David Martín del Campo

¡Corre Vito!


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      ¡Corre Vito!

Editorial

      ¡Corre Vito!© David Martín del Campo, 2013

      D. R. © Ilustración de portada y diseño de interiores: Daniel Moreno

      D.R. © Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

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      Cõeditor digital

      Edición: Febrero 2021

      Diseño de portada: Gabriela León

      Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

      Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.

      Esta obra fue escrita con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte SNCA / Conaculta

      .

       ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es una pregunta estúpida.

      J. D. Salinger

      ALGÚN DÍA IRÉ AL MAR. Sí, como lo oyes. Eso iba pensando esta mañana mientras el sol me entibiaba a través de la ventanilla. Sí, algún día, y dejaba volar la imaginación hasta el anuncio en lo alto del edificio. Cancún a la mano, ahora tres vuelos diarios. Los demás pasajeros no miraban nada, es decir, permanecían pensativos, adormilados, como si la vida fuera una gran siesta de la que no debiéramos despertar.

      Cada cual hace de sus días lo que quiere. O lo que puede. Yo, por mi parte, suspiraba al perder de vista el anuncio aquél de la muchacha en tanga anaranjada. ¿En nanga ataranjada? Todo fuera como suspirar. Los deseos van más lejos, rebasan a nuestros sentidos. Igual que un relámpago inesperado, súbitamente nos depositan en otra dimensión. Se alzan, llegan a cualquier parte y tú lo debes saber: los deseos mueven al mundo.

      Eso iba pensando cuando un nuevo pasajero subió al colectivo. Alzó la nariz, con gesto extrañado, tratando de reconocer aquel rastro. Una cuadra atrás habían descendido dos mujeres que venían del mandado, dejándonos el aroma revuelto del epazote, las guayabas y las mandarinas. Siempre he tenido un olfato tremendo, para mi mal. Traté de acomodarme, aprovechando el espacio extra, dispuesto a viajar de uno a otro anuncio publicitario porque el deseo, no sé si te habrás percatado, habita en esos destellos panorámicos.

      La combi tenía averiado un amortiguador. Chillaba al frenar, al arrancar, al pasar los baches. Nada es perfecto, me dije, y noté que el nuevo pasajero acariciaba instintivamente su pequeño portafolios. Cada cual sus misterios, sus obsesiones, sus resquemores. Ni modo que le preguntara, perdone, ¿qué lleva ahí guardado?, y me puse a imaginar. En un portafolios como ése puede caber cualquier cosa, me dije cuando todos, el conductor y los tres pasajeros, escuchamos aquella explosión. ¿Será día de San Juan?, pensé inmediatamente, pero cómo, si no es 24 de junio.

      Lo que son las cosas: en ese preciso momento descubrí ahí arriba, coronando un edificio ruinoso, otro anuncio de Cancún. Y la tanja naranga. Hasta sentí que aquella muchacha y yo, en algún momento (uno nunca sabe) fundiríamos nuestros destinos. ¿Por qué no? Tal vez en una presentación de libros, de esas llenas de solteronas buscando garañón, me la encuentro a la hora de atacar los drinks... Eso es lo mejor de las presentaciones de libros, y tú te lo pierdes, porque además de que te ahorras la lectura, puedes tomar dos o tres cubas gratis y comer canapés de salmón ahumado. Gracias a los presentadores, que resumen el contenido y citan los párrafos más notables, te llevas una idea general del volumen, porque eso es lo importante en la vida: tener ideas, ¿no? Y tú además lo sabes, yo jamás he leído un libro.

      Imaginé entonces que ella preguntaría: ¿De modo que tú eres Vito Beristáin? Uuuy, ¿te imaginas? De seguro es aeromoza porque... y ahí estaba el otro cuetazo. Y otros dos, seguiditos y no tan distantes. El chofer volteó a mirar al pasaje, como esperando que alguien dijera eso que todos estábamos adivinando pero nadie se atrevía a nombrar. Qué incómoda situación. Es lo malo de viajar en transporte público. De tan caballeroso y condescendiente pierdes tu propia identidad. ¿Quién soy yo, de quién esta voz, oh, dioses del Viaducto?

