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la costumbre de creer que sufren la influencia de los demás y rara vez se percatan de lo que ellas también influyen en los otros. Esto facilita vivir instintivamente la vida, sin excesivas preocupaciones; no obstante, cuando se trata del trabajo creativo se va como sin norte por la vida. El cine existe, entre otras cosas, para crear una corriente de conciencia en los perceptores: es cierto que cuando se trata del autor no puede conformarse con menos. Este compromiso no es adquirido en un momento, sino que requiere una vida entera de autoanálisis que, posteriormente, es aplicado a la creación documental y a toda otra forma de arte que le sea útil a sus pensamientos.

      En el cine documental, la identificación con las personas es un mecanismo mediante el cual los perceptores experimentan e interpretan una narración desde adentro, como si los acontecimientos relatados les estuviesen ocurriendo a ellos mismos. Este aspecto de la identificación comprende diferentes procesos: 1) la capacidad de sentir lo que las personas sienten e involucrarse afectivamente; 2) el adoptar el punto de vista o ponerse en el lugar de las personas; 3) el tener la sensación de volverse el otro o la otra o de pérdida temporal de la autoconciencia.

      Frente a este fenómeno de la identificación no hay objeciones mayores, aunque puede suceder que la autoafirmación se traslade a los autores y que se convierta en la ladera resbaladiza que conduce a la vanagloria, así como un inventario de conceptos puede convertirse en un sermón, en medio de una época en la que se idolatra la individualidad.

      Desde luego, la vida ha marcado a las personas irrevocablemente y esas señas —tanto si se es consciente como si se es inconsciente de ello— fijan en gran medida lo que se persigue. Puede pelearse contra ello, negar las marcas que cada ser humano lleva, pero es un esfuerzo inservible; lo que se pone de manifiesto es su poder sobre cada uno: la gente intenta conseguir lo que realmente le obsesiona.

      Cine, mundo onírico y causalidad

      Anoche tuve un sueño muy vívido; tanto que, cuando sonó el despertador para continuar escribiendo, sentí una gran tristeza: no tenía sentido tratar de regresar al mundo onírico porque sabía que era imposible retomarlo.

      En este sueño caminaba con mi padre (falleció hace unos años) por las calles de una ciudad. Estábamos visitando varios familiares mientras mi esposa y mis dos hijas hacían lo mismo, pero por su cuenta. La ciudad era indefinida, como si varias ciudades se juntaran en una sola, porque en ella habitaban tíos, hermanos, primos, con casas que en la vida real estaban en ciudades y pueblos muy disímiles.

      El diálogo con él era muy tranquilo, sin prisa, pasábamos de una a otra casa y quería, en este deambular, probarle que yo podría saber dónde estaban mi esposa y mis hijas sin hablar con ellas por teléfono; efectivamente, lo llevé a una de tantas casas y le dije: “te tengo una sorpresa”. Al timbrar, mi esposa y mis dos hijas bajaban las escaleras con alboroto y extrañeza de que supiera dónde estaban ellas, porque esta casa pertenecía a un familiar lejano que, incluso, ingenuamente, creí que mi padre no conocía.

      Retengo la anécdota por medio de esta escritura porque sirve mucho para entablar el símil entre sueños y cine. Pasar de un concepto de tiempo onírico a universos paralelos, como se plantea en El universo holográfico de Talbot, consiste en ampliar la dimensión de la existencia humana, recuperando esas ocho horas diarias subestimadas por la cultura occidental oficial. Como plantea Talbot (2007):

      Wolf supone que los sueños lúcidos (y quizá todos los sueños) son realmente visitas a universos paralelos. Son hologramas más pequeños que están dentro del holograma mayor y más inclusivo. Sugiere incluso que la capacidad de tener sueños lúcidos debería llamarse «conciencia de universo paralelo». Como dice él, «la llamo así porque creo que los universos paralelos surgen como otras imágenes en el holograma». (p. 43)

      Si existe algún escenario colectivo para entender las lógicas de los saltos en el tiempo, de las espacialidades vividas en elipse, de los arquetipos, del inconsciente colectivo y de los relatos no causales, son los sueños de todos y todas. La mayoría de las cosas que suceden en un mundo onírico son extrañas: desde la alteración de las leyes físicas hasta la afección de la personalidad de las personas que conoces haciendo que un ser habite y hable desde el cuerpo de otro, concretándose en ello el principio de la representación en el cine de ficción.

