez Díaz

Ríos que cantan, árboles que lloran


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dice que esas mujeres podrían ser las amazonas; Carvajal les explica a los soldados los detalles de la leyenda griega; la exaltación se apodera del grupo y los rumores y las especulaciones cunden en el bergantín. En la tercera etapa se produce la mezcla de realidad y leyenda: las traducciones que hace Orellana de los reportes locales parecen confirmar la idea de que las mujeres desnudas son las amazonas; los soldados hacen incursiones en la selva y luego vuelven al bergantín y cuentan historias que ratifican esa tesis. La cuarta etapa es la de fijación de la memoria histórica: Carvajal incluye en su crónica del viaje el primer reporte sobre las amazonas; la noticia es divulgada luego por Fernández de Oviedo y otros cronistas, quienes se apoyan en testimonios de los participantes en la aventura. La quinta etapa corresponde a la génesis del discurso oficial: los informes sobre la selva y el río no suscitan interés en Europa; solo llama la atención el hallazgo de las amazonas, el cual confirma que América es un foco de salvajismo; en los mapas y documentos de la época, el río recorrido por Orellana es llamado Río de Las Amazonas.

      El proceso de gestación de los imaginarios coloniales no siempre sigue las mismas etapas, porque las imágenes que le dan forma a nuestras visiones del mundo surgen y se despliegan cada vez en circunstancias distintas; sin embargo, el ejemplo de las amazonas, tal como lo reconstruye Ospina en El país de la canela, ilustra una lógica cuyas líneas generales se perfilan asimismo en el desarrollo de otras representaciones afines de los nativos surgidas durante la época colonial, como las de los caníbales o los cazadores de cabezas. Incluso en el caso de imágenes referentes a animales, plantas u otros aspectos del entorno selvático es posible identificar un conjunto de datos empíricos que, explicados en términos legendarios, suscitan historias en las que la realidad y la leyenda se mezclan en distintas proporciones y luego son fijadas de forma duradera, sea por escrito o en dibujos, grabados, etc. Los imaginarios entran así en una larga fase de sedimentación histórica durante la cual sucesivas capas de lenguaje se acumulan, agregando o modificando detalles, ampliando en todo caso la resonancia del discurso dominante. A lo largo del proceso, el afianzamiento de voces o perspectivas alternativas suele ser difícil y toma mucho tiempo. Ello se debe, sin duda, a que la dominación simbólica propiciada por la conquista está respaldada por una sólida base de dominación militar y política. Esa es la dimensión hacia la cual quiero tornar ahora el lente de análisis. Si bien la reconstrucción de la experiencia situada en la raíz de los imaginarios es esencial para su desmitificación, hace falta completar la tarea con un examen de la forma en que la narrativa de Ospina afronta la espinosa cuestión de la violencia ejercida por los españoles, la cual marcó con su sello duradero las dos principales empresas de conquista que se internaron en la Amazonía durante el siglo xvi.

      El país con ricos bosques de árboles caneleros al que alude el título de la novela de Ospina fue un deseo antes de ser un mito y una realidad antes de ser una desilusión. Las extraordinarias cantidades de oro y plata halladas en América en el siglo xvi nos hacen olvidar a veces que la búsqueda de una ruta distinta hacia las islas de las especias y la cerrada competencia entre España y Portugal por el control del comercio de ese producto fue la primera motivación de los viajes de exploración marítima emprendidos desde Europa occidental en la segunda mitad del siglo xv. Buscando la costa asiática, los españoles tropezaron con América; buscando unas islas, hallaron un continente; buscando menta, pimienta, jengibre, comino, anís y otras especias de grato sabor y aroma, hallaron la riqueza de un mundo. «Fue un principio contradictorio, un inicio que se asentó en la paradoja de tener lo que no se buscaba y de buscar lo que no se hallaba. América se erigió así en el reino de las esperanzas y de las amarguras» (Riera Rodríguez 2012: 230).

      La búsqueda de la canela por Gonzalo Pizarro es uno de los ejemplos que mejor ilustra el tránsito de las grandes esperanzas a las amargas desilusiones vivido por tantos conquistadores de la época, así como la violencia que entrañó a menudo ese tránsito. Al igual que otras jornadas de conquista del siglo xvi, la expedición de Pizarro se emprendió con magnos auspicios y terminó en un resonante fracaso, aunque el saldo no fue enteramente negativo para el conquistador, pues él y una parte de los soldados que lo acompañaban sobrevivieron. En gran medida, el fracaso de la empresa se debió al desajuste entre los medios movilizados y las condiciones topográficas y ambientales de las zonas que era preciso franquear para alcanzar la región de los caneleros, en la selva húmeda situada al borde de la cordillera. Pronto se hizo evidente que los cien caballos, las dos mil llamas, los dos mil perros de presa alistados por Pizarro no resistirían la humedad, el calor, el terreno escabroso, la fatiga acumulada. Pero la peor parte les tocó a los cuatro mil indios llevados como cargueros o guías. Reclutados entre la población del antiguo imperio inca, estos nativos sucumbieron bajo la acción de varios factores: el clima amazónico —no porque este fuese malsano sino porque, al igual que los españoles, los indios de la sierra no estaban habituados a él—, el exceso de trabajo, el abatimiento moral y, sobre todo, las crueldades de Pizarro.

      El cuadro que el texto ofrece de la conducta de Pizarro durante la búsqueda de la canela es descarnado. El conquistador espera hallar bosques de árboles de canela que le permitan acopiar grandes cantidades del valioso producto (esa es una de las razones por las cuales tantos indios formaban parte de la expedición), pero al final solo halla caneleros dispersos sin valor comercial, pues su canela es distinta de la conocida en Europa. La ferocidad con que reacciona Pizarro al no encontrar las arboledas que deseaba es terrible. Dominado por la cólera y creyéndose engañado por los indios, Pizarro ordena que diez de ellos sean descuartizados —para alimentar las jaurías que custodian la expedición— y que otros sean quemados vivos. Los indios, que no entienden lo que sucede ni adivinan qué es lo que quiere Pizarro, quedan aterrorizados, pero insisten hasta el final en que han dicho la verdad. La crueldad de Pizarro es tan palmaria, la descripción de su violencia tan cruda, que el lector creería estar asistiendo a una denuncia como las que forjaron la leyenda negra de la conquista, digna de figurar entre las atrocidades referidas por Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. ¿No se tratará quizá —puede pensar el lector— de una exageración en la que incurre Ospina, indignado por el trato inhumano que tan a menudo sufrieron los indígenas? Si este fuera el caso, perdería plausibilidad la inversión de valores que implica este pasaje del texto, en el que Pizarro incurre en actos bárbaros, mientras que la mejor muestra de buen sentido y razonamiento civilizado la da un viejo inca que, ante las acusaciones del conquistador, denuncia el atropello del que los suyos están siendo víctimas: «Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición, ¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?» (2008: 132).