      El conductor disminuyó la velocidad y en la esquina de González Ortega, porque veníamos por el Eje Uno, casi se para para voltear hacia donde procedían las detonaciones. ¿Se para-para? Ahí estaba un voceador de periódicos que también permanecía a la expectativa. Seguramente se trata de un pleito de cantina, dijo el chofer al acelerar de nueva cuenta, pero entonces nos llega el “ta-ta-ta” inconfundible de una metralleta. Para qué nos hacíamos tarugos: aquellos eran disparos.

      Debe ser un asalto, dijo con un hilito de voz la muchacha que iba en el asiento delantero, y el chofer, un bigotón enfundado en una camiseta del Guadalajara, asintió en silencio. En lo que se fija uno en esos momentos de tensión, ¿verdad? Digo, por lo de la camiseta de las chivas del Guadalajara. Y el nuevo pasajero, el del portafolitos que iba junto a mí, se persignó.

      Avanzábamos despacio, con más curiosidad que cautela, cuando en la siguiente cuadra cruza a toda velocidad una patrulla de policía; la torreta lanzando destellos rojos y la sirena con un escándalo ensordecedor.

      Ya los van a agarrar, volvió a musitar la muchacha que viajaba junto al conductor. Era de ésas muy seriecitas, los cuadernos apretados contra el pecho y que creen que su papá no bebe más que cerveza. En ese momento aparece otra patrulla por detrás de la combi, nos da alcance y nos rebasa por la derecha de modo que todos pudimos ver al policía que iba asomado con un rifle entre las manos. Pinche ciudad, dijo el tercer pasajero, pinche violencia, y yo, la verdad, no comenté nada. Está bien que, como dijo mi abuela, nací para algo grande pero hay ocasiones en que las palabras no sirven para un demonio. Además, ¿qué puedes decir en circunstancias como ésa? Y en lo que te lo cuento la balacera ya se había generalizado. Al “ta-ta-ta” que sonaba por un lado le respondían con un tiroteo más grave, como si fueran disparos de escopeta. Total, que la mañana había perdido su tibieza y yo comencé a sudar frío.

      Me voy a desviar por Circunvalación, anunció el chofer, y todos asentimos en silencio. Mientras más lejos de ahí, mejor. Sobre todo porque un tercer aullido se había sumado al de las otras patrullas y como la balacera iba en aumento nos empezamos a encomendar, digo, Diosito santo, si me han de matar mañana, permíteme antes conocer el mar. Yo mejor me bajo, musitó de pronto la muchachita nerviosa de los cuadernos.

      Un helicóptero se había sumado a la batida y cruzaba el cielo por encima de nosotros. “Rac-rac-rac” de ida y “rac-rac-rac” de regreso. Qué fascinante mirar a los guardias artillados asomando como si fueran de un comando israelí. Entonces sentimos el frenazo porque casi chocábamos con un auto lleno de agentes que nos cerró el paso. Y otra vez, en la distancia, el tiroteo renovándose. Tuvimos que desviarnos por una callecita paralela. El pasajero que iba a mi lado miraba estupefacto a los cinco guaruras que salían corriendo del vehículo. Miraba el helicóptero y luego me miraba a mí como si yo pudiera explicar ese caos. En realidad no estaba mirando nada. Sus ojos eran el miedo mismo y comenzó a mascullar: Yo creo, yo creo... sin completar la frase. Observé fijamente su portafolios. Era de esos pequeñitos que cargan los vendedores de puerta en puerta. Alguna vez intenté el oficio, ¿recuerdas?, pero todo quedó en el mes de prueba y los zapatos agujerados sin lograr la firma de un solo seguro de vida. Será que nadie se piensa morir.

      Yo creo, yo creo, yo creo que me voy a bajar, dijo por fin el tartamudo, y el chofer disminuyó la velocidad. Estábamos a dos cuadras de Circunvalación. Cruzando la avenida quedaríamos al otro lado del peligro, además de que ya no se escuchaban disparos. Sólo quedaba el ruido, en la distancia, de las sirenas. Ha de ser horrible morir con ese escándalo en los oídos, pensaba cuando el conductor frenó bruscamente y la camioneta volvió a soltar su chirrido. Fue cuando el tipo que viajaba a mi lado aprovechó para saltar por la puerta corrediza. Irse sin pagar y el chofer que ni el intento hizo de cobrarles, ni a él ni a la muchacha de los cuadernos abrazados, que también nos abandonaba.

      La