      En el caso del documental colombiano, los directores Marta Rodríguez y Jorge Silva se demoraron cinco años en la realización de la película documental Chircales, que salió a la luz en 1971 y que es una obra impactante y trascendente por las implicaciones sociales y políticas de la realidad mirada, así como por la narrativa poética y onírica, no muy comunes para la época. La inclusión de un sueño del alfarero, que continua las 16 horas de trabajo diario con las 8 de acceso al mundo onírico, es un retrato que amplía el acceso íntimo a la complejidad del mundo fabril —en este caso feudal— en las laderas de la ciudad de Bogotá.

      David Bohm ha dedicado gran parte de su obra emblemática La totalidad y el orden implicado a la pregunta de cómo hablar de una realidad que no se detiene y las limitaciones del lenguaje en su sentido fragmentado y lineal. En tal sentido, se abren nuevas posibilidades de análisis del cine con la opción de profundizar en el movimiento, de incluir capas de tiempo superpuestas y de permitir interactuar con miradas multiangulares, siempre y cuando salga de la prisión dramatúrgica de su sometimiento a las estructuras convencionales del relato clásico.

      Se está tan acostumbrado a la estructura aristotélica dramatúrgica del cine que ya poco se sabe de un cine que no se rija bajo las conocidas fórmulas de: “héroe y antihéroe”, “acciones y peripecias”, “inicio, desarrollo y un único final feliz”, “causa-efecto”. Los postulados fundamentales de la dramaturgia clásica fueron esbozados por Aristóteles (334-330 a. C.) en su Poética (2013).

      El argumento es imitación de una única acción y de esta en su totalidad; y que las partes de las cosas se constituyan de tal modo que, si se cambia de lugar o exista o no, no conlleva una consecuencia perceptible, no forma parte del conjunto. (p. 67)

      En el guion de una película norteamericana comercial o de una telenovela popular no puede existir ninguna situación que no demuestre ser una consecuencia perceptible de un único relato central. Si la pieza no encaja en esta estructura mental mecánica debe ser suprimida; esta es la prueba del rompecabezas a la que se somete todo guion de una producción audiovisual comercial. Este principio narrativo de las producciones audiovisuales de éxito comercial se observa igualmente en la física mecánica, en la que linealidad y causalidad se revelan como dos conceptos fundacionales. Julio César Payán (2000) enfatiza: “La causalidad es uno de los pilares de la racionalidad nuestra y el problema es que muchas veces por buscar linealidades y causalidades, que no existen en la realidad del universo, terminamos inventándolas” (p. 74).

      El público no está acostumbrado a relatos que implican sincronicidades, no causalidades o consecuencias no obviamente determinadas, lo que implica apreciar películas que utilizan otras estructuras dramáticas y que, desgraciadamente, son castigadas con los teatros vacíos (en el caso excepcional de que lleguen a las salas). Por lo anterior, algunos autores, aunque parezca extraño, no esperan necesariamente ser masivos, sino que, en aras de explorar formas distintas de narrar, entienden que sus obras serán valoradas por un colectivo pequeño de perceptores o tienen la ilusión de que estas sean cartas para el futuro. En este terreno experimental, sobre todo, se puede observar el documental de autor.

      Representación de lo que nunca se detiene

      La obra cinematográfica no se encuentra solamente en el cuadro rectangular ubicado ante nuestros ojos, sino en un espacio medio entre el perceptor y la pantalla, producto de la interacción con la historia, el género, la edad, el estado anímico y la cosmovisión de quien siente la representación. Una proyección que es observada por un público genera cientos de películas distintas, pues los espectadores configuran en sus mentes múltiples relatos.

      Crear una representación de lo que nunca se detiene se hace particularmente difícil porque las herramientas que el artista